Desarrollo humano y social
Mujeres, mujeres… (Segunda parte)
23 marzo Por: Herminio Sánchez de la Barquera Arroyo
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En la antigua Roma, los niños de familias ricas, incluidas las niñas, podían asistir a la escuela, a diferencia de los niños pobres. Generalmente, las familias de más recursos tenían maestros propios, para que enseñaran a los niños en casa lo más importante: saber leer, escribir y contar. Los más reputados maestros para ello eran generalmente esclavos griegos, sumamente cotizados y apreciados. A los once años, las niñas abandonaban la escuela y se dedicaban a prepararse para ser amas de casa y madres, por lo que aprendían a hilar y a tejer, actividades que se consideraban nobles y elegantes. A los siete años, las niñas podían comprometerse en matrimonio, obviamente por iniciativa de los padres; en la ceremonia que para el efecto se realizaba, el prometido le colocaba un anillo en el dedo anular de la mano derecha. El anillo de matrimonio, por el contrario, se colocaba en el anular de la izquierda, pues se creía que había una conexión entre dichos dedos y el corazón. Esta costumbre de colocar los anillos principalmente en el dedo “anular” continúa hasta nuestros días en muchos países.

Las muchachas podían casarse desde los 12 años, que es cuando se consideraba a las niñas como mayores de edad, dos años antes que los muchachos. En la ceremonia de la boda, las niñas vestían una túnica blanca, encima una capa amarilla y un velo rojo encendido; al llegar a su futura casa, el esposo cargaba a su esposa a través del umbral de la puerta. El divorcio estaba muy difundido, aunque no siempre se practicó de manera similar. Así, en los principios de la República (siglo VI a. C.), sólo el varón podía iniciar un divorcio. Simplemente pronunciaba frente a su esposa las palabras “¡Toma tus cosas y márchate!”, y la mujer tenía que abandonar la casa. Bajo el imperio de Augusto se introdujeron normas para dificultar el divorcio, aunque la mujer seguía estando en desventaja: se procedía al divorcio en caso de que la mujer no tuviese hijos (aunque hoy sabemos que esto podía deberse también a problemas no atribuibles a la mujer), si hubiese cometido adulterio o que la descubrieran haciendo venenos. Por parte de la mujer, sólo podía pedir el divorcio si su esposo era sospechoso de asesinato o de robo.

Como ya hemos comentado en nuestra colaboración de la semana pasada, el problema principal para analizar el papel de la mujer en la Antigüedad es la falta de fuentes que se preocupen por documentar su vida, sus problemas y sus afanes. Por eso casi no tenemos información sobre las mujeres, y mucho menos sobre las mujeres de las capas sociales más desprotegidas. De todas maneras, con lo poco que tenemos a la mano podemos afirmar que la posición social de las mujeres libres en Roma se diferenciaba mucho de lo que ocurría en otras sociedades de la época, pues tenían más posibilidades de participar en la vida social, al contrario de lo que pasaba en las ciudades griegas, por ejemplo. Las mujeres romanas podían llevar una vida relativamente independiente, aunque tenían algunos obstáculos para participar en negocios. Claro que hay que señalar que en esto no se diferenciaban mucho de la mayoría de los varones.

En lo que sí se distinguían, en franca desventaja, es que las mujeres no tenían derechos que fuesen más allá de su propia persona, es decir, no podían ser tutoras ni avales de nadie, no podían participar en las decisiones políticas ni ocupar puestos o cargos públicos. La posición social de la mujer dependía de manera muy marcada por el rango social de su familia, por lo que las esclavas no tenían derechos de ningún tipo. Es por esto que las ciencias históricas, cuando se han enfocado en Roma, sólo han tratado de la historia determinada, actuada y escrita por los varones; recién desde hace unas cuantas décadas se ha ido concediendo cada vez más interés y atención al papel de las mujeres en la Antigüedad.

Además, es muy fácil decir “la Antigüedad”, pero se trata, con esta denominación, de muchos siglos de historia, por lo que no es fácil hablar fácilmente de lo que acontecía con las mujeres en la sociedad y en el derecho en Roma, cuya historia abarca más de mil años entre la fundación y el ocaso; durante los siglos II y IV d. C. hubo muchos cambios, que tenemos más o menos bien documentados. A grandes rasgos, diremos que la situación de las fuentes en lo que atañe a las mujeres es muy escasa en los orígenes y más confiable en la llamada “Antigüedad clásica”, o sea, durante los últimos años de la República y los primeros años del Principado o Imperio.

Algo muy interesante que encontramos al hablar de la Antigüedad grecolatina es considerar el papel de la mujer en la mitología. En efecto, si vemos cómo eran la relación y el comportamiento entre las diosas y los dioses, es notable la independencia y la soltura con que las diosas se mueven en el Olimpo y en donde sea. Son capaces de actuar en contra de otros dioses, de desencadenar guerras entre los hombres, de imponer su voluntad no siempre de manera muy femenina, de hacer cumplir sus caprichos con toda energía, de cobrar venganza, de entablar terribles pleitos contra otras diosas, de tomar partido violentamente en contra de otros dioses (y, sobre todo, de otras diosas), de engañar al marido con toda tranquilidad, etc. Pero también pueden ser dulces y afables, generosas y buenas con la raza humana, cariñosas y justas, femeninas y maternales.

Curiosamente, esta igualdad entre diosas y dioses en la mitología de griegos y romanos no se refleja de ninguna manera en el mundo de los hombres, en donde la preponderancia del varón era evidente, por mucho que los ejemplos de las mujeres espartanas y de algunos aspectos de la vida de las romanas puedan ser positivos en algunos cuantos aspectos. Es decir, la forma en que se conducían las diosas y los dioses entre sí no se tomaba como ejemplo o como modelo para la vida de los mortales. Sí, es cierto: hay figuras masculinas preponderantes en el panteón grecolatino, como Zeus / Júpiter o Hades / Plutón, pero sus respectivas esposas (Hera / Juno y Perséfone / Proserpina) también sabían hacerse escuchar y obedecer y tenían habilidades consumadas para hacerles la vida pesada a sus nada ejemplares cónyuges.

En lo que atañe a las mujeres entre los celtas o galos, nos encontramos ante el mismo problema que hemos mencionado arriba: la ausencia de fuentes confiables. Por un lado, conocemos grandes personalidades femeninas en la historia y en la mitología celtas, pero por otro, sabemos que su posición real en las numerosísimas tribus celtas estaba social y jurídicamente muy acotada en un mundo en donde los varones dominaban. Sin embargo, si atendemos a lo que pasaba en el matrimonio y en los derechos de herencia, las mujeres galas estaban mejor posicionadas que las mujeres griegas y romanas. En ciertos casos de emergencia, sabemos incluso que hubo guerreras celtas que guiaron a sus pueblos en el campo de batalla, como la reina guerra Boudica (siglo I d. C.), y en grandes movimientos migratorios, como la legendaria Onomaris, de quien no tenemos datos históricos. Pero no tenemos ningún sustento histórico para afirmar que haya habido una especie de matriarcado celta, como afirmaron algunos autores románticos de los siglos XVIII y XIX y algunos feministas del XX.

Como, en promedio, las mujeres celtas medían 1.55 m y los hombres romanos 1.50 m en los primeros siglos de nuestra era, es comprensible que los autores romanos afirmen que las mujeres celtas fuesen de gran estatura, lo que las convertía, dado el caso, en temibles guerreras. Lo que no podemos dudar es que la mujer celta, de la estatura que fuese, estuvo en el centro del interés amoroso de los poetas. Y su eventual desdén hacia algún admirador desafortunado lo canta un proverbio irlandés que sobrevivió hasta bien entrada la Edad Media:

“is ó mhnáibh do gabar rath nó amhrath” (“Son las mujeres las que nos traen la fortuna o la desdicha”).

Dr. Herminio S. de la Barquera A.
Decano de Ciencias Sociales
UPAEP

 

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