Desarrollo humano y social
Ciencia y política (segunda parte)
29 octubre Por: Herminio Sánchez de la Barquera Arroyo
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En nuestra colaboración de la semana pasada, iniciamos una serie de reflexiones acerca de las relaciones entre la ciencia y la política, motivados por la eliminación de los fideicomisos que, con ciega lealtad frente al huey tlatoani que habita en el Palacio Nacional, el Poder Legislativo llevó a cabo en días recientes. Entre esos fideicomisos había muchos que estaban destinados a apoyar proyectos científicos. También por esos días se propagó la noticia de que los profesores miembros del Sistema Nacional de Investigadores que trabajan en instituciones privadas de educación superior ya no recibirían su estímulo económico por parte del CONACYT. Dos golpes fuertes al financiamiento de la ciencia en México, en unos cuantos días, generados por un gobierno que va dejando ver cada vez más claramente sus rasgos autócratas.

Decíamos hace una semana que la política y la ciencia cubren funciones sociales distintas y se caracterizan por formas diferentes de trabajar. Esto resulta del hecho de que la ciencia y los científicos no tienen que presentarse a elecciones y no poseen una función inmediata de gobierno. Por su parte, la política busca alcanzar y conservar el poder para imponer o lograr determinados objetivos. La ciencia se interesa en la obtención del conocimiento para poder entender mejor nuestro mundo; a quienes nos dedicamos a ella nos interesa también el reconocimiento de la comunidad científica. El lenguaje de la ciencia emplea frases como “sería posible”, “podría ser”, “es probable que”; de acuerdo a cada disciplina, pueden formularse hipótesis que habría que comprobar, y si esto ocurre, no significa que nunca jamás volverá a someterse a prueba, pues puede suceder que algo que se logró sostener por años como verdadero, de pronto aparezca como falso, debido a nuevos avances en la ciencia. Estamos por lo tanto ante un proceso continuo, en el que los conocimientos valen provisionalmente y en donde no siempre tendremos una certeza absoluta.

En la ciencia, por lo tanto, existen necesariamente la crítica, la duda, la revisión y la contradicción; ellas nos ayudan a acercarnos a la verdad, aunque sea difícil imaginarnos llegar a una “respuesta definitiva” a nuestras constantes preguntas. Sin embargo, debemos huir de la idea de que estamos en un mundo relativista, pues la realidad es que existen muchas disciplinas científicas, cada una con sus métodos específicos de trabajo. Hoy sabemos, por ejemplo, que existen diversos cuerpos celestes que giran alrededor del Sol; este conocimiento vale desde hace siglos, aunque los criterios para determinar cuáles de estos cuerpos son planetas, planetas enanos, asteroides o satélites, por ejemplo, hayan cambiado en el transcurso de los siglos.

Por eso puede haber desencuentros entre la política y la ciencia, pues aquella requiere de afirmaciones claras y contundentes, lo cual la ciencia no siempre puede aventurar. Recordemos, por ejemplo, la discusión, a principios de este año, en torno a la necesidad o no del uso del cubrebocas para enfrentarse a la pandemia de coronavirus. Hoy, en el mundo científico, ya hay mayor claridad al respecto: el cubrebocas es un instrumento necesario para disminuir el riesgo de los contagios. Sin embargo, en la política (y no me refiero solamente al espectro populista), la formulación de medidas y de mensajes que fomenten su uso aún no es aceptada del todo. Y si a esto le agregamos que hay que tomar en cuenta a los economistas, pues el panorama se complica, pues lo que para los científicos (pensemos en los epidemiólogos o en los virólogos) es razonable y aconsejable (por ejemplo, mantener a los habitantes confinados en sus casas), para los economistas no; y si la medida tampoco es precisamente popular, pues los políticos también la pensarán dos veces.

A pesar de que vivimos en una sociedad del conocimiento, es más, podemos decir que vivimos en una sociedad de la ciencia, también podemos afirmar que hay muchos grupos poblacionales que se están mostrando como contrarios a los hechos confirmados científicamente: hay gente que se declara en contra de las vacunas, hay quienes niegan la existencia del coronavirus, las noticias falsas encuentran amplia resonancia y aprobación, e incluso políticos encumbrados hacen gala de desconocimiento o de desprecio por las ciencias, como podemos verlo con Trump, Johnson, Bolsonaro y López. Aún no sabemos si se trata de una tendencia global, pues faltan estudios al respecto, o al menos desconozco si existen.

Los científicos debemos estar atentos y tratar de impedir que nuestro trabajo pueda ser malinterpretado o manipulado; recordemos que la ciencia arroja resultados, preguntas y hechos, no decisiones. Para esto, para decidir, están los políticos. Es cierto: la política necesita de la ciencia, pero puede manipularla o manipular sus resultados. Es claro que nadie puede hacerlo todo, por lo que, si los políticos no tienen las facultades requeridas para entender el mundo de la ciencia y de la academia, deben buscar a quien sí está en esas condiciones. Sólo de esta manera podrán ser congruentes con la búsqueda del bien común y tendrán más probabilidades de estar actuando sobre una base más sólida de conocimientos. En algunos países, los gobiernos tienen asesores científicos, quienes no están facultados para diseñar una especie de “política de ciencia” ni para tomar decisiones, sino que intervienen cuando los gobernantes requieren estudios o perspectivas de carácter científico. Pienso, por ejemplo, en la Fundación para la Política y la Ciencia, en Alemania, o en el “Chief Scientific Advisor” en la Gran Bretaña; este último está armado con más facultades que la institución alemana.

La política, en un régimen democrático, es una disciplina práctica que busca representar intereses y negociar sobre ellos, por lo que no pretende imponer por medio de la fuerza bruta los intereses de un solo grupo, sino que busca encontrar compromisos y arreglos entre el mayor número posible de intereses y de grupos. Alguien ha dicho que la política es el arte de lograr que no todos se enojen al mismo tiempo. Sin embargo, esta forma de hacer política está cayendo en desuso. En su lugar encontramos a políticos que abiertamente dicen no representar más que a un grupo de personas, sean estas mayoritarias o no, y declaran sin pudor que quienes no están con ellos están contra ellos. Esto cierra totalmente la posibilidad del diálogo y elimina cualquier fundamento científico en la toma de decisiones, pues todo se supedita a lo que el líder político vislumbre o necesite a corto plazo y no a lo que la ciencia, la negociación y el respeto a los adversarios o a los críticos coloquen como prioritario.

La democracia liberal está viviendo tiempos de crisis, lo cual obedece a muchos factores. Cuesta trabajo entender cómo un país como los Estados Unidos, caracterizado por la existencia de un inmenso número de centros de investigación de todo tipo, líder mundial en ciencia y tecnología, sea gobernado por un tipo que no se cansa de mostrar su desprecio a la ciencia y al conocimiento. Raya casi en la pesadilla que ahora, a menos de dos semanas de las elecciones presidenciales, haya al parecer un 42% de electores que se muestran favorables a que Trump siga en la Casa Blanca. La política se ha personalizado crecientemente, la gente busca con esperanzas a personalidades fuertes, que sin embargo nunca aceptan su responsabilidad si algo sale mal. Trump, en sus propias palabras, hace un trabajo excelente, grandioso, como nadie nunca antes que él. López siempre afirma que vamos “requete bien”, aunque la economía esté en el piso, la inseguridad desatada y la pandemia no dé signos de haber sido “domada”.

Ante esto, el papel de las universidades, sobre todo de las universidades humanistas, como la UPAEP, es cada vez más importante. Debemos fomentar el pensamiento crítico, el amor por la verdad y los valores del espíritu; hay que evitar medir todo con base exclusivamente en el dinero y en el lugar en listas (“rankings”); debemos seguir cultivando no solamente las ciencias exactas, sino también las humanidades y las ciencias sociales, pues estas nos enseñan a pensar y a pensarnos, a reflexionar sobre nosotros mismos y sobre la sociedad, y a hacer frente, con los valores que arropan a nuestra institución, al mundo y a sus crisis y sinsabores. Cierto, se acabaron los fideicomisos y los estímulos económicos del SNI y posiblemente del PNPC, pero nos quedan el arrojo y la generosidad, la fe y la razón, la curiosidad y el amor por el estudio. Nadie podrá doblegarnos.

Dr. Herminio S. de la Barquera A.
Decano de Ciencias Sociales
UPAEP

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