Aprendí por las malas lo que significa ser responsable. Pero responsable en serio, responsable por cosas netamente importantes. No hablamos de la responsabilidad que usualmente nos ataca, el de subir tareas antes de que la liga cierre, el de estudiar para algún examen final o cumplir con la parte indicada de un trabajo en equipo.
La verdadera responsabilidad está puesta en el obrar de nuestra libertad. Nuestras decisiones siempre conllevan consecuencias y, quizá, alguno pudiera objetar la obviedad de esto. Casi todos sabemos que por cada acción nuestra hay un resultado esperado –algunos dirán que equivalente y otros se aventurarán en implementar las leyes de Newton a nuestra triste existencia-. Al menos, para la filosofía existencialista francesa, la decisión que tomemos está vinculada en un orden sumamente interesante puesto que, para esta corriente filosófica, decidimos y comprometemos a toda la humanidad con nuestras decisiones y actos. Y es que nosotros no actuamos solos, nunca estamos solos, siempre en una decisión está presente este cúmulo cultural y social arraigado a nuestra humanidad, a nuestra forma de ser humanos y, en concreto, ser personas. Por un momento piensa que eres embajador de la humanidad, de tu comportamiento depende que se conozca mucho o poco de lo que significa ser un humano, de tu comportamiento está el devenir de la propia humanidad. Estudiar, casarte, tener o no hijos, trabajar en un estado u otro, todo aquello que te compete y preocupa, es también asunto de todos.
Pues la humanidad no es un cerco, una pecera individual donde cada quién decide cómo ser humano. Somos, todos y cada uno, aquella bola amorfa pero llena de rostros al a que se le llama humanidad. Somos y a la vez no, todo aquello que se dice de nosotros. Somos los solidarios, los creativos, los caritativos, los sanguinarios, los mentirosos y los poco humanos. Somos todo y nada de lo que se dice de los otros pues, es en los otros –todos aquellos que no soy yo- por quienes soy yo realmente, es decir, yo conozco a penas y la visión de mí, nunca sabré cómo soy yo a través de los ojos de los demás. Siempre está la persona que se cree débil o incapaz ante la vida y cuando escucha de los demás la opinión que tienen sobre él, se sorprende al escuchar cosas inimaginables, cualidad que él nunca pensó tener. Y es imposible, muchas veces imposible, comprender cómo es que los otros nos perciben. Aquí está el misterio de nosotros mismos, el de nunca terminar de conocernos, el de tener un sesgo personal y subjetivo.
De esta misma manera, las acciones que yo tome, por muy tontas y triviales, comprometen a todos los demás de maneras y miradas que nunca llegaremos a entender del todo. He aquí la responsabilidad mayor para con los demás, tener en cuenta que nosotros nunca terminaremos de comprender hasta qué punto van nuestros actos y, hasta qué punto estamos comprometiendo todo el futuro de la humanidad.
Con cada decisión sentamos precedentes, con cada insatisfacción marcamos la pauta para encontrar el verdadero gozo y quizá, algo de verdadero en el mundo. Somos guías y guiados de las vidas de los demás. Somos responsables incluso de las vidas de otros como los otros de nuestra vida. Actuar o no, decidir o no, tomar y ejercer verdaderamente nuestra responsabilidad, son los actos que realmente deben preocuparnos. Dejemos de lado las trivialidades de la vida. Olvidemos por un momento que mi calificación, que mi familia, amigos o pareja son ahora lo que me más me interesa. Nada de ello tiene sentido ni valor ni antes no nos damos cuenta que todo eso, toda nuestra miserable existencia, está puesta en una causa común y, más aún, que tenemos la libertad para dirigirla, tenemos en nuestra manos el timón de mando o para llegar a puerto seguro o para estrellarnos frente a un iceberg y darle el fin perfecto a un cursi y fugaz romance.