Desarrollo humano y social
Francisco y la derrota del pensamiento. Dos apuntes.
04 febrero Por: Juan Pablo Aranda Vargas
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En diciembre pasado se publicó la obra Soñemos Juntos, nacida de una serie de conversaciones entre Austen Ivereigh y el papa Francisco. Lejos de aportar elementos nuevos respecto del pensamiento del pontífice, el libro puede verse desde dos perspectivas complementarias: ya como una introducción al pensamiento de Francisco, hábilmente estructurada bajo el método ver-juzgar-actuar, reformulado por el papa como contemplar-discernir-proponer; o bien como testimonio político y pastoral, como la respuesta del pontífice al momento de crisis que sacudió su tiempo.

Me interesa aquí reflexionar en la crítica que hace Francisco a la cerrazón mental que parece ser común denominador en el mundo del siglo XXI. Lejos de hacer una exposición completa, invito al lector a meditar dos ideas.

“El fundamentalismo es un medio de ensamblar el pensamiento y la conducta como refugio para proteger aparentemente a la persona de una crisis. Con los fundamentalismos, las personas quedan ‘protegidas’ de situaciones desestabilizadoras a cambio de cierto quietismo existencial. Te ofrecen una actitud y un pensamiento único, cerrado, como sustituto del tipo de pensamiento que te abre a la verdad. Quien se refugia en el fundamentalismo tiene miedo de ponerse en camino para buscar la verdad. Ya ‘tiene’ la verdad, ya la adquirió y la instrumentaliza como defensa, interpretando cualquier cuestionamiento como agresión a su persona” (Soñemos Juntos, 57).

El fundamentalismo, contemplado desde una perspectiva epistemológica, es un placebo, una píldora que adormece la conciencia—esa voz que implica, dice Ratzinger, tanto una voz interior que nos recuerda aquello que es bueno y justo (anamnesis), como aquel decidir y actuar basado en nuestra mejor y más sincera escucha de aquella voz (conscientia)—impidiéndonos un contacto auténtico con el otro. De la misma forma como usamos los narcóticos para escapar a una realidad que se ha vuelto insoportable, el fundamentalismo nos libera de la realidad, ofreciendo la tranquilizadora ilusión de la posesión de la verdad.

La verdad, empero, no es nunca “poseída”; no es descubierta ni, mucho menos, producida—no existen, por ende, fábricas de verdad—sino recibida. La verdad última de la existencia humana está esencialmente fuera del alcance humano. Pensemos la monumental Creazione di Adamo de Michelangelo en términos del capítulo primero del evangelio de Juan: el ser humano reposa, casi insolente, mientras Dios se esfuerza para hacer contacto; y, sin embargo, aunque la verdad está ahí, casi al descubierto, el dedo divino nunca toca el humano, y por ende la humanidad “no la conoce”. Entre el ser humano y Dios, dice Ratzinger, se abre un abismo infranqueable, no importa cuánto se expanda la órbita de nuestra visión. La verdad es un don que, estrictamente, no es intelectual ni moral, sino espiritual, existencial y metafísico.

Si la verdad no es posesión sino recepción, si no es mercancía sino don, entonces podemos entender el fundamentalismo desde el pecado del Génesis: es cuando el ser humano ignora su propia falibilidad, cuando se pretende conocedor del bien y del mal, que la arrogancia emerge de la mano del esfuerzo de ser como dioses. El proyecto, si seguimos la historia, termina con una pareja de hombres desnudos, avergonzados y en necesidad de resarcir su amistad con Dios, esto es, necesitados de conversión. Quizá hoy es precisamente esto lo que necesitamos: una conversión auténtica, el reconocimiento de nuestra propia miseria, nuestras insoportables limitaciones. Contra un mundo que ha dejado de ofrecer la mejilla y apuesta por el ojo por ojo, el antagonismo y la mutua destrucción, el cristianismo debe regresar al misterio de la cruz. Es en la cruz donde la sabiduría de Dios destrona y humilla las pretensiones de sabiduría de los seres humanos: es ahí donde el dolor deviene fortaleza, la locura cordura, la derrota victoria (cf. 1 Cor 3:19)

“La creciente violencia verbal refleja la fragilidad del ser, el desarraigo donde la seguridad se encuentra en el descrédito con narrativas que nos hacen sentir justos y nos dan razones para hacer callar a otros. La ausencia del diálogo sincero en nuestra cultura pública hace cada vez más difícil crear un horizonte compartido hacia el que podamos avanzar juntos” (Soñemos Juntos, 79).

No resulta, pues, sorprendente que los nuevos fundamentalismos vengan acompañados de una creciente violencia verbal. Las redes sociales se han convertido lo mismo en hogueras donde se incineran reputaciones, matrimonios y relaciones íntimas, que nuevos cementerios donde hablamos con los muertos en una red hecha para vivos. Las redes sociales son estúpidas e intolerantes, cínicas en su banalidad lo mismo que histéricas en su mentalidad de tribu (o, con palabras de Lipovetsky, narcisismo colectivo), una mezcla de sentimentalería de novela vaquera y seriedad sin argumento (en otras palabras, necedad), la patética puesta en escena de un soliloquio que juega a tener amigos imaginarios con quienes platicar.

La violencia es la consecuencia necesaria de una razón opacada por el fundamentalismo. Embrutecidos por el narcótico fundamentalista, los seres humanos no toleran ser sacados de su zona de confort. Ya no levantan el dedo, no hacen esfuerzo alguno por producir un encuentro genuino con la verdad. La violencia del fundamentalista es defensiva, rabiosamente conservadora. Detesta la idea de ponerse en ese claro de luz en el que la razón humana se descubre desnuda, tremendamente limitada; rechaza la sola posibilidad de despertar del sueño y saberse nada más que un fraude, otro adicto a las fórmulas fáciles, otro intoxicado por su propia pequeñez.

El diálogo, en cambio, exige ver al otro, reconocer que detrás de esa mirada hay un alguien que me interpela en tanto que fin-en-sí-mismo, y no un qué al que puedo usar para luego descartar. Se trata del mismo acto de “ver” al que se refiere Jesús: “yo les aseguro que conmigo lo hicieron”, y que Max Scheler describe brillantemente como inversión del movimiento amoroso, donde el amor no eleva, separándonos de lo burdo, lo sucio, lo pecaminoso, sino que desciende y encuentra lo enfermo, lo pobre y lo feo, “y ello sin la angustia y temor antiguos a perder y volverse uno mismo innoble” (El Resentimiento en la Moral, 64).

La violencia y la reducción del lenguaje a la afirmación sorda y necia de una idea, ignorando la evidencia, la lógica y hasta el sentido común, son una de las más claras manifestaciones de nuestro tiempo (y las redes sociales parecen ser su hábitat predilecto). Contra la irracionalidad, sólo podemos apostar a la humildad que reconoce la verdad sin pretender poseerla; a la caridad de quien abraza el misterio de la cruz como la total inversión de la sabiduría humana; y la tolerancia, el diálogo y, por encima de todo, la fraternidad como antídotos a la arrogancia siempre presente de querer ser absolutamente autosuficientes, libres de cualquier relación.

Dr. Juan Pablo Aranda Vargas
Profesor Investigador
UPAEP

 

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