Desarrollo humano y social
Hacia el fascismo… no
14 junio Por: Juan Pablo Aranda Vargas
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Carl Schmitt, jurista de Hitler y, en opinión de Erik Peterson, acuñador del vocablo “teología política”—término que da título a dos de sus más importantes obras, que en su conjunto constituyen un diálogo con éste, respecto a la posibilidad de implementar una teología política cristiana—define al soberano como aquel que decide sobre la excepción.

Deudor de la tradición que corre por las páginas de Bodin y Hobbes, Schmitt desestima el procedimentalismo kantiano de Kelsen, a través del cual el soberano es identificado con el marco legal, de forma tal que cualquier “afuera” de la ley queda abolido. Torpeza positivista. Schmitt revira: la excepción es más interesante que la ley, toda vez que la primera se explica tanto a sí misma como a la última, mientras que ésta no es capaz de explicarse ni siquiera a sí misma. La ley, esto quiere decir, existe sólo dentro de un espacio de normalidad, de forma tal que su existencia y, por ende, aplicabilidad, están en función de determinadas condiciones que ella misma no crea, sino que de hecho la posibilitan. La excepción es interesante porque implica el momento de la decisión que permite determinar cuándo una ley aplica y cuándo no.

Schmitt mira al soberano absoluto de Hobbes con nostalgia: confrontado con la crisis del naciente liberalismo—la Gran Depresión y la crisis de representación que siguió a esta—cae bajo el embrujo de Hitler, que se le figura la reencarnación del dictador romano. Pero, mientras que el dictador romano respondía a una situación de crisis, suspendiendo la ley temporalmente a fin de protegerla, Hitler establece un estado de excepción que busca la exterminación del “otro” en aras del sueño imposible de la absoluta identidad del pueblo consigo mismo. La raza aria aparece, así, nada más que como la apoteosis de una arrogancia antiquísima: “seréis como dioses”, es la frase que cosquillea en cada discurso de Hitler. Y Schmitt se encuentra pinchado por la rueda.

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Lo hemos dicho ya: nuestras sociedades no avanzan hacia un nuevo fascismo. La evidencia desestima esta hipótesis. La era de los nacionalismos, como llama Hobsbawm a esa era negra de la humanidad, se caracteriza por una energía y ebullición social que hoy no se encuentra por ningún lado. Hoy no hay sangre en ebullición, sino más bien leche tibia para producir un descanso apacible; hoy no hay grandes sueños, sino el cálculo prudente de una vida en función de una comodidad promedio; hoy no hay líderes, hay patéticos bufones que juegan a merecer lo que se les dio gratuitamente, tan libre de mérito como de responsabilidad; hoy no hay pueblos, hay mónadas o, en términos de Lipovetsky, narcisismos colectivos. No es la reedición de los horrores del siglo veinte, sino, fiel a la recomposición de la máxima de Marx, es la historia que ocurre primero como tragedia, luego como farsa. Trump y López Obrador son bufones, peleles, patanes… pero, Žižek alerta con precisión y urgencia: detrás de esa idiotez repta una peligrosidad absoluta.

¿Qué implicaría la repetición de la historia como farsa para nosotros, mexicanos que sufrimos al peor presidente de la historia moderna (una afirmación sin duda aventurada, si uno considera el récord histórico reciente, compuesto por un analfabeto corruptísimo, un hombrecillo que jugó a la guerra sin entenderle mientras dejaba a sus amigos jugar el juego de la corrupción, y un torpe gigante cuya lengua cobró vida)? Muchos han hecho una relatoría de los específicos descalabros del ciudadano presidente que no vale la pena reeditar. Pintemos, mejor, con brocha gorda, marcando las grandes tendencias que caracterizan este sexenio.

Un presidente que, cansado de lidiar con las instituciones, las desmantela; el “al diablo con las instituciones” desde el gobierno. Un presidente que da la vuelta al proceso legislativo y comienza a gobernar por decreto, al estilo del caudillo o, mejor, al estilo que aprendió bien durante sus años de formación en la dictadura perfecta.

Un presidente que perfecciona el lenguaje político, vaciándolo por completo de cualquier contenido, haciendo del fake news la lógica de “atrápame si puedes”, untándose la piel de aceite, haciendo que resbalen la más básica lógica y hasta el sentido común. Un presidente que es parte de un movimiento y un movimiento en sí mismo, que se cansa de ser líder de una estructura humana, con reglas y procedimientos, pues en el fondo de su corazón quiere ser un mesías, un iluminado, un místico, un santo. Un presidente que pintó pacientemente al país de negro y blanco, escondiendo todos los tonos de gris, poniendo de cabeza el “conmigo o contra mí” cristiano, convirtiéndolo en instrumento de odio, resentimiento y sed de venganza. Un presidente que articula—de manera análoga a la guerra entre la luz y las tinieblas anunciada por Bush tras el 9/11—su transformación en términos proféticos, escatológicos, soteriológicos; un discurso que se eleva hasta el mismo cielo mientras que aquí en la tierra lo que se ve es la política por los mismos medios, la misma explotación, la misma alienación, la misma corrupción de antaño bendecida ahora por la saliva vulgar del dictadorcillo tropical.

Ahora bien, el gran peligro. Detrás del circo, detrás de la política nacional y local que no es más que un teatro guiñol, encontramos un pueblo destrozado, descarnado, pervertido hasta la médula. El genio del populismo es, como afirmaba Laclau sin reconocer su potencial destructivo, el antagonismo perpetuo, la sistemática creación del otro radical que, Schmitt nuevamente, produce lo político y la política una y otra vez. Una sociedad partida, herida por el odio y el deseo de ver al otro arder incluso si es dentro de mi propia casa, está condenada a devorarse a sí misma. Uróboro social.

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Cuando Erik Peterson escribió El Monoteísmo como Problema Político, estableció una analogía velada entre Eusebio—quien vistiera a Constantino con luces escatológicas—y Agustín, el converso que rechazó las lecturas fáciles que quieren combinar la historia humana con la Providencia, buscando alertar a Schmitt, quien, como nuevo Eusebio, caminaba al desastre bajo el encanto de la voz de Hitler, esa flauta de Hamelin que atrae niñatos y sosos por igual. Hoy debemos lanzar una alerta similar: de seguir por la senda actual, la destrucción del cuerpo social está asegurada, no ya por un régimen de terror que asemeje el 1984 de Orwell, sino por la sociedad del espectáculo, la política de masas y caudillos, la educación fabril, el neoliberalismo, la desintegración de la comunidad, y, utilizando a otro nazi, quien fuera también el más importante filósofo del siglo pasado, el olvido por la pregunta por el ser.

Dr. Juan Pablo Aranda Vargas.
Profesor Investigador
UPAEP

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