Desarrollo humano y social
Democracia, justicia y verdad
15 abril Por: Juan Pablo Aranda Vargas
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En mi entrega pasada (https://bit.ly/31Vfw6z) discutía la definición lefordiana de la democracia, según la cual dicho régimen se caracteriza porque el lugar de poder está vacío. Detrás de esta contestabilidad y contingencia absolutas de todo postulado, ideología o norma, se encuentra una distinción también fundamental para la democracia, a saber, aquella entre lo justo y lo bueno.

Ciertamente, se engaña quien piense que un régimen político puede prescindir por completo de un fundamento moral—como lo atestigua, por ejemplo, el extraordinario debate sostenido, en 2004, entre Jürgen Habermas y Joseph Ratzinger—, pues el acto por el cual se funda lo social, como advierte Lefort, implica necesariamente la configuración de un espacio de inteligibilidad, esto es, de discernimiento entre lo bueno y lo malo, lo justo y lo injusto, lo bello y lo feo, lo normal y lo anormal, etcétera. En este sentido, siguiendo a Foucault, la delimitación de todo espacio humano revela, ya desde su origen, una red de dispositivos a través de los cuales el poder configura ciertas subjetividades al tiempo que censura otras.

Lo anterior no es óbice para considerar que la democracia busca presentarse a sí misma como régimen postfundacional (Habermas), en el sentido de que no requiere de determinado argumento moral para generar la base de justificación del régimen. Podría decirse que los derechos humanos constituyen un argumento de ese tipo, pero Habermas respondería alegando que estos no son tales, sino más bien las condiciones de posibilidad para la existencia del ideal comunicativo que, a su vez, sirve como mecanismo último de legitimación del poder.

Si la democracia, por ende, rechaza cualquier tipo de apalancamiento en un postulado moral inamovible—es decir, exento de la lógica deliberativa—entonces se sigue que la democracia proclama la primacía política de lo justo sobre lo bueno, así como el envío del último al ámbito de la sociedad civil (¡que no al mero arbitrio de Narciso!). En democracia, lo que dice la ley no es, necesaria ni lógicamente, idéntico a lo bueno. La ley busca reflejar determinado consenso alcanzado aquí ahora respecto de un problema social. El contenido de una ley, por ende, no debe entenderse como un juicio sobre la moralidad de un acto. Pensemos, por ejemplo, en la despenalización de la mariguana: la propuesta no implica, necesariamente, un juicio sobre la bondad o conveniencia del uso de dicha sustancia, sino más bien la consideración de que dicho uso—sea encomiable o condenable en términos morales—no constituye un delito.

Ahora bien, que lo bueno no es un asunto del cual se ocupa la democracia no implica que esta, en tanto que forma de organización social, renuncie a la pregunta por la verdad. Lo contrario es cierto: consciente de que un régimen caracterizado por la libertad de los ciudadanos produce, ineluctablemente, un cuerpo social plural, la democracia renuncia a determinar lo bueno desde lo político, esto es, en la forma de actos de gobierno, legislativos o judiciales. Al subsumir el problema de lo bueno (que presupone la pregunta por la verdad) dentro de la esfera de la sociedad civil, la democracia reconoce el valor moral de los ciudadanos, su independencia respecto del poder político, así como su condición de sujetos libres, iguales y capaces de argumentar racionalmente. Es, precisamente, el valor de la persona lo que impone límites a un régimen de libertades al tiempo que reubica dicha responsabilidad hacia la ciudadanía.

Contra este ideal militan hoy dos movimientos, ambos caracterizados por el rechazo de la racionalidad y la promoción de posturas extremas; uno, hijo de la era de la posverdad, mientras que el otro se erige paladín ultrarreaccionario que pretende defender la verdad como algo que se posee y que uno puede restregar en la cara del otro.

El primer lastre lo constituyen aquellos que han renunciado a la posibilidad misma de hacer juicios de valor. Escondiéndose bajo la simulación de un respeto extremo por el otro, por la irreductibilidad del otro y su derecho inalienable a ser sí mismo, se pretende hoy que no existen criterios racionales para realizar juicio de valor alguno, con lo cual la única actitud posible es la de una transigencia absoluta. Todo se vale, pues, en el fondo, nada vale (intrínseca, o auténticamente). La renuncia a la posibilidad de hacer juicios de valor reduce la sociedad a una jungla donde, desterrada la posibilidad de distinguir entre proceso o retroceso, arriba o abajo, en frente o detrás, la capacidad de hacer violencia termina convirtiéndose en el último depósito de autoridad. Contra esta forma de relativismo, las palabras de Charles Taylor suenan urgentes:

Tiene sentido exigir como una cuestión de derecho que abordemos el estudio de ciertas culturas con una presunción de su valor... Pero no tiene sentido exigir como una cuestión de derecho que arribemos necesariamentea un juicio final que afirme que su valor es grande, o igual a otros... Una vez examinada, puede ser que encontremos algo de gran valor en dicha cultura, o que no lo hallemos. (Multiculturalism, 68, énfasis mío).

El segundo lastre se presenta como defensor implacable de la verdad. Los paladines de este grupo arremeten contra todo lo que suena a subjetividad, creatividad y reforma, y buscan enterrarlo en el cementerio de la arrogancia humana. La virulenta reacción contra el relativismo comparte con su enemigo la misma pulsión irracionalista: lejos de defender una verdad razonada, esa nueva cofradía de inquisidores repite mantras sin entenderlos, vistiendo sus prejuicios con el manto de lo autoevidente, degradando a quien se le opone al nivel de mal radical, de enemigo con quien ningún diálogo puede entablarse. Contra una visión sistémica y balanceada, el grupo adopta una postura radicalmente monotemática, convirtiendo un tema en el engrane que hace mover toda la maquinaria. Estados Unidos demostró este tipo de irracionalismo en la elección presidencial pasada, cuando muchos apoyaron irreflexivamente al candidato republicano solamente basados en su postura frente al aborto, haciendo de lado cualquier otra consideración, como el cambio climático, la comunidad internacional, el desarme nuclear, etcétera. El peligro de un radicalismo (las más veces monotemático) es que se pretende capturar la realidad en un frasco, haciendo que la abrumadora complejidad de la existencia humana converja forzosamente y se mueva en función de ese punto que hace girar todo lo demás.

Contra este radicalismo que niega la verdad (ya no como anemia, sino como metástasis), debemos reconocer, primero, que la relación del ser humano con la verdad es receptiva. Los seres humanos no producimos, ni descubrimos la verdad última de la existencia, sino que es la Verdad la que nos sale al paso, interpelándonos; e, incluso cuando hemos sido interpelados por la verdad, ella nunca puede ser capturada o aprisionada, sino que se presenta siempre como relación personal, con toda la carga de imprevisibilidad, novedad y progreso que supone cualquier relación de este tipo. La sabiduría de Agustín es fundamental a este respecto, llamándonos a un reconocimiento humilde de nuestra limitada condición: Si enim comprehendis, non est Deus. Sit pia confessio ignorantiae magis, quam temeraria professio scientiae [Si lo comprendes, entonces no es Dios. Hagamos una piadosa confesión de ignorancia, antes que una temeraria profesión de ciencia].

Dr. Juan Pablo Aranda Vargas.
Profesor Investigador
UPAEP

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