Tengo la costumbre de seguir las noticias que emiten las fuentes vaticanas. En tiempos recientes y como a muchos de nosotros, Facebook me ha proporcionado un sitio cómodo para dicho seguimiento. Rindiendo culto al guiño posmoderno de la sociedad postrada ante las redes sociales, dedico unos minutos, con un café frente a mí, a hacer scrolling en busca de algo interesante.
En los últimos años, empero, esta práctica viene convirtiéndose en una fuente de preocupación. Las redes sociales ya no sólo embrutecen, sino que se han convertido en el medio de comunicación par excellence de sociedades crecientemente polarizadas. Originalmente sitios donde compartir minucias, testimonios y fotos, hoy en día una importante cantidad de guerras ideológicas están siendo lidiadas en redes sociales. Por supuesto, esto implica que la complejidad ha cedido al simplismo ramplón de Facebook, y el gusto por un argumento bien hecho ha claudicado en favor de la diatriba telegrafiada en Twitter… Decir algo de TikTok, la red social que perfeccionó la celebración de la estupidez, la vulgaridad y el escándalo, sería francamente necio.
Me concentro en un ejemplo. En días pasados he estado siguiendo el llamado insistente del Papa Francisco a promover una fraternidad auténtica, tanto dentro como fuera de casa, es decir, entre cristianos y con las demás tradiciones religiosas. La respuesta al Papa ha sido escalofriantemente cáustica: bajo el embrujo de quien parece ostentarse como ministro de propaganda del ultraconservadurismo católico, Carlo Maria Viganò, muchos repiten el mantra de que la palabra “fraternidad” pertenece a la masonería; mientras otros condenan la apertura del Papa a otras religiones, acusándolo de traicionar la sana doctrina, esa que tolera, casi a fuerza y entre arcadas, a las demás (falsas) religiones y sus becerros de oro.
La acusación de Viganò apenas merece una respuesta. El ex nuncio saca los dientes consciente que su ataque carece hasta de sentido común: sugerir que el término “fraternidad” es de acuñación masónica equivale a afirmar que el Nuevo Testamento jamás fue escrito—o, peor, que fue escrito por un masón. El frāter, el hermano (frère en francés), es aquel que ama a los suyos, tal como Cristo nos amó (Jn 13:34). La fraternidad no es sino la caridad, cuando la realiza el hermano. La fraternidad es, pues, un caso particular de la caritas. Por si no fuera esto suficiente, la fraternidad masónica es gnóstica: es selectiva y aristocrática, dirigida a una hermandad entendida en sentido sectario; la fraternidad de la que habla Francisco se dirige al sufriente de todo credo, color y sexo, lo que perfuma el término de una catolicidad que horrorizaría a un masón (cf. El Resentimiento en la Moral de Scheler).
La otra acusación es vieja, y data de tiempos inmediatamente posteriores a la clausura del Vaticano II. Por aquellos tiempos, el cardenal Marcel Lefebvre causaría un micro cisma en la iglesia, separando su sociedad Pío X de la obediencia al pontífice, acusando al Concilio—con aquel trágico J’accuse—de protestantizar y modernizar (en el sentido de la iglesia antiliberal del siglo XIX) la sana doctrina católica. La sociedad recibiría la excomunión por nombrar obispos sin permiso papal, misma que sería levantada por Benedicto XVI en 2009. La acusación de Lefebvre es hoy repetida por muchos (las más veces, sin tener idea alguna de su origen): el ecumenismo de Francisco busca poner a la iglesia al mismo nivel que las otras religiones. Francisco sería, pues, un pluralista religioso, un promotor del indiferentismo (por utilizar la noción utilizada por Gregorio XVI en su encíclica antiliberal, Mirari Vos, de 1832). Francisco, empero, no hace nada parecido: sus encíclicas no dejan de afirmar el núcleo del cristianismo, que Karl Rahner define como “la autocomunicación de Dios—en su más genuina realidad y magnificencia—a la criatura” (Sobre la infalibilidad de Dios, 23). El núcleo del cristianismo es, evidentemente, Cristo. La obra de Francisco está plagada de esta idea (cf. Evangelii gaudium §266, o el capítulo segundo de Fratelli tutti).
Asimismo, la pastoral ecuménica del papa no hace más que continuar las enseñanzas del Vaticano II en la materia. En particular, la declaración Nostra Aetate establece:
“La Iglesia católica no rechaza nada de lo que en estas religiones hay de santo y verdadero. Considera con sincero respeto los modos de obrar y de vivir, los preceptos y doctrinas que, por más que discrepen en mucho de lo que ella profesa y enseña, no pocas veces reflejan un destello de aquella Verdad que ilumina a todos los hombres. Anuncia y tiene la obligación de anunciar constantemente a Cristo, que es ‘el Camino, la Verdad y la Vida’ (Jn., 14,6), en quien los hombres encuentran la plenitud de la vida religiosa y en quien Dios reconcilió consigo todas las cosas. Por consiguiente, exhorta a sus hijos a que, con prudencia y caridad, mediante el diálogo y colaboración con los adeptos de otras religiones, dando testimonio de fe y vida cristiana, reconozcan, guarden y promuevan aquellos bienes espirituales y morales, así como los valores socio-culturales que en ellos existen” (§2).
Si los ataques contra Francisco son, por ende, completamente infundados, ¿de dónde viene la animadversión contra el pontífice? En días pasados recibí respuesta de un correo que escribí a Mike Attridge, quien formó parte de mi comité doctoral. Había preguntado a Mike, un teólogo experto en el Vaticano II, su opinión sobre la actual crisis de la iglesia y, en particular, sobre la creciente hostilidad contra el papa. Su respuesta fue lapidaria: la respuesta debemos buscarla en la falta de conocimiento de las Escrituras por parte de los católicos. Añadiría yo el casi absoluto desconocimiento de los documentos del magisterio, que no son sino meditaciones sobre el mansaje evangélico. Martha Nussbaum, caminando por una vía paralela, declara: “El conocimiento no es garantía de buen comportamiento, pero la ignorancia es una virtual garantía de mal comportamiento” (Not for Profit, 81).
A partir de estas ideas, formularé una hipótesis: en mi opinión, la crisis de las artes liberales y de la educación humanista, aunada a un progresivo embrutecimiento causado por redes sociales y la cultura de la posverdad (o, si se quiere, fake news), son causas de primer orden de la creciente polarización y radicalización de las posturas—políticas y religiosas—en nuestras sociedades. Partiendo de un postulado socrático, tal parece que la ignorancia es, efectivamente, una de las principales causas del mal. Si bien la crisis de la iglesia pasa por la gran tragedia del escándalo de pederastia y su encubrimiento, la realidad es que, lejos de una iglesia en penitencia (lo que Francisco sí ha hecho), actualmente encontramos un pueblo de Dios cada vez más prepotente y cínico, desconfiado de todo, que toma de la iglesia las partes que gustan, tirando el resto a la basura.
Es urgente revitalizar un catolicismo educado y crítico, que parta no de prejuicios recogidos en redes sociales, sino de la doctrina que la iglesia ha generado a lo largo de veinte siglos y 21 concilios ecuménicos. El mensaje cristiano no puede ser sal de la tierra si a la sal se le ha añadido la hiel de la intolerancia y el fanatismo ciego. Contra ello, Francisco nos recuerda: el cristiano abraza primero, se hace prójimo primero, y sólo después comienza un diálogo, una corrección, una crítica, o una propuesta. En el último análisis, como afirma san Pablo: maior autem ex his est caritas (1 Cor 13:13).
Dr. Juan Pablo Aranda Vargas. Profesor Investigador UPAEP |