Cuenta Andersen que aquel rey fue engañado por un par de truhanes que, prometiéndole un dispositivo infalible para distinguir la estupidez de la auténtica inteligencia, no hicieron otra cosa que demostrarle que la arrogancia siempre se comporta como un uróboro, cuya voracidad termina por comerse a sí mismo.
Tres semanas y volveremos a las urnas. A un momento ciudadano de decisión. Apacigüemos los corazones escrupulosos: sí, votaremos entre males, por aquel que sea el menor o el que abra mayores posibilidades para un cambio auténtico en el mediano plazo.
Pero arremetamos ahora contra los espíritus que se apresuran a señalar culpables prematuramente: ¿Quién puede, en sana conciencia, decir que merecemos mejores opciones? ¿No hemos perdido el camino de la ciudadanía? ¿No nos hartamos con las bellotas con que se ceban a los puercos, olvidando el linaje y la dignidad que otrora nos distinguiera? ¿En verdad hay quien considere que la clase política no es mero reflejo de la podredumbre social en que vivimos?
El rey pasea desnudo mientras la gente habla maravillas de su traje: los colores, el tejido, la caída, el porte, nadie cierra los labios, temerosos de caer en la trampa del silencio, que parece traicionar el vacío intelectual de quien calla. La gente celebra al rey desnudo, podríamos aventurar, porque en todo caso ha dejado de creer que la diferencia entre estar vestido y desnudo es evidente. Quizá el cuerpo es tejido y el tejido son cueros; quizá arriba es abajo, abajo arriba, y Occidente se fue de vacaciones al Oriente, donde encontró una vida mejor.
La treta funciona si y solo si es mediada por la secreta connivencia del pueblo. Žižek está en lo correcto: ya nadie cree en la democracia y a nadie le importa, seguimos jugando el juego como por inercia, como si fuera la única alternativa, como si lo único que temiéramos fuera el fin del juego, la incertidumbre del vacío, con lo que, como por una dialéctica perversa, es precisamente el vacío el que se ha instalado como horizonte último de la existencia humana.
Hemos renunciado a la excelencia que la idea cívica de la democracia requiere. La democracia contradice una idea antiquísima: ser soberano no es para cualquiera. Empero, configurar un pueblo democrático requiere, en palabras de Rousseau, nada menos que transformar la naturaleza humana, trocando el individuo por la comunidad, el poder del individuo por el poder de una mayoría ilustrada—esto es, no despótica y caprichosa, sino genuinamente preocupada por el bien común. México renunció a la virtud cívica desde el momento en que convirtió la educación en ariete político, en mito o, peor, en red de sindicatos utilizados en la práctica como grupos de choque. Sin educación, el pueblo ha sido despojado del mecanismo transformador no sólo de las condiciones económicas, sino de las perspectivas sociales, comunitarias, éticas y espirituales que elevan al ser humano por encima de la masa, es decir, que trascienden la plebs hacia el populus.
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Felizmente, los espejismos no duran para siempre. Alguien descubre siempre la trampa. Y, en ocasiones, ese alguien tiene la valentía de romper el encanto con la pura declaración de la verdad. Un niño, probablemente disgustado por el burdo espectáculo de un soberano en impúdico despliegue de sus reales intimidades, hace notar la teatralidad del momento, la burda puesta en escena que todos tratan de acompañar sin necesariamente creer. Cae el embrujo.
En las últimas dos semanas, la desnudez del rey ha comenzado a mostrarse a la vista de todos. El presidente pierde apoyo y aprobación; lo que parecía imposible colorea hoy el horizonte con tonos de esperanza. Las mujeres, las medicinas, la pandemia, el metro, la Guardia Nacional y la policía federal, Pío que no dice ni pío, la guerra contra los autónomos, la guerra contra los medios, la guerra contra los enemigos ocultos, contra la magia negra, las maledicencias, malas vibras… y hasta contra los que ayer fueron suyos; cada evento ha sido un grito—¡el rey anda desnudo!—, un clamor que exige despertar. El presidente ha sido mostrado en su estado más puro: ineptitud, resentimiento, revanchismo, amiguismo… y ha respondido con una sonrisa torcida que corona una mirada de perverso desequilibrio. El rey anda desnudo y feliz; cansado de fingir, se muestra antidemocrático, anti-instituciones, anti-establishment, anti-privilegio, anti-diferencia, en una palabra, se muestra como un hombrecillo resentido.
Infectado de displicente altanería, el pueblo responde al niño con un concierto de risas. Quizá sea eso a lo que se refiere Hannah Arendt cuando imagina esas explosiones de energía cívica. Una risa. Pues, cuando reímos, exorcizamos uno que otro demonio, recentrándonos, identificándonos nuevamente como meras personas. La seriedad no puede emerger sino después de la risa, como su contraparte. Pues la risa eterna es demencia; la seriedad eterna es aridez y muerte. Quizá por ello nos refiramos a las elecciones como fiestas cívicas, con toda la carga de alegría y seriedad que ellas conllevan; como su punto de encuentro y vértice donde la vida del ciudadano, la existencia social y el bien común convergen para soñar, como lo han hecho nuestros estudiantes estos días, con un México mejor.
Dr. Juan Pablo Aranda Vargas
Profesor Investigador UPAEP