En general, como hasta hoy hemos visto, no es fácil hablar de la posición social de la mujer en la Antigüedad debido a la falta de fuentes que expresamente se interesen por el tema. Además, en caso de encontrar información, será en todo caso la que atañe a las mujeres de las clases sociales más encumbradas, lo cual es en general la situación que encontramos si pretendemos hacer una historia social de dicha época y de casi todas. Esta focalización en ciertas capas sociales comenzará a cambiar recién desde finales del siglo XIX y, con mayor fuerza, desde la segunda mitad del XX, cuando empieza a surgir, con mayor fuerza, un interés por la gente de los estratos sociales más desprotegidos y, por lo mismo, tradicionalmente más olvidados.
Otro punto que no debemos olvidar es la diferencia entre un pueblo y otro, entre una cultura y otra, en una comparación sincrónica, es decir, en correspondencia temporal. Aunque pueda haber algunos puntos de diferencia entre la posición de la mujer en sociedades distintas, hay algunas constantes: por lo general, las mujeres tienen en esa época vetado el camino hacia la participación política, hacia la toma de decisiones. No hubo ninguna emperatriz en Roma, ni ninguna estratega en Grecia (sólo en el mundo de la fantasía de las amazonas), aunque sí hubo reinas en otras latitudes, como en Egipto. Hay otra constante: la mujer no necesitaba, en muchos casos, sentarse ella misma en el trono para gobernar de facto. Así, las amantes, las esposas, las “acompañantes” (“hetairas” o “heteras”) podían llegar a convertirse en poderosas consejeras, regentes o en el verdadero poder tras el trono. Las hetairas, por ejemplo, a diferencia de la inmensa mayoría de las mujeres en la Hélade, recibían una educación refinada en diversas ciencias y artes, eran capaces de tocar instrumentos musicales y de sostener elegantes discusiones, además de gozar de independencia económica y de un gran poder social, pues sus opiniones eran muy respetadas.
Hay algunos cambios notables en la Edad Media, producto, por regla general, de la influencia del cristianismo. No es poca cosa que la persona humana situada en la cúspide de las creencias, de la veneración, de la admiración y del amor de los cristianos sea precisamente una mujer, la “Theotokos”, la “Dei Genitrix” o “Deipara”: María, la Madre de Dios. Esto trajo consigo una reconfiguración de la visión de la dignidad de la mujer, igual, al menos teológicamente, a la del varón, como vemos en la historia de la Creación en siete días (bueno, seis, el séptimo fue de descanso), en la que ambos aparecen, cosa inusitada en cualquier religión contemporánea al texto bíblico (siglo VI. a. C.), como creados “a imagen y semejanza de Dios”.
Sin embargo, en la práctica, la mujer siguió estando lejos, muy lejos de una igualdad social, política y económica frente al varón. De todas maneras, en ese periodo tan largo de la Edad Media (aproximadamente del año 500 al 1500) hubo mujeres verdaderamente excepcionales, como la (¿monja?) Egeria (o Aetheria), quien peregrinó a Jerusalén en el siglo IV, posiblemente desde el norte de España, redactando uno de los informes de viaje más antiguos que conocemos. O como Eleonor de Aquitania, en el siglo XII, la mujer más rica y poderosa de su época. Madre de reyes, esposa primero del rey de Francia y luego del de Inglaterra, impulsora del arte de los trovadores y después del de los troveros, fue quien llevó la cultura del vino a tierras inglesas, en donde se consumía sobre todo cerveza (la cerveza es cerveza, pero el vino es cultura, como mis cuatro fieles y amables lectores gustan proclamar). Mujer de una cultura amplísima, fue madre de Ricardo Corazón de León y del inútil Juan sin Tierra.
Podemos consignar también a la célebre Santa Hildegarda de Bingen, contemporánea de Eleonor. Fue vista incluso por la Iglesia de su tiempo como profetisa, fue aceptada –cosa inusual, por tratarse de una monja de clausura- como predicadora y consejera; fue autora de numerosos textos que gozaron de enorme estimación e incluso compuso muchas obras de música, que siguen siendo objeto de admiración hasta nuestros días. Es considerada como la fundadora de la “Historia Natural”.
Y allí está una nieta de Eleonor: la reina Blanca de Castilla, mujer admirable, madre de San Luis IX rey de Francia, regente del reino y benefactora de la Iglesia. También debemos mencionar a Santa Catalina de Siena, dominica, doctora de la iglesia y una de las más grandes místicas del siglo XIV. Fue una de las artífices más determinantes para lograr el regreso a Roma de la curia papal, después del llamado “Exilio de Aviñón”, durante el cual siete papas residieron en aquella ciudad, perteneciente en esa época a los Estados Pontificios, pero que estaba bajo una fuerte influencia de la corona francesa.
A finales de la Edad Media está la figura gigantesca de Santa Juana de Arco y, en el siglo XVI, un personaje desafortunadamente muy mentado, pero poco comprendido y hasta nuestros días mal valorado: una mujer dotada de una preclara inteligencia, de una agudeza notable y de una audacia singular. Nos referimos a Doña Marina, Malintzin, o, con una injusta connotación peyorativa, “la Malinche”. Consejera, diplomática, asesora, intérprete, protagonista del naciente mestizaje, es una de las figuras más importantes de la historia de México, por lo que es incomprensible que no se le haya estudiado más y aún no se haya limpiado su nombre de todas las tonterías que sobre ella se dicen.
En épocas más recientes también aparecen muchísimas mujeres de enorme peso en diversas disciplinas, pero cuya historia no se conoce. De manera increíble, parece que la causa principal de este olvido sigue siendo que la historia la escribieron varones, durante muchos siglos, incluso milenios. Así, tenemos que, en el siglo XVII, por ejemplo, existieron en Italia dos compositoras de excelsa calidad: Francesca Caccini (hija de un compositor que sí aparece en los libros de historia, Giulio Caccini) y Barbara Strozzi. La primera, además de haber sido maestra de música, cantante y poetisa, fue, al parecer, la primera mujer en escribir una ópera. La segunda desarrolló las mismas actividades, pero además se convirtió en una de las mujeres más ricas e influyentes en Venecia, su ciudad natal. Son dos mujeres cuyas obras deberían estar en el repertorio de conciertos y en los libros de historia, pero que se han topado con la desventaja de ser mujer. Increíble…
Otra mujer que tuvo que luchar a brazo partido contra un mundo dominado por los varones fue la gran pintora Artemisia Gentileschi, también del siglo XVII. Estas tres mujeres italianas que hemos mencionado tuvieron gran fama internacional en su época y visitaron muchos países europeos.
No podemos seguir enumerando mujeres famosas o excepcionales, puesto que necesitaríamos muchísimas páginas. Encontramos desde científicas (como Maria Salomea Sklodowska-Curie) hasta aviadoras de gran renombre (como Amelia Earhart), pasando por poetisas (como Sor Juana) o filósofas (como Hannah Arendt). Todas ellas, además de ser admirables por lo que hicieron, merecen aún mayor reconocimiento porque lo lograron teniendo que vencer las desventajas que les representaba destacar en un mundo dominado por varones.
¿Cuántas mujeres hubiesen podido hacer algo grande, pero fueron doblegadas por un entorno hostil? Nunca lo podremos saber, pero vienen a la memoria, como ejemplos, dos mujeres talentosísimas, ambas en el mundo de la música: Fanny Mendelssohn, hermana del famoso Felix, del mismo apellido, y Maria Anna Mozart, “Nannerl”, hermana del gran Wolfgang Amadeus. Ambas no pudieron desarrollar sus enormes facultades para la música y tuvieron que seguir obedientemente su destino de casarse y dedicarse a las labores del hogar. Esto al parecer no le agradaba mucho al hermano de Nannerl, quien le escribió unos pequeños consejos en verso cuando ella se casó, que terminan con estas consoladoras palabras:
“Cuando tu esposo te muestre mala cara,
Cosa que tú no creas merecer,
…
Dile: “Señor, cúmplase tu voluntad de día,
Pero de noche, hágase la mía.”
Dr. Herminio S. de la Barquera A. Decano de Ciencias Sociales UPAEP |