Desarrollo humano y social
La democracia (parte I)
09 julio Por: Juan Pablo Aranda Vargas
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Pocos términos tan manoseados como la noción que nos ocupa. Y, si bien es imposible abarcar la profundidad y complejidad del término en un puñado de notas cortas, podemos sin embargo delinear algunos elementos conceptuales y comparativos que incentiven la reflexión sobre el dilema actual.

Comencemos por la ya conocida reserva que los grandes pensadores clásicos tuvieron hacia la democracia. Gobierno de pobres o, en el mejor de los casos, régimen político corrompido por la confrontación intestina entre ricos y pobres. El pensamiento liberal del XVIII desconfiará del término, decantándose por el de “gobierno representativo”. Bajo el pseudónimo de Publius, los federalistas distinguen entre una “democracia” directa, diseñada para comunidades pequeñas, y el “gobierno representativo”, nuevo experimento participativo para una república extendida sobre un territorio masivo. En nuestros días, encontramos distinciones entre “poliarquía” y “democracia” (Dahl), y “democracia” y “postdemocracia” (Crouch), así como intentos de colapsar la distinción, por ejemplo, entre “democracia” y “populismo” (Laclau).

Definiré aquí la democracia a través de características que serán discutidas en semanas venideras. La democracia es un régimen político (i) originado por la igualdad de condiciones; (b) que emerge desde lo local hacia lo nacional/federal; (iii) caracterizado por una cultura de derechos y libertades fundados en la dignidad de la persona; y (iv) que se constituye como sociedad histórica por excelencia por la disolución de los marcadores de certeza. Sólo después de estos elementos podemos comenzar a hablar de ingeniería, cambio y reforma institucional. La intuición básica es, pues, que las instituciones democráticas tienen sentido si y sólo si están animadas por la savia cívica, posible únicamente en el encuentro de las anteriores características.

Alexis de Tocqueville identificó la igualdad de condiciones como el elemento fundacional de la democracia. Un hecho “providencial”, calificó. La igualdad de condiciones emergió como consecuencia del derrumbe del Ancien Régime, de la sociedad aristocrática dinamitada por la Revolución Francesa, cuyo ardor antiaristocrático expresaría Diderot: Les hommes ne seront pas libres tant que le dernier roi ne sera pas étranglé avec les tripes du dernier prêtre [La humanidad no será libre hasta que el último rey sea estrangulado con las tripas del último sacerdote]. La sociedad igualitarista rechazó el prejuicio teológico-político de una jerarquía de vocaciones: la crítica demoledora de Lutero al sacerdocio, al que transformaría en mero oficio sujeto a la voluntad de la comunidad, impulsó la revaloración de la vida ordinaria, causa a su vez de la febril actividad comercial—que el puritanismo entendía sacramentalmente, como signo de predestinación divina—, así como de la centralidad de la familia—que, desprovista del pathos aristocrático que ponía en el centro al padre, revalorizó el lugar de la mujer como educadora de “mores”.

La igualdad de condiciones, providencial por un lado, en tanto capaz de unir los vínculos naturales, distendiendo los artificiales, así como generar una alta movilidad social gobernada por una mezcla de esfuerzo y azar, está siempre en peligro de producir efectos nocivos. Pues a la igualdad de condiciones le sigue una “igualdad de las mentes”, es decir, la tendencia a rechazar todo argumento de autoridad que venga del otro, al que no puedo sino considerar mi igual. Se produce así la temida nivelación, la estultificación y embrutecimiento social. Las ansias igualitarias tienden casi necesariamente a bajar el estándar, dejando la grandeza, la distinción y la diferencia de lado. Nietzsche, Kierkegaard y Tocqueville están de acuerdo: la nivelación es el peor de los efectos sociales de la democracia liberal.

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¿Qué nos enseña todo esto hoy, mexicanos a dos décadas de haber comenzado el tercer milenio? En mi opinión, dos ideas son fundamentales.

Primero. México no es democrático desde el punto de vista de la igualdad de condiciones. Nuestro país nace como encuentro de culturas, mestizaje, creación de lo nuevo. Sin embargo, la mezcla nunca fue igualitaria. El “indio” fue siempre menos: menos inteligente, menos trabajador, menos atractivo… y por ende mereció siempre menos. Relegado a los rincones donde la modernización nunca arribó, el indígena sigue siendo asignatura pendiente, problema en vilo, entre la asimilación y la pieza de museo cultural. A ello debemos sumar a cinco o seis decenas de millones de mexicanos en pobreza y que, sin importar demasiado cuánto se esfuercen por salir, comenzaron el juego con menos jugadores, un árbitro en contra, y el terreno de juego disparejo. México—y con él, un importante número de países en el orbe—viola la máxima de Rousseau: asegurarse de que nadie es tan rico como para comprar al pobre, ni tan pobre como para venderse. Sin igualdad económica básica no hay democracia.

Segundo, la igualdad niveladora, inserta en la era de la posverdad, es la mejor arma de demagogos que buscan convertir la democracia en populismo. Tocqueville identifica en la sociedad civil y sus asociaciones el elemento (casi aristocrático) capaz de mediar lo público y lo privado, el interés del yo y la conversión del esfuerzo individual en capital social. La asociación funge como espacio de actividad pública en aras de un objetivo ineluctablemente privado. Es, junto con la religión y la familia, escuela de mores, lugar donde el individuo se viste con la túnica del ciudadano, trocando solipsismo por comunitarismo (¡no colectivismo!) y monólogo por diálogo. Nuestro país reprueba nuevamente: la sociedad civil está muerta, o a punto de morir. No existe hoy lugar de encuentro de los ciudadanos en pos de la res-publica, de aquello que es de interés de todos, aquello que logra convertir una colección de yoes en un “nosotros”. Los federalistas norteamericanos del siglo XVIII consideraron la multiplicación de las asociaciones como la mejor medicina contra la tiranía de un grupo sobre el resto. Hoy esta enseñanza suena más urgente que nunca.

Que la igualdad sea al mismo tiempo un sine qua non de y una amenaza a la democracia no es una contradicción, sino que ejemplifica la necesaria tensión (casi sucumbiría yo al aristotelianismo de la virtud en el medio) entre la vida social y la existencia individual, entre el “yo” y el “tú”, entre la necesidad de ser yo mismo y tener la capacidad de florecer, y entender que mi yo está inserto en una red de relaciones que creo y que me crean.

Dr. Juan Pablo Aranda Vargas.
Profesor Investigador
UPAEP

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