Desarrollo humano y social
Cara de pintor
01 diciembre Por: David Sánchez Sánchez
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De cómo se nos pintan las caras en la imaginación    

La luz blanca conquistaba las esquinas; techos y suelos esperaban su turno. Los interruptores, en lenta procesión, se sucedían para ser despertados del letargo de la madrugada donde solo sistemas antirrobo permanecían atentos. Una leve luz canela se atrevía a romper tanta claridad. No se disipaba en infinidad de puntos como sufre la canela en el contraste sobre el arroz con leche sino que se dirigía en su dimensión hacia el letrero de la puerta: ¨Galería Magritte¨. Los cuadros, a modo de metopas sobre una globalidad blanquecina, esperaban a ser contemplados. Admirados o rechazados, lo principal era provocar una reacción. El olor a canapé y torta recorrió el pasillo. Sin bodegones colgados, las bandejas soportadas por atlantes y cariátides repartían cosas muy curiosas. Se podía salivar frente a mantequilla salada con huevas de esturión emperador, jamoncito español casi transparente sobre capa de mole de vinagre o bolitas engaña hambrientos a base de harina y huevo. Era el día de presentación y los cuerpos se fueron clasificando a los largo del espacio. En la entrada dominaban los trajes de noche negros con toque de perlas y las camisas de puños amplios con zapatos relucientes, todo un escaparate. La zona media era de familiares y amigos. La función de estos últimos era escuchar las diversas opiniones que surgieran en el ambiente. El fondo era para jóvenes águilas, estudiantes de arte que habían sido los primeros en analizar la muestra desde su universidad pero los últimos en tener derecho a divisarla.

Giremos la cabeza y dirijamos la mirada hacia la puerta. Dos tonos de color más tarde la llegada del artista era inminente. Seguramente llegaría andando deleitándose en las últimas horas de sol, quizás buscando inspiración. Mirando al tendido, todos intentaban divisar a un personaje cincuentón con camisa blanca a rayas y vaqueros. Eran como faros tras una gruesa capa de cristal. Los que llevaban melena eran descartados como candidatos, eso ya no se lleva en un artista decían. Lo de fumar era otro tema. Si fumara debería ser o sustancia ilegal o puros importados. La prolongación de su mano mediante un maletín perdía peso frente a una carpeta de esas que casi no puedes abarcar y te hacen un cortafuegos en la axilas. Tendría cara de bonachón pero con espíritu alocado. Por supuesto el pelo nevado o lo que quedara de él. Las gafas sencillas, nada de monturas al aire, pero tirando a colorear metálicamente sus patillas. Los zapatos huirían de lo náutico para adentrarse ladera arriba hasta modelos de montaña por eso de darle un toque especial al flamante todoterreno que tendría en su cochera. Si la pregunta fuera su manera de estar esculpido todos apuntaban a la barriga tipo burbuja, que en perfecta forma semicircular haría que su camisa se abriese levemente.

 

Una voz vigía alertó con la fuerza de un destello que había reconocido al artista. El taxi frenó de manera gradual hasta detenerse frente a la puerta. Ana María Migolla salió de el para ser aplaudida en la primera exposición que realizaba. Aún con su mochila al hombro, recién salida del gimnasio y con la credencial universitaria en su mano, dedicó una sonrisa a la grada y bajó la cabeza por timidez. Sus veinte años de esperanzas, de horas vacías y frustración de premios de arte, terminaban allí donde la luz canela la bañaba. Bienvenida Ana, tu eres el prototipo de artista que todos estábamos esperando.

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