En esta ocasión no hablaremos de política, ni de destrucción de instituciones, populismos, ni del aparentemente cada vez más cercano colapso de nuestra democracia, ni de partidos de oposición irresponsables e inútiles, ni de historia patria, ni de “otros datos”, ni de historiadores despistados que acabaron, para calamidad de todos, siendo presidentes aún más despistados. Nos refugiaremos mejor en un tema de interés cultural y más agradable: pergeñemos una breve historia de nuestro calendario, que heredamos de la antigua Roma, aprovechando que estamos iniciando el mes de Marzo, en el que dicho calendario comenzaba.
Seguramente, el calendario que utilizaban los antiguos romanos se originó en Grecia. Se trataba de un calendario lunar compuesto por diez meses, seis de los cuales tenían 31 días y los cuatro restantes tenían 30 cada uno, por lo que el año tenía, al final, 306 días. En el siglo VII a. C. se agregaron dos meses más. Etimológicamente, la palabra “calendario” proviene de la palabra latina “kalendae”, que a su vez procede de un ritual de llamada o invocación (“kalo”) a la diosa lunar Iuno Covella (Iuno es la esposa de Iupiter, pero la etimología de “Covella” sigue sin aclararse). Esta palabra (“kalendae”) es extraña por dos razones: sólo se emplea en plural (y no “kalenda”), es decir, es un “Pluraletantum” (como en español la palabra “vacaciones”), y es una de las muy pocas palabras que en latín se escriben con “k”. “Kalendarium” significa, entonces, “lista o registro de kalendae”.
¿Y para qué se usaba dicha palabra? Cada mes tenía tres fechas fijas para tres días de descanso: el primer día se llamaba precisamente “kalendae”; el quinto o séptimo se llamaban “nonae”, los días 13 o 15 eran “idus”. Los demás días se contaban a partir de estos tres. Así, por ejemplo, el primer día de Enero era “Kalendae Ianuarii”; el 9 de Mayo sería “siete días hasta el idus de Mayo”. El día de inicio de la cuenta se incluía también, como seguimos haciéndolo en español (no decimos “faltan 14 días”, sino “faltan 15 días”). Estos días fijos se referían a las fases de la luna: Kalendae: luna nueva; Idus: luna llena; Nonae: cuarto creciente o menguante.
El año romano comenzaba en Marzo (“Martius”), el mes consagrado al dios de la guerra: Marte. Por eso, también en este mes comenzaban las campañas militares, después del invierno. Además, si contamos desde Marzo, los nombres de los meses entre Septiembre y Diciembre cobran sentido: del séptimo (“septem”) al décimo (“decem”) mes. El decimoprimer mes (“Ianuarius”) estaba dedicado al dios de dos rostros Ianus, el dios de los umbrales y de las puertas, del principio y del fin, sin correspondiente en la mitología griega; y el décimo segundo, “Februarius”, era el mes de las purificaciones, pues en ese mes se llevaban a cabo unas fiestas en las que se azotaba a la gente (sobre todo a las mujeres) con unas tiras de piel llamadas “februa”, con fines de purificación, para propiciar la fertilidad femenina y facilitar el parto.
En el año 153 a. C. ocurrieron algunas reformas en la vida política y en el calendario en Roma, pues a partir de ese año se instituyó que los cónsules tomaran posesión de su cargo el primer día de Enero. Como consecuencia, paulatinamente, el inicio del año nuevo se pasó del 1° de Marzo al 1° de Enero, lo que provocó mucho desorden. El caos en el calendario romano llevó a Voltaire, en el siglo XVIII, a decir con sarcasmo: “Los ejércitos romanos siempre vencían, pero nunca sabían en qué día”. Este desorden llevó a Julio César, quien había conocido el calendario solar en Egipto (aunque conoció cosas más interesantes en y con Cleopatra), a encargarle al astrónomo griego Sosígenes de Alejandría que reformara el calendario romano, que después se llamaría “Calendario Juliano” en honor al dictador. Este nuevo calendario entró en vigor en todo el Imperio en el año 46 a. C. Sosígenes fijó, con increíble precisión, la duración del año en 365.25 días, con un mínimo error absoluto de 11 minutos y 9 segundos al año. Para corregir el error, cada tres años de 365 días se introducía uno de 366, el llamado “año bisiesto” (del latín “bis sextus dies ante calendas martii”: “repetido el sexto día antes del primer día de Marzo”, es decir, un día extra que se intercalaba entre el 23 y el 24 de Febrero).
Los nombres de los meses siguieron siendo los mismos, aunque los nombres del séptimo mes “Septiembre” y de los siguientes ya no tenían sentido, pues ahora eran ya el noveno hasta el duodécimo, como hasta nuestros días. Pero en el año 44 a. C., el senado romano decidió, como homenaje póstumo a Julio César, cambiarle el nombre al mes “Quintilis”, “el quinto”, por “Julius”, por ser el mes en el que el asesinado militar había nacido. Y poco después, el sexto mes (“Sextilis”), mes de nacimiento de César Augusto, también vio cambiado su nombre. Nacieron, entonces, las denominaciones “Julio” y “Agosto”.
Pero había un problemilla: el quinto mes tenía 31 días, y el mes de Agosto sólo 30. Y eso no podía ser: ambos debían ser igualmente largos, para no ofender al emperador César Augusto, así que todo se trastocó: en lugar de meses de 31 días alternándose con meses de 30, de pronto había dos juntos de 31: Julio y Agosto, y entonces tuvieron que cambiarle también el número a Septiembre, Octubre, Noviembre y Diciembre, que originalmente tenían 31, 30, 31 y 30 días, respectivamente. A Febrero le quitaron el día que le añadieron a Agosto. Se ve que a los romanos les encantaba el caos en el calendario… Y el objetivo de Sosígenes, de alternar meses de 30 días con meses de 31, se perdió desde entonces, como sigue ocurriendo en nuestro moderno calendario, en el que dos veces están juntos meses de 31 días: Diciembre y Enero, y Julio y Agosto.
En el año 325 d. C., el Concilio de Nicea resolvió tomar el calendario juliano como base para el calendario litúrgico cristiano. Sin embargo, el año comenzaba en diferente día en cada región del Imperio: por ejemplo, en Egipto comenzaba el 29 de Agosto; por eso es que la Iglesia Copta inicia el año, hasta nuestros días, en esa fecha. En Constantinopla se manejaba como inicio del año el 1° de Septiembre, por lo que el Imperio Ruso, hasta el año 1700, lo celebraba en ese día.
Durante la Edad Media, en algunos lugares el año comenzaba el 25 de Diciembre (Navidad), o el 1° de Enero (Día de la circuncisión del Señor), o el 25 de Marzo (festividad de la Anunciación), o el Domingo de Pascua. En el siglo XIII se comienza a apreciar un paulatino movimiento en dirección a declarar al 1° de Enero como inicio de cada año.
Sin embargo, con el paso del tiempo, el pequeño error en el calendario juliano ya se notaba, pues se iba acumulando: hacia el siglo XIV ya eran más de 7 días de diferencia. Como las distintas iglesias católicas locales no se ponían de acuerdo, una reforma, tan necesaria, no se podía llevar a cabo. Sin embargo, en el siglo XVI el papa Gregorio XIII vio que las condiciones eran ya las adecuadas, por lo que en 1582 logró poner en marcha la tan ansiada reforma al calendario. Así que, para salvar la diferencia que seguía creciendo, después del jueves 4 de Octubre de 1582 siguió el viernes 15 de Octubre del mismo año. Con esto se anuló la diferencia que había entre la naturaleza y el calendario. Con esta reforma nació el “calendario gregoriano”, que también incorporó algunos ajustes en los años bisiestos, para ser más exacto que el juliano.
Los países europeos (católicos y no católicos) fueron adoptando este calendario poco a poco, entre 1582 (Italia, España, Francia…) y 1753 (Suecia). En el siglo XIX siguieron Japón, Bulgaria, Turquía y Rumania. En Rusia, en 1918 se comenzó a distinguir entre el “estilo antiguo” (calendario juliano) y el “estilo nuevo” (calendario gregoriano). Por eso es que la “Revolución de Octubre” (según el calendario juliano, vigente en la Rusia zarista), para ellos ocurrió el 25 de Octubre de 1917, pero realmente ocurrió el 7 de Noviembre de ese año en nuestro calendario gregoriano.
Si mis amables y fieles cuatro lectores acabaron de leer este texto más confundidos que como lo comenzaron, entonces es culpa de los romanos, sólo de ellos. Y eso que no les conté lo que los sacerdotes hacían para hacer ajustes en las fechas del complicado ceremonial imperial. Roma sin duda fue una admirable civilización, pero a veces pareciera que buscaban el camino más difícil: con su caos casi permanente en el calendario, con su sistema de numeración tan impráctico (traten mis amables lectores de dividir CLXIX entre IX) y con la forma tan complicada de estructurar los nombres propios de personas (“tria nomina”), los romanos realmente pueden volver loco a cualquiera. ¡Qué bueno que no heredamos esos detallitos!
Dr. Herminio S. de la Barquera A. Decano de Ciencias Sociales UPAEP |