Sentimos ese incómodo cosquilleo en las manos húmedas, segundos antes de acercarnos a la ventanilla donde, desprovisto de emoción alguna y cargando lo que aparenta siglos de tedium vitae, un burócrata nos espera impaciente y quisquilloso; sentimos pánico frente a la paradójica presencia de esa autoridad que está sin estarlo, esa presencia que es acaso representación y fantasmagoría de un aplastante poder anónimo; sentimos una fuerte náusea al ser atendidos por una contestadora automática cuya letanía circular ahonda la profundidad del agujero de Alicia antes que ayudarnos a resolver nuestro problema; nos aplasta el peso de la extrañeza cuando desfilamos como ganado por las filas de migración, preparando nuestra mejor sonrisa para el agente, también sin rostro, que decidirá en unos cuantos segundos si somos dignos o no de pisar suelo extranjero, si somos enemigos potenciales o turistas. La desesperante impotencia estriba, al final, en saber que, diga lo que diga esta particularísima sombra gris que me juzga a través de su mirada perdida, cualquier negativa me arrojará al abismo del silencio administrativo, al proceso kafkiano donde las preguntas se resbalan en el palo encebado del laberinto de las formas sin materia. Aquel burócrata no tendrá que dar razón de su decisión, por ridícula y estulta que esta sea. La resolución estará cargada de un impersonalismo híper-procedimentalizado que erradicará cualquier elemento humano. El juicio de Arendt es lapidario: “la burocracia es el gobierno de un intrincado sistema de burós en el que ningún hombre, ni el uno ni el mejor, ni los pocos ni los muchos, puede ser tenido por responsable; es un gobierno que podría ser propiamente llamado gobierno de Nadie” (On Violence, 38).
La contradicción en la que vivimos es quizá tan ubicua y asfixiante que hemos llegado a no ser conscientes de ella. Por un lado, somos herederos de movimientos históricos que, a lo largo de varios siglos, consolidaron una civilización fundada sobre el concepto de la dignidad de la persona, sus derechos y su carácter único y auténtico; una tradición que resalta la inviolabilidad del yo, la obligación de tratar a cada uno como fin en sí mismo y nunca como un medio. Y, sin embargo, por todos lados asistimos a la radical reificación de lo humano, a su reducción a número, a cifra, a enésima repetición de un molde sin rostro: como consumidores, como aplicantes (o suplicantes), como clientes… En el fondo, la despersonalización que se opera ya sea a través de estructuras burocráticas que disfrazan de universalismo formalista la muerte del criterio y el sentido común, o bien por medio de un sistema de mercado omnímodo en el que la homologación de necesidades emerge como requisito básico de eficiencia, esa despersonalización arroja, al final, un lamentable déficit de auténtica humanidad.
Tanto Platón como Marx eran conscientes del problema de esta opresión inconsciente. En el famoso libro séptimo de su República, el primero describe la ignorancia como status quo, como realidad íntima, como lo familiar. La vida inauténtica es, para Platón, la norma; el filósofo es ese raro animal que ha sido liberado de la cueva y se ha dejado tocar por el resplandor de la verdad… es el loco, el hombre justo que regresa a la caverna para acabar crucificado (cf. 362a). Para Marx, por su parte, la existencia está empañada por el opio de la ideología que desdibuja a la persona, convirtiéndola en embrutecimiento alienado, es decir, en un ser humano des-personalizado, el drama de la criatura originalmente libre que ha dejado de pertenecerse. El problema de las estructuras de opresión, desde estas dos perspectivas, es precisamente nuestra ignorancia al respecto, la normalización de un mal que asfixia el pensamiento crítico al tiempo que pudre el ambiente humano, de forma tal que hasta del sentido común terminamos dudando—¿no es, en efecto, el destierro del sentido común la característica más horríficamente generalizada de las redes sociales?
Vivir acríticamente en sociedades donde se ha normalizado la despersonalización implica, hemos dicho, vivir inauténticamente. No ser conscientes del peso aplastante de estas estructuras deshumanizadoras nada resta a su actualidad y efectividad. En todo caso, su poder se hace mayor cuanto menos se cree en ellas, cuando la opresión que acarrean se normaliza hasta convertirse en mito. A ello, precisamente, apunta Robert Klint (Kevin Spacey) en The Usual Suspects: “the greatest trick the devil ever pulled was convincing the world he didn’t exist”. No existe mayor opresión que vivir en una jaula creyendo ser libre; no hay esclavitud más perfecta que la que mantiene a los seres humanos bajo el feliz soma creado por la Matrix, esa distopia donde los seres humanos son cultivados al tiempo que viven felizmente adormecidos dentro de una ilusión—particularmente esclarecedoras son las palabras del arquitecto respecto de la imposibilidad de un mundo virtual perfecto, perversa mezcla de orwellianismo y leibnizianismo: “the first Matrix I designed was quite naturally perfect; it was a work of art, flawless, sublime, and triumph, equaled only by its monumental failure”. El problema, continúa el arquitecto, resultó ser el misterio de la libertad: “nearly ninety-nine percent of all test subjects accepted the program as long as they were given a choice, even if they were only aware of the choice at a near unconscious level”.
La ilusión de elección es, en el imaginario de The Matrix, suficiente como para garantizar docilidad. La quimera de una autenticidad alcanzada a fuerza de adquirir más y más artículos; de ser personas cuando vemos nuestro nombre estampado en un plástico que sugiere que somos algo más que cifras, que somos ciudadanos, que somos turistas, que somos especiales. Nietzsche asoma el cuello y ríe: ¿no es la reducción de la bestia humana a dócil animal de corral la más exquisita paradoja de la susodicha emancipación humana?
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Hay entre nosotros, en nuestras comunidades, en nuestras relaciones con los demás una urgencia de la dimensión personal. Cuando hablamos de una economía social, el centro es la persona humana, víctima hoy de una cultura de descarte en la que los poquísimos acaparan casi todo y la gran mayoría no tiene suficiente para sobrevivir; cuando hablamos de democracia, hacemos énfasis en el ciudadano como portador de derechos y obligaciones que le protegen de diversas formas de opresión al tiempo que le permiten construir el bien común; cuando hablamos de educación, rechazamos cualquier reduccionismo formalista, por sofisticado que sea, colocando la formación de la persona única, creativa, construida dialógicamente, en el centro, nunca un formato, una estadística, un número. Cuando amamos, es el “tú” el que ilumina la realidad toda: el otro como mi fin que, a su vez, me reconoce como su propio fin. Sólo ahí es posible comenzar a construir comunidad. En la hermosa prosa de Buber:
“Cuando, colocado en presencia de un hombre que es mí Tú, le digo la palabra fundamental, Yo-Tú, él no es ya una cosa entre las cosas, ni se compone de cosas. Este ser humano no es Él o Ella, limitado por otro Él o Ella, un punto destacado del espacio y del tiempo y fijo en la red del universo. No es un modo del ser perceptible, descriptible, un haz flojo de cualidades definidas, sino que, sin vecinos y fuera de toda conexión, él es el Tú y llena el horizonte. No es que nada exista fuera de él; pero todas las cosas viven a su luz”.
Dr. Juan Pablo Aranda Vargas. Profesor Investigador UPAEP |