Desarrollo humano y social
La democracia (Parte II)
13 julio Por: Juan Pablo Aranda Vargas
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“En Amérique, au contraire, on peut dire que la commune a été organisée avant le comté, le comté avant l’État, l’État avant l’Union.” (Tocqueville, I.I.2). En Estados Unidos, observó Alexis de Tocqueville en la primera mitad del siglo XIX, la comunidad se organizó antes que el condado, el condado, antes que la entidad, y la entidad antes que la Unión. La democracia norteamericana estableció como principio organizativo un movimiento desde lo micro hacia lo macro, desde las prácticas vecinales hasta la Presidencia, el Poder Legislativo y la Suprema Corte de Justicia.

La democracia es, antes que nada, un modo de organización social. Antes de las instituciones y los larguísimos tomos de leyes, ordenanzas y circulares; antes de las controversias constitucionales, la centralización y descentralización de la administración pública; antes de los jaloneos porque los recursos no bajan o, al bajar, desaparecen; antes que todo ello se volviera importante reinó la simplicidad de una localidad cuyo espíritu, en palabras de Tocqueville, virtuosamente armonizó la libertad con la religión, las dos caras de un mismo ser público.

“Au sein de la commune on voit régner une vie politique réelle, active, toute démocratique et républicaine. Les colonies reconnaissent encore la suprématie de la métropole; c’est la monarchie qui est la loi de l’État, mais déjà la république est toute vivante dans la commune.” Es la localidad la que experimenta la vida política auténtica, donde el carácter democrático y republicano de la nación cobra vida, escurriéndose como savia por entre los cafés, los clubes, las asociaciones, los templos con su miríada de servicios. Es en el barrio, en la vecindad, donde germina el frágil botón democrático.

* * *

México, visto a la luz de la experiencia norteamericana, cuna de la democracia moderna, siguió exactamente el camino opuesto: se buscó democratizar el poder federal, primero, luego el poder local, y al final, el municipal.

Nuestro país nació centralista: nada en la historia reciente muestra un esfuerzo real por compartir el poder. Alonso Lujambio explica correctamente que el proceso por el cual el poder centralizado abrió espacios de representación fue resultado de luchas sociales y crisis políticas. El poder se compartió, pues, cuando no hubo otra salida y la maquinaria del partido hegemónico tuvo que asumir costos con tal de mantenerse en el poder.

La festejada alternancia—aquella que algunos panistas todavía recuerdan con la misma nostalgia con que el aprendiz de brujo recuerda aquel día en que, con bravura y osadía, se hizo con el sombrero de mago y, jugando a ser poderoso, terminó asfixiado por las fuerzas que fue incapaz de controlar—se dio en el nivel federal: aquella elección fue fraseada como una elección entre la misma basura de siempre o un cambio. Fox llegó no como resultado de la democracia, sino como la consecuencia de un sistema en franca putrefacción.

Vicente Fox cometió, en mi opinión, dos gravísimos errores: (a) ignoró por completo el (indiscutible) hecho de que de la democracia electoral no se seguía, como por arte de magia, una democracia cívica, es decir, que la sociedad mexicana siguió siendo tan lejana al ethos democrático como lo había estado durante setenta años de autoritarismo velado; (b) asimismo, Fox decretó el fin de la presidencia como oficina de mando de los gobiernos locales. Al ser puestos en libertad—mi mente tararea, obligadamente, esa canción, Who Let the Dogs Out?, que curiosamente fuera lanzada el mismo año del triunfo del guanajuatense—los gobernadores se convirtieron pronto en los nuevos capataces, llevando la corrupción a niveles insospechados durante el priato, donde la autoridad presidencial mantenía a los gobernadores bajo cierto control.

La democracia no llegó milagrosamente, ni fácticamente, ni educativamente, ni por imitación, ni contagio, ni milagrosamente, ni casuísticamente, ni providencial ni diabólicamente. La democracia como forma de vida nunca llegó a México. No llegó a ese México profundo, a ese México de los pueblos y las sierras, a ese México indígena, a ese México humilde, pobre, humillado y olvidado. México siguió siendo el México de prácticas autoritarias, intolerante, que cierra un ojo y sonríe frente a las corruptelas del vecino, que insulta y humilla y oprime al indígena y a la mujer y a la hija y al viene-viene y a tantos otros. La democracia se celebró en Los Pinos, pero no en las familias, ni en la educación, ni en una sociedad civil activa, madura y lista para exigir cuentas.

El gran problema de la democracia mexicana fue que, al tiempo que se dieron importantísimos avances en términos institucionales—el Instituto Federal Electoral (hoy INE), el Instituto Federal de Acceso a la Información Pública (hoy INAI), la completa autonomía del Banco de México, por citar los ejemplos más importantes—la sociedad no maduró dicha democracia. Las ciudades estuvieron mucho más preocupadas por las elecciones en el Olimpo que cuando se trataba de elegir a aquellos representantes directos, inmediatos, de la comunidad. Los barrios no se democratizaron, ni los vecindarios ebulleron cívicamente. La ciencia política se preocupó demasiado en las instituciones y muy poco en la cultura cívica, en la educación en la igualdad, la tolerancia, la empatía, y el respeto desde la cuna, así como desde las aulas.

Ahí, pues, una nueva asignatura pendiente: hay que educar en democracia, en virtud cívica. Y a quien dice, como nunca falta, que eso tarda mucho, la respuesta es simple: de haber iniciado cuando se ganó el poder, cuando la democracia triunfó, hoy estaríamos en un país completamente distinto. Comencemos pues, a democratizar desde lo local. Quitemos los ojos de lo federal y centrémonos en politizar y democratizar a nuestras comunidades rumbo a 2021, una elección que será democrática, o simplemente ya no volverá a ser.

Dr. Juan Pablo Aranda Vargas.
Profesor Investigador
UPAEP

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