“La renuncia al mejor de los mundos no implica
la renuncia a un mundo mejor”.
Edgar Morin. Los siete saberes necesarios para la educación del futuro.
Vivimos –lo he dicho en este espacio en varias ocasiones- en un país cuya sociedad se encuentra profundamente desmoralizada, desanimada, es decir, baja de alma y de energía vital. Si analizamos el tema desde una visión de complejidad podemos afirmar que esta desmoralización social es al mismo tiempo producto y productora de la crisis social en la que se encuentra el país.
Producto porque la situación prevaleciente en nuestra patria donde parece predominar la corrupción , la impunidad, la violencia, la incapacidad y alejamiento del gobierno respecto a la ciudadanía y sus necesidades y reclamos, la complicidad entre la delincuencia organizada y muchos espacios de gobierno en todos su niveles, la enorme desigualdad, el estancamiento de la economía y una lista muy larga de factores negativos son causas suficientes y naturales de desánimo para quienes todos los días nos esforzamos por construir un mejor país a través del trabajo honesto y la lucha por cambiar esta difícil realidad.
Productora porque la baja energía social, la cada vez más débil confianza en que las cosas pueden cambiar originada por la crisis sistémica que padecemos se convierte también en causa de que las cosas permanezcan como están. Cuando un colectivo social pierde la esperanza de que el cambio es posible, se desvanece o se diluye la fuerza social necesaria para empujar las transformaciones y se crea una burbuja de quejas, lamentos e indignaciones que nos encierran en un círculo vicioso en el que no hay acciones reales y sostenidas hacia la solución de los problemas.
Uno de los elementos que abonan a esta desilusión y desmoralización colectiva es, desde mi punto de vista, el de las visiones utópicas acerca de la democracia, la justicia, la equidad, la paz y el desarrollo social.
Estas visiones utópicas nos llevan a tener en la mente una imagen perfecta y abstracta de las características deseables de una sociedad para que pueda llamarse humana y a partir de conceptos abstractos, inalcanzables por definición, producen una sensación permanente de déficit que en un sentido positivo se convierten en motor para seguir trabajando –en el sentido de la Ithaca del poema de Kavafis- pero en una situación de desmoralización generan dinámicas de frustración que nublan la capacidad de análisis porque producen una incapacidad para hacer distinciones y evaluaciones objetivas.
Para decirlo sintéticamente a partir de la frase de Morin que sirve de epígrafe al artículo de esta semana, las visiones utópicas sobre la realidad social nos hacen pensar que como no logramos construir el mejor de los mundos –la sociedad perfecta- resulta imposible edificar un mundo mejor.
Un ejemplo de esta situación es la idea que se expresa de manera dominante en las redes sociales y entre muchos analistas y opinólogos respecto de la democracia en México.
Las visiones utópicas niegan categóricamente que se hayan dado pasos importantes de avance en la situación política y social del país en las últimas décadas y afirman de manera contundente que en el país no existe la democracia porque el gobierno actual está envuelto en escándalos de corrupción e impunidad, porque no se ha podido terminar con el problema de la violencia, porque la desigualdad social y la pobreza no han podido eliminarse o disminuirse de forma significativa, porque la economía nacional está estancada desde hace varios años, porque la partidocracia consume muchos recursos pero no ha demostrado ser eficiente ni servir a la sociedad, etc.
Al partir de una visión utópica de la democracia como “el mejor de los mundos”, un mundo de igualdad perfecta, de participación social perfecta, de paz absoluta, de honestidad y transparencia sin mancha, de progreso económico sostenido, etc. –una especie de “cielocracia”- se niega cualquier diferencia entre el antiguo régimen autoritario del siglo veinte mexicano y la frágil, imperfecta y deficiente democracia actual.
Sin embargo existen muchos signos –la alternancia en el poder; la existencia de organismos autónomos para regular el juego electoral, evaluar las políticas públicas, vigilar el respeto a los derechos humanos, normar la transparencia… la libertad de prensa, la libre manifestación en las redes sociales, la fortaleza de la sociedad civil y sus organizaciones…y un largo etcétera- que hacen evidente que como afirman los politólogos, a partir de 1997 se rompió el viejo sistema y se inició una etapa democrática que si bien tiene muchos problemas y no se ha podido consolidar, es el producto de la lucha de muchos actores sociales que dieron su vida en distintas trincheras para lograr un cambio real en el país.
Nos encontramos en una época en la que la formación ciudadana se ha asumido ya en el discurso educativo como un elemento fundamental para la formación de las generaciones futuras. La apuesta y las estrategias para construir una sana formación de ciudadanía dentro de nuestro sistema educativo deberían partir de la idea de que los conceptos abstractos se realizan solamente de manera parcial y limitada en la realidad concreta y de que la democracia no es una especie de cielo o paraíso terrenal sino un sistema imperfecto que exige el esfuerzo cotidiano de todos en lo individual y de la organización colectiva para ir enfrentando sus enormes desafíos.
La formación de ciudadanía dentro de las aulas y las escuelas, en las familias y en los medios de comunicación debería ponerse como meta el desarrollo de mexicanos comprometidos con la construcción de un México mejor a partir de la clara y realista convicción de que resulta imposible aspirar a tener el México ideal.