La magnífica obra de Saramago, Ensayo sobre la lucidez, termina, como toda gran tragedia, con un héroe abatido. Leyendo la obra junto con el otro Ensayo, éste sobre la ceguera, uno comprende la deliciosa ironía del autor, a saber, la inversión de las categorías. La ceguera fue el momento de luz, la luz es opacada por la sombra de la ignorancia. Los binomios se agolpan casi maniqueamente, hasta hacer emerger la terrible contradicción: un gobierno que se convierte en ignorante verdugo de un pueblo que despierta y planta la cara a la tiranía de la estupidez.
Volver al genio de Saramago se antoja urgente. Hoy, cuando la sombra del populismo amenaza con tragarse la democracia entera; cuando los radicalismos eclipsan la razón y hasta el sentido común, dejando únicamente un antagonismo burdo y artificial; cuando la posverdad y el deber dejan vacías las otrora fábricas de ciudadanos, convertidas hoy en cascarones sin pulpa, ni carne, ni esencia. Saramago nos recuerda hoy, cuando menos, dos cosas: primero, que cuando el resentimiento, la estulticia y la rapacidad secuestran un gobierno, la vida de todos está en peligro; y segundo, que oponerse a dicho proyecto es un acto heroico al tiempo que peligroso.
La amenaza se cumplió. Lo que, desde hace ya dos años, alertábamos al observar la dirección de la administración actual, es hoy una realidad. El presidente de México sació por fin su ánimo revanchista. Resentido frente a una intelectualidad que se burla de su estrechez de luces y miras, López Obrador cerró la llave de los recursos públicos a aquellos investigadores que, impúdicos y cismáticos, osaron encontrar hogar en instituciones privadas de educación superior. El manto clientelar se ajustó debidamente, descobijando a aquellos que, una y otra vez, han mostrado las insuficiencias de eso que ha querido llamarse transformación y que ha quedado, en el mejor de los casos, en una reedición de lo más rancio de la historia presidencialista en México. “Conmigo o contra mí”, dijo el mandatario, logrando que su rabiosa embestida hiciera temblar, incluso, los pasillos de la educación pública, autónoma de nombre, pero puesta hoy en jaque por la megalomanía de quien quiere colarse en los libros de texto por la fuerza, es decir, a través de maniobras autocráticas que ocultan la absoluta carencia de mérito.
Los investigadores recibimos un duro golpe. Quienes estaban ya, perdieron una recompensa ganada con mérito y trabajo; quienes estábamos por aplicar, vemos esa vía de mejora truncada. La voz del gobierno de México ha sido clara: la investigación de calidad no es prioridad, ni siquiera ornato para vestir los jirones de una democracia en franca putrefacción. La inteligencia es arrogancia, la crítica sobra en un país donde el autócrata se ha promulgado como voz del pueblo. Criticar es hoy el pecado máximo de quien no escucha en la voz del líder el suave susurro de la verdad, la melodía del amor fanático por la nación.
Quien quiere pensar olvida, en la mente del señor presidente (como dijera Pacheco), que la máxima hoy vigente nada tiene que ver con la razón, sino que está firmemente afianzada en la pasión que nada cuestiona, en el amor total e irrefrenable al carisma—ese amor absoluto que, cuando se descentra y se ocupa de realidades distintas a Dios se convierte, como enseña Agustín, en mal, y que, en el extremo totalitario, se acercó asintóticamente a lo diabólico, a la aclamación del príncipe de este mundo.
De poco sirve seguir abarrotando las redes sociales con inspirados reclamos; supondría ello asumir que tenemos un gobierno que quiere escuchar. De nada sirve refugiarse en instrumentos legales; pensar que un puñado de jueces detendrá la vorágine caudillista parece hoy una idea desfondada. Hoy es más bien un momento de quiebre, un momento en el que se exige virtud cívica. No somos el primero ni el último sector de la población que la actual administración ataca. La tarea no es ya, pues, defender lo nuestro, sino pensar creativamente una forma de existir independientemente y en abierta oposición a la rabia populista. El llamado es a concebir a la universidad como el nuevo Publio, a ser bastión y barricada, a tañer las campanas para defender la democracia que tantas décadas costó erigir. Es tiempo de abandonar la pasividad reactiva y adquirir una posición protagónica.
Finalmente, ¿qué hacer hoy con el problema que tenemos? Ofrezco aquí algunas líneas reflexivas como mi personal aporte a la discusión que llevamos días haciendo.
Primero: hay que renunciar al SNI. Esto, por dos razones: (1) Estar o no en el Sistema no es el problema, y debe ser una decisión que tomemos como institución (yo me decanto por un repudio total al Sistema). Lo que debemos hacer es abandonar por completo los mecanismos de evaluación de lo que hoy no es sino un sistema en crisis, altamente corrupto, enfocado más en lo cuantitativo que lo cualitativo. Seguir creyendo que el SNI es sinónimo de calidad es cerrar los ojos ante la realidad. (2) Tenemos que empezar a adelantarnos a los acontecimientos. No hay nada, absolutamente nada que nos garantice que la actual administración no dará el siguiente paso, negándose a admitir candidatos o revocando viejos nombramientos, castigando las voces críticas al régimen o a quien ose negar sus confabulaciones y delirios. La conclusión debe ser radical: seguir confiando en el Sistema abre la posibilidad de aceptar injusticias cometidas contra nuestros investigadores. La distinción entre investigador SNI y no-SNI tiene que ser superada en aras de una evaluación más completa, sensata y productiva.
Segundo: tenemos que ser creativos y encontrar una solución dentro de nosotros. La UPAEP ha demostrado una capacidad de crecimiento, cuantitativa y cualitativa, que pocas instituciones pueden presumir. Es tiempo de sentarnos a pensar creativamente cómo hacer para que los investigadores—sobre quienes recae una importante parte del prestigio institucional—tengan sueldos competitivos. Debemos asegurarnos de que la Universidad siga siendo un punto de atracción del talento, tanto de estudiantes como de profesores. Para ello, debemos comenzar, cartesianamente, poniendo entre paréntesis nuestras preconcepciones, para pensar fresca y creativamente en soluciones que nos permitan seguir convirtiéndonos en una de las mejores universidades del país.
Tercero: necesitamos un sistema propio de evaluación. Dado que el SNI ha dejado de ser confiable, la mejor alternativa consiste en el diseño de un sistema UPAEP de la actividad de investigación que permita catalogar, evaluar e incentivar a sus investigadores. Esta tarea sólo puede recaer en los propios investigadores. El objetivo es otorgar certeza y tranquilidad al investigador, permitirle hacer su trabajo sabiendo que la estabilidad propia y de su familia no dependen del capricho de un régimen populista. La propuesta es, pues:
- Un sistema por decanato que, al mismo tiempo, sea consensuado entre decanos para mantener la congruencia de criterios, al tiempo que se reconoce la peculiaridad de cada tipo de cuerpo académico.
- Estos criterios deberán ser suficientes para evaluar la investigación, siendo capaces de identificar y premiar a los mejores investigadores. Yo añadiría: la investigación no puede verse independientemente de la docencia: el profesor es uno, y este sistema debería contemplar o añadir como un rubro adicional el servicio del profesor a la tarea más noble e importante, a saber, la educación de personas. No debe convertirse al investigador en un aristócrata demasiado ocupado como para dar clases atractivas, profundas y de calidad.
- (c) Si bien debe mantenerse un modelo de incentivos a la investigación independiente del sueldo, esto no debe ser óbice, en mi opinión, para repensar la estructura de sueldos.
Por encima de todo, la tarea es hoy trabajar por la pronta restitución de la democracia mexicana. Es hoy cuando el humanismo cristiano de la universidad nos debe ser más caro y urgente. Es tiempo no sólo, ni primordialmente, de exigir y ver por nuestra propia comodidad. Hoy se exige mantener un espíritu de solidaridad, nunca divorciada de la justicia, que nos permita salir adelante como comunidad universitaria.
Dr. Juan Pablo Aranda Vargas. Profesor Investigador UPAEP |