Desarrollo humano y social
De héroes y villanos: Vicente Guerrero (Primera de dos partes)
24 febrero Por: Herminio Sánchez de la Barquera Arroyo
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En México tenemos una cosa curiosa llamada “Historia oficial”. No sé exactamente cómo se fue formando, pero tengo para mí que el proceso comenzó a desarrollarse con fuerza durante el gobierno de don Porfirio Díaz, con el objetivo, típico de los regímenes autoritarios, de justificarse frente a los demás. Había que trazar líneas sucesorias que ligaran al gobierno porfirista con algunos personajes y sucesos del pasado, buscando una cierta legitimación. Este fenómeno se retomó con los gobiernos posrevolucionarios y cobró bríos en el régimen de partido hegemónico que arrancó en los años 30 del siglo XX. Esta visión oficial de la historia idealizaba al pasado indígena, presentándolo como si hubiera habido en la etapa inmediata a la llegada de los europeos una especie de “patria indígena”, que sucumbiría ante los invasores oprobiosos y que después resurgiría, enhiesta y libre, en 1821, como resultado del sacrificio de Hidalgo, Morelos y otros, pero sin reconocer el mérito de Iturbide.

El partido que, con tres nombres diferentes, gobernó al país entre aproximadamente 1930 y 2000, se encargó de echar a andar un proceso que podríamos llamar de “formación de la nación”, después de que, en el siglo XIX, con mucho dolor y sufrimiento, había tenido lugar el de la “formación del Estado”. Ese partido, llamado ahora PRI, llevó a cabo esta tarea desde el poder, desde arriba, patrocinando a muralistas, músicos y literatos que ensalzaban las glorias verdaderas o supuestas del pueblo mexicano, del pasado prehispánico y de las luchas idealizadas del siglo XIX, pero olvidando otros pasajes y épocas igualmente importantes como el virreinato y, más adelante, la Guerra Cristera, por ejemplo. Además, negaba a los “perdedores” toda huella de patriotismo, bondad o generosidad, que quedaban monopolizadas por el bando vencedor.

Por esto es que personajes como Agustín de Iturbide, Lucas Alamán, Miguel Miramón, Tomás Mejía, Maximiliano de Habsburgo o Porfirio Díaz no forman parte del panteón de héroes, sino que están en el lado de los villanos, de los traidores y malos mexicanos, por más ridículo y absurdo que esto pudiese parecer. Esta es precisamente otra de las características de esta visión tan chata y maniquea de la historia: la idealización de ciertos personajes, los “héroes”, y la satanización de otros, los “villanos”. Los primeros son buenos, generosos, infalibles, defensores del bien y de la verdad, dispuestos hasta el sacrificio por sus ideales, etc., es decir, una especie de ángeles terrenales. Los otros, los malos de la telenovela, eran, por el contrario, abortos del averno, falaces, traidores, egoístas, contumaces defensores de la mentira y de la doblez. Aquellos eran republicanos, federalistas y liberales; estos eran, por el contrario, monárquicos, centralistas y conservadores. El PRI y sus antecesores se presentaban, en esta visión de las cosas, como herederos dignos, humildes y fieles de los primeros, de los liberales, aunque entre el liberalismo de Juárez y el socialismo de Cárdenas hubiese un abismo.

Por eso no es nada extraño que el Presidente López, formado en el viejo PRI de los años 70, comparta esta obtusa, simplista y engañosa visión de la historia. Así, en Septiembre del año pasado, el Presidente anunció que 2021 sería el año “para celebrar la grandeza y la independencia de México”. Estas celebraciones subrayarán “tres hitos”: los 700 años de la fundación de Mexico-Tenochtitlan, 500 años de la caída de dicha ciudad y 200 años de la consumación de la independencia. Aquí el problema, digamos de paso, es que ningún documento fundamenta la supuesta fecha de 1321 como el de la fundación de la capital de los aztecas. Casi todos los estudiosos proponen el año 1325; y ni la “Crónica Mexicáyotl”, ni el “Códice Mendocino” ni el “Códice Aubin” mencionan 1321. Pero volvamos al maniqueísmo patrio.

En la narrativa oficial, decíamos, los personajes no parecen humanos, con virtudes y defectos, con luces y sombras, sino que son, o inmaculadamente buenos, o irremediablemente malos. Ángeles o demonios, no personas de carne y hueso. Un ejemplo de lo anterior es Vicente Guerrero, cuya muerte acaba de ser conmemorada hace unos días, pues fue fusilado el 14 de Febrero de 1831. En esta y en la siguiente colaboración habremos de analizar su comportamiento, sus dotes, sus virtudes puestas al servicio de México, pero también sus faltas y su falta de institucionalidad en un momento crítico, lo cual acarreó al país grandes desgracias durante muchos años. No podemos dejar de mencionar que es una lástima que en México siempre se acentúen la muerte y el sacrificio de los personajes históricos y las derrotas y desastres militares (con excepción del 5 de Mayo). Creo que hubiese sido mejor conmemorar el acuerdo de Acatempan entre Guerrero e Iturbide para emprender juntos la independencia del país, que comenzar con la conmemoración del sacrificio del general sureño.

El General Vicente Guerrero fue ciertamente un denodado insurgente; fue prácticamente el único que logró mantener encendida la lucha por la independencia, cuando otros personajes ya habían sido capturados e indultados (como Nicolás Bravo e Ignacio López Rayón), asesinados (como Pedro Moreno y Francisco Xavier Mina) o estaban prófugos en la selva (como Guadalupe Victoria). No fue Guerrero el militar insurgente más completo de la época; hubo otros que lo superaron en las artes militares, como Morelos, Galeana, Matamoros, Allende o Mina, pero fue muy valiente, resuelto, obstinado, honrado y noble.

Son muchas las anécdotas que se cuentan de él, como aquella en la que responde a su padre, enviado por el gobierno virreinal para convencerlo de que entregase las armas, en frente de todos sus soldados: “Yo he respetado siempre a mi padre, pero mi patria es primero”; o el legendario “Abrazo de Acatempan”, cuando se encontró con el General Agustín de Iturbide para cesar la lucha y unificar esfuerzos para lograr la independencia de México. Yo personalmente no creo que se hayan dado un abrazo ni que Guerrero pronunciase el discurso grandilocuente que en su boca pone Lorenzo de Zavala, pero en todo caso, ese día 15 de Febrero de 1821, ambos personajes acuerdan marchar juntos en la tarea de independizar al país. Guerrero pone a disposición de Iturbide aproximadamente a 3 500 soldados, lo cual le cayó al futuro emperador “como anillo al dedo” (diría el clásico), pues los jefes insurgentes, que respetaban mucho a Guerrero, en seguida se unieron a la causa al saber que ambos habían unido sus fuerzas.

Aquí es donde empezamos a ver con más vigor la actuación de las logias masónicas, algunas de las cuales al parecer no querían la independencia del país, y menos si esto lo emprendía Iturbide, quien siempre se había declarado ferviente católico y que no deseaba otra religión para el país que esta. Prueba de ello es el color blanco de la bandera que se diseñó en Iguala. Ese color blanco simbolizaba la pureza de la religión católica, mientras que el rojo era la unión de los habitantes de este país, cualquiera que fuera su procedencia, y el verde era la independencia, aunque el Plan de Iguala no dice nada sobre la relación de los colores con las garantías. El orden original, en diagonal, era blanco, verde y rojo. Este simbolismo, por supuesto, no es el que se enseña a los niños en la actualidad, pues hoy se enseña, tontamente, que el verde simboliza los prados, el blanco es el color de la nieve de nuestras montañas (como si viviéramos en los Alpes) y el rojo era la sangre de nuestros héroes.

¡Pues claro que la sangre es roja! (Bueno, a excepción de algunos que la tenemos azul). Pero es ridículo pensar que un ejército, por poderoso que sea, se proponga garantizar el verdor de los prados, la blancura de las montañas y el rojo de la sangre. Lo que el Ejército Trigarante se comprometió a guardar eran precisamente la unión, la libertad y la religión católica.

A Guerrero solamente le interesaba la independencia (que sería quizá el verde), él no sentía la necesidad de una bandera; pero Iturbide sí, pues, habiendo sido militar al servicio de España, estaba más acostumbrado a banderas, lábaros y pendones. Con la promesa de proteger a la religión, quedaba bien con los canónigos que le daban dinero para independizar al país y liberarse así de la recién reinstaurada Constitución de Cádiz, de corte liberal. Además, con su personalidad (que rayaba en la arrogancia), mantuvo a Guerrero siempre en segundo plano, y así continuó el caudillo del sur durante varios años, hasta que decidió a lanzarse como candidato a la Presidencia de la República para suceder a don Guadalupe Victoria, el primer Presidente de México, en 1828. Las logias masónicas entrarían en abierto conflicto, para desgracia del país, pues tanto Guerrero como Victoria eran masones, pero de diferentes corrientes. De esa aventura política y electoral, que desafortunadamente no podemos catalogar de afortunada, hablaremos en nuestra siguiente colaboración.

 
Dr. Herminio S. de la Barquera A.
Decano de Ciencias Sociales
UPAEP

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