Desarrollo humano y social
Belleza y violencia
28 abril Por: Juan Pablo Aranda Vargas
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En días pasados, Derek Chauvin fue encontrado culpable del asesinato de George Floyd. El afroamericano murió con la rodilla del policía asfixiándolo, clamando por piedad, por justicia, por debido proceso, por mínima humanidad. El caso se convirtió en uno de los puntos más álgidos del problema racista durante la presidencia de Donald Trump. La mezcla de brutalidad policiaca y racismo reencendió esa chispa que ha acompañado la historia entera del país. La primera democracia moderna en el mundo y, hasta ahora, el país más poderoso del orbe, sigue estrellándose contra el antiquísimo problema de la diferencia racial. Que sea este y no otro problema el que se convierte en variable por excelencia de la política norteamericana muestra cuán poco podemos hablar de la mentada civilizaciónque los ilustrados del siglo XVIII presumían imparable.

La barbarie se presenta una y otra vez con pieles distintas que, no obstante, siguen oliendo a prejuicio viejo, a la irracionalidad que ha preferido siempre el miedo y la desconfianza sobre la creación de puentes y el diálogo. Hace apenas unas semanas, en Cancún, la salvadoreña Victoria Esperanza Salazar moría, también, a manos de una policía barbárica, incapaz de racionalizar los medios para imponer el orden.

Más allá de la desmedida violencia ejercida por el Estado, encontramos todos los días, todo el tiempo, ejemplos de una violencia ubicua que parece dominarlo todo: por todos lados escuchamos de violaciones a la dignidad de las personas en una variedad de formas. Asimismo, la violencia ejercida por el crimen organizado parece comprometida con la incrementalidad en los medios para aterrorizar a la población y para someter a sus enemigos.

La pregunta emerge implacable: ¿Cómo llegamos aquí? ¿Cuándo la rosa de los vientos perdió sus pétalos, trocando alegremente el norte por el sur, lo elevado por lo que se esconde en las cloacas? ¿A qué mal achacar nuestra suerte, qué demoniaca criatura será responsable de la densa nube negra que se posa sobre nuestras sociedades?

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Recuerdo, aunque se hayan esfumado ya autores y títulos, haber leído alguna vez que un mundo sin belleza es mucho más que un mundo feo; es un mundo que abre sus puertas a la maldad y a la violencia. Recojamos el genio griego, que en aquel tiempo axial encontró una secreta armonía entre lo justo, lo bello y lo bueno. La contemplación de esta perfecta correspondencia es, sin lugar a dudas, utópica—es decir, ideal, no imposible—y, precisamente por ello, se mantiene hoy mismo como paradigma de perfección. Pues, para el genio griego, lo perfecto no puede ser sino justo, bello y bueno, todo al mismo tiempo.

Y, sin embargo, la realidad humana es tremendamente más modesta. Lo justo se asocia, no pocas ocasiones, con lo malo; lo bello es raras veces arrejuntado con temas relativos a la justicia. Agustín comparte este pesimismo cuando asevera en Civitate Dei, que “la capacidad de actuar con justicia y rectitud pertenece a Dios” (XVII:4). El obispo se refiere, evidentemente, a la justicia perfecta, esa que confunde y sorprende a quienes escuchan la parábola del administrador que salió a diferentes horas a contratar jornaleros y terminó pagándole lo mismo a todos (Mt 20:1-16). Vale destacar la explícita correspondencia que hace Jesús entre justicia y bondad, cuando el administrador reprime al jornalero: An oculus tuus nequam est, quia ego bonus sum? ¿Tienes envidia porque soy bueno?

La belleza es una dimensión fundamental de la existencia humana. Vivir en un espacio limpio, ordenado, estéticamente agradable, produce sentimientos de agrado, tranquilidad y armonía. Estar rodeado por la belleza natural, tener la capacidad de andar en espacios abiertos y respirar un aire limpio con olor a hierba; todo esto no es aburguesamiento comodino, sino la condición natural del hombre, su íntimo anhelo de belleza y armonía. De la misma forma que el cerebro busca siempre orden, incluso cayendo a veces en errores, el ser humano busca la armonía de la belleza, contenida por completo ya desde el momento de la creación: Viditque Deus cuncta, quae fecit, et ecce erant valde bona; Dios miró su creación, y vio que era muy buena (Gn 1:31).

Vivir entre escombro, saturados del gris del concreto que quema la piel y las retinas, sin árboles ni flores ni colores, en medio de olor a basura y suciedad, todo ello empuja al ser humano a actitudes de agresión. Uno es más brusco, menos paciente, más violento, en ambientes cargados de fealdad.

Esta relación entre belleza/bondad, fealdad/maldad es brillantemente descrita en El Retrato de Dorian Gray de Wilde. La fealdad que se anida en lo más íntimo de Gray es cuidadosamente escondida, disimulada en un retrato que muestra la realidad de su espíritu: a la superficial belleza que sugiere una bondad (que no lo es, pero que, rousseaunianamente, parece) le corresponde un espíritu perverso y corrompido que sólo puede ser descrito como suprema fealdad.

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Que la violencia que azota actualmente nuestro mundo es multicausal es evidente. Sería absurdo tratar de achacar la barbarización del planeta únicamente a la retirada de la belleza (y su absoluta relativización, por ejemplo, en el arte) del mundo. Sin embargo, parece sensato aducir que la belleza es una poderosa herramienta para la ilustración humana. No es casualidad que las épocas de oro de la humanidad han quedado bellamente plasmadas en monumentales obras de arte. Algo hemos perdido en el abandono del arte y la belleza; cuando decidimos afear los espacios públicos con publicidad, saturando aquello que es de todos con pegostes privados, la belleza abandonó las calles, dejando su lugar al consumo, el confort y la ganancia. Nadie imaginaría la Fontana di Trevi de Roma pintarrajeada con letreros de Adidas o Nike; nos horrorizaría ver las majestuosas pirámides de Egipto cubiertas con carteles de Tiffany y Cartier. Y, sin embargo, no existe de nuestra parte un esfuerzo concreto por hacer más bellos los espacios que habitamos.

Quizá sea el hecho de que no hemos aprendido a vivir en armonía con la belleza parte del problema de que no hayamos sido todavía capaces de aprender a encontrar la belleza en las diversas manifestaciones de lo humano. Quizá ahí encontremos una posible explicación de ese barbárico impulso racista o clasista, que ve en el negro o en el indígena o en el distinto nada más que peligro, fealdad y amenaza.

Un mundo sin belleza es un mundo triste; la belleza no es, nunca, monolítica y uniforme, sino diversa, munificente, sobreabundante. La belleza es hermana de la justicia y de la bondad, pues todas ellas apuntan igualmente a un Dios que es toda bondad, toda justicia y toda belleza.

Dr. Juan Pablo Aranda Vargas
Profesor Investigador
UPAEP

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