No podía hoy haber otro tema a tratar en esta columna, que mis fieles y amables cuatro lectores siguen con incomprensible lealtad. Los acontecimientos en la ciudad de Washington el 6 de Enero, cuando una turba enardecida e incitada por Donald Trump asaltó la sede del poder legislativo, en un intento temerario e impensable de provocar una especie de Golpe de Estado, no nos dejan otra opción: debemos hablar de la vulnerabilidad de la democracia y del imprescindible compromiso que debemos todos asumir para defenderla.
Tengo para mí que la democracia es como el medio ambiente: cualquier ataque contra ella o contra este no queda limitado al país en donde ocurra, sino que se contagia a otras latitudes y el daño se extiende. Y tanto la democracia como el medio ambiente están en peligro grave en nuestros días; a diario los sometemos a ataques, a diario los descuidamos, a diario los ignoramos, a diario ponemos de manifiesto que no nos importan, a diario los agredimos, a diario los degradamos. Por ello, lo ocurrido anteayer en la capital de la democracia más longeva del mundo no sólo es un ataque al corazón de la democracia de los Estados Unidos, sino que es un ataque a la esencia de todos los países verdaderamente democráticos del planeta (que no son muchos, desafortunadamente) y a las convicciones de los demócratas de todas las naciones. Por algo vimos las burlonas reacciones de los representantes gubernamentales de China y de Rusia, alegrándose del mal ajeno. Ambos países, lo sabemos, están muy lejos de los valores y hábitos democráticos que el Occidente, con gran esfuerzo, ha tardado tanto en concebir, fraguar y consolidar.
El mensaje que Joe Biden transmitió el día mismo de los vergonzosos acontecimientos es muy ilustrativo en este sentido: el asalto al Congreso es una muestra de lo frágil que es la democracia. Y luego una afirmación que debería ponernos a pensar a todos los mexicanos, particularmente a uno, al Presidente López: las palabras de un Presidente importan, sea este bueno o no. Si el mensaje es positivo, inspira; si es negativo, incita. El miércoles, el mundo vio a un presidente en funciones incitar y azuzar a sus partidarios más salvajes, repitiendo una y otra vez sus alegatos infundados de fraude electoral, ignorando que la piedra angular de la democracia es precisamente que, en una contienda, hay necesariamente perdedores y ganadores, pero quien siempre gana si hay buena lid es la democracia misma. Cuando alguno de los adversarios no acepta que perdió, se ataca a la esencia de los valores de la democracia, que exigen humildad y respeto tanto en el vencedor como en el vencido.
Personalmente, vi las imágenes de la turba de güeros con estupor, enojo, tristeza y preocupación. Llama la atención que hubo muy pocos participantes de origen latino o afroamericano; desafortunadamente cinco personas perdieron la vida en esos acontecimientos vergonzosos e infames.
Es muy preocupante que, a pesar de que durante cuatro años Donald Trump engañó y contaminó a la sociedad estadounidense con sus mentiras, actos de corrupción, enriquecimiento ilícito, desprecio por los derechos humanos, farsas, insultos y ataques irresponsables a las instituciones y a las tradiciones democráticas de su país, haya habido más de 70 millones de electores que votaran por él en las elecciones presidenciales. Y aún después del asalto y de saber que había personas fallecidas, hubo 8 senadores y 139 diputados que siguieron apoyando la postura de Trump para objetar las elecciones. Esto quiere decir que el trumpismo no desaparecerá con Trump, sino que sus dislates y su visión maniquea y estrecha del mundo ya estaban desde hace tiempo anclados en amplios sectores de la población de los Estados Unidos. Cierto: él no provocó esta división y esta polarización, sino que se aprovechó de ellas, las agravó y profundizó, incitando a la confrontación y, en el colmo de la desesperación, a la insurrección con violencia. No les importó, ni al lidercillo locuaz y pendenciero ni a sus seguidores ciegos y sumidos en la estulticia, arrastrar al fango a las instituciones, poner en riesgo vidas humanas, destrozar el prestigio de su país y sumir a la nación en una espiral de violencia y desorden.
Al parecer, todo estuvo planeado, aunque quizá se haya salido de control en algún momento de la tarde del miércoles. De todas formas, antes de que comenzaran los desórdenes circularon informes de la existencia de bombas en la ciudad de Washington, por lo que se distrajeron elementos policíacos de la zona del Capitolio; de allí que aparentemente no había suficientes policías cuando la turbamulta llegó. Los temores de que pudiese haber disturbios movieron a la alcaldesa de la ciudad, Muriel Bowser, a solicitar desde antes del 6 de Enero al Pentágono que le enviara unidades de la Guardia Nacional, lo que al parecer fue desoído e impedido por personal cercano a Trump.
Hay otro punto importante: ¿Qué hará ese grupo de tontos útiles, de compañeros de camino, de políticos cómplices que todo le toleraron a Trump con tal de seguir presentes en el paisaje político de Estados Unidos? Me refiero al Partido Republicano y a personajes abyectos como Ted Cruz, a cuya esposa Trump insultó durante la precampaña de 2016, y que ahora sigue arrastrándose ante él. ¿Qué hará Mitch McConnel, líder de los senadores republicanos, después de que nunca se atrevió a ponerle un alto a Trump? Su discurso del miércoles, más que un credo democrático, pareció una confesión de su propia derrota. Los republicanos deben ahora decidir si continúan con su camino para alejarse de la democracia, de la ciencia, de los valores occidentales y de las tradiciones políticas estadounidenses, o si continuarán rumbo a ser un partido de electores blancos resentidos y frustrados, dispuestos al odio, a la violencia y al placer de la ignorancia. Tendrán que decidirse por Trump y contra la democracia, o contra Trump y por la democracia.
En este panorama complejo, la llegada de Biden a la Presidencia es una bocanada de aire fresco, una pausa en el accidentado camino rumbo a la reconciliación y a la vuelta a los valores de la democracia, por lo que los siguientes años serán decisivos para ver qué rumbo toman las instituciones estadounidenses. Por eso me parece que la pregunta que planteó Anthony Kapel van Jones, comentarista de la cadena CNN, es muy precisa: “¿Es este el final o es el principio?”
México tiene mucho que aprender de estos acontecimientos. También aquí tenemos un Presidente rencoroso, ignorante y limitado, que sabe más cómo destruir que cómo construir; que es terco, obsesionado y empeñoso, pero que no se enfrenta a instituciones fuertes y a políticos decentes y responsables, sino que se desenvuelve en un panorama de instituciones débiles y de pocos, muy pocos, políticos generosos, inteligentes y buscadores del bien común. La miopía de López se deja ver en su reacción tardía y equívoca ante los hechos del Capitolio: en lugar de condenar la violencia y el ataque a las instituciones democráticas, se queja de que algunas redes sociales hayan silenciado a Trump por unas horas, lastimando su sacrosanto derecho a la libre expresión. Por cierto, esto lo ve de otra forma cuando ataca a quienes se expresan en México de manera crítica frente a su gobierno.
López, al igual que Trump, está empeñado en concentrar el poder; su discurso es incendiario y jamás discute con argumentos, sino que emplea burlas, ofensas y descalificaciones. Ambos son incapaces de aceptar una derrota o de admitir que se pueden equivocar. Son como el Chapulín Colorado, quien sólo una vez se equivocó: cuando pensó que se había equivocado. Los dos presidentes, populistas irredentos, presumen de tener un maravilloso sentido del humor, que en realidad es patético. Y además se tienen a sí mismos por expertos en historia, pero sus confusiones no tienen remedio: Trump tiene problemas para comprender el sentido de lo que defendían los confederados y López no entenderá nunca cuál era el pensamiento de Juárez o de Madero, tan distinto al suyo propio.
Nosotros, como universidad humanista y de inspiración católica, debemos luchar por imbuir en todos los miembros de nuestra comunidad y de la sociedad los valores de la democracia: el respeto a quienes piensan distinto, la participación política en buena lid, la corresponsabilidad en la cosa pública, la búsqueda del bien común, el respeto a las minorías, el saber perder y saber ganar, el respeto a la dignidad de la persona humana, la ética en el servicio público, etc. Sólo así, con demócratas, podremos combatir al cinismo y a la polarización que se han enseñoreado en el poder; sólo así evitaremos la confrontación nacida del odio y lograremos la unidad en la pluralidad; sólo así comprenderemos que los problemas políticos, económicos y sociales no se resolverán con medidas mágicas, simples e irreales ni con externar deseos, insultando a los adversarios y a los críticos, señalando culpables, manoseando la historia, desoyendo a los expertos y asumiéndose como salvadores de la patria y como la omnisapiente encarnación del pueblo mismo.
Recordemos que un hombre (llámese Trump, Bolsonaro, López, Johnson, Orbán o Duterte), no puede dañar él solo a la democracia. La culpa la comparten, con él, otros: los oportunistas, sus colaboradores cercanos pero incapaces de frenarlos porque anteponen sus deseos de poder a su responsabilidad, los partidos políticos por complicidad o por omisión y que posibilitaron que estos personajes, que nunca debieron ser elegidos para cargos tan importantes, llegaran al poder. Y los electores, ya sea enceguecidos, desinformados, fanatizados, a veces inocentes y con buena fe, pero siempre corresponsables del desastre causado.
Dr. Herminio S. de la Barquera A. Decano de Ciencias Sociales UPAEP |