Desarrollo humano y social
Liderazgo, autoridad y memoria.
19 mayo Por: Juan Pablo Aranda Vargas
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Quien observa la realidad actual, termina por constatar una lamentable crisis de liderazgos que parece destinada a convertirse en el rasgo distintivo de nuestro tiempo. Todavía en los años sesenta contábamos, por un lado, con Marcuse, Foucault, Beauvoir y Sarte, y por otro, con Luther King Jr., Mandela, los dos Roosevelt, Thatcher e, incluso, Khrushchev—a quien probablemente le debamos, más que a Kennedy, haber evitado un conflicto nuclear.

Los liderazgos hoy se han vulgarizado, convirtiéndose en mercancía. En unos casos, se han suavizado; en otros, se han estetizado hasta provocar risa; en ocasiones, se han vuelto rijosos y toscos en los bordes, jugando el demagogo a ser “pueblo”; otras veces—¡quizá las más!—se han vuelto patéticos, adoptando una cara cómica: el bufón como el nuevo líder. Slavoj Žižek da en el clavo cuando compara al ex premier italiano, Silvio Berlusconi, con Po, el panda obeso de la saga Kung Fu Panda:

«[T]hrougout the film, this pseudo-oriental spiritualism is constantly being undermined by a vulgar-cynical sense of humor. The surprise is how this continuous self-mockery in no way impedes on the efficiency of the oriental spiritualism—the film ultimately takes the butt of its endless jokes seriously… This is indeed how ideology functions today: nobody takes democracy or justice seriously, we are all aware of their corrupted nature, but we participate in them, we display our belief in them, because we assume that they work even if we do not believe in them» (First as Tragedy, then as Farce, 2009, 50-51).

Basta mirar los liderazgos actuales en nuestro país. ¿No es López Obrador una burda mezcla de Po y del poderosísimo tlatoani vestido de amanteca? ¿No lo caracterizan la insensatez y el cinismo, el tono populachero y la absoluta ignorancia de su oficio? ¿No reencarna, casi al punto de un insoportable virtuosismo, el “pero volviendo al principio inicial del comienzo de donde estábamos empezando” de la Chimoltrufia, o el “se me chispoteó… es que no me tienen paciencia” del Chavo? El presidente convertido en variedad, el espectáculo cooptando la realidad, y la realidad retenida en la caja idiota que, idiota como es, nos receta mañana a mañana el mismo circo, la misma ruina moral y mental.

¿Qué tipo de liderazgo propone el catolicismo? Siendo incapaz de definirlo en unas pocas líneas, avanzaría yo algunas intuiciones.

Primero. El liderazgo católico asume la tergiversación que Nietzsche acusa en el cristianismo: El cristianismo puso de cabeza el mundo. En la locura divina la sabiduría se vuelve tozudez (1 Cor 3:19), la fortaleza languidez (1 Cor 1:25), la gloria humillación (Lc 18:14). El líder lidera no para engalanarse, sino porque es el último. Porque el que recibe, recibe gratuita e inmerecidamente, y por ende sólo puede responder al don con servicio y entrega. Ese donar-se uno mismo es el liderazgo cristiano (Jn 10:15).

Segundo. El liderazgo ejercita una autoridad que no puede sino entenderse en términos de la memoria y el testimonio. Quien manda lo hace en nombre de alguien más, de aquel en quien reside el auténtico poder (Jn 19:11). Así como el pontífice es, antes que nada, el guardián de la memoria de la Iglesia—memoria de una revelación, esto es, de una palabra dada y, por ende, recibida, no descubierta, el líder cristiano no lo es sin regresar al servicio de aquel que envía (Jn 20:21).

Tercero. El líder vive, ineluctablemente, la angustiosa tensión entre libertad y memoria. El cardenal Newman escribía al duque de Norfolk: “Si tuviera que brindar por la religión, lo cual es altamente improbable, lo haría por el Papa. Pero en primer lugar por la conciencia”. La conciencia, dice Ratzinger, tiene dos elementos: anamnesis, esto es, esa voz que reverbera en el fondo del espíritu, ese rememorar que trae-al-frente lo incondicionado, presentándolo como lo autoevidente; y la conscientia, la herramienta humana del decidir, que descansa ineluctablemente en mi libertad y mi capacidad, hoy y aquí. Toda decisión está inevitablemente sujeta a la tensión entre esa voz, sutilísima, de la conciencia, y la lealtad que uno se debe a sí mismo, la decisión que nadie puede enajenar, ignorar, o ceder.

Cuarto. Así, emerge, finalmente, la responsabilidad. Ratzinger la describe con total claridad: “Es incuestionable que debemos seguir siempre el veredicto evidente de la conciencia”, y unas páginas después: “Seguir la convicción alcanzada no es culpa nunca. Es necesario, incluso, hacerlo así. Pero sí puede ser culpa adquirir convicciones falsas y acallar la protesta de la anamnesis del ser”. El líder—que, en este punto, se ha confundido completamente en la idea del “cristiano”—es aquel capaz de hacerse responsable de sí. No es el que obedece ciegamente: el que obedece puede equivocarse, mucho y terriblemente, como Arendt alertó brillantemente en Eichmann in Jerusalem. La obediencia es racional y razonada o es servil y bruta. El cristiano es líder o es “mocho”—cercenado de sí mismo, incompleto, mortalmente aburrido (Ratzinger, Eschatology, 8) La responsabilidad sólo habita en espíritus fuertes, capaces de vivir, Nietzsche nuevamente, en la permanente tensión del arco; un arco, empero, infinitamente más digno que el imaginado por éste.

El cristiano es líder cuando memoria e identidad (como Juan Pablo II intitulara un libro) coinciden, cuando mi volición es volición en otro, cuando ese otro no es cualquiera, sino el Absolutamente Otro (Introducción al Cristianismo, 48), cuando he dejado de vivir como individuo, haciendo espacio a aquél Otro que vive, ahora, en mí (Gal 2:20), dando pleno sentido, paradójicamente, a mi libertad.

Contra los nuevos liderazgos, contra la tendencia actual de enaltecer lo más burdo de nuestras sociedades—quizá un resabio del carnaval medieval o el pharmakos griego que se ha rebelado a fuerza de resentimiento—apostemos por el liderazgo cristiano, que no busca su propio reflejo ni su propia gloria, sino se entiende como contingencia, como criatura pasajera, como pura transitoriedad en manos de lo eterno.

Dr. Juan Pablo Aranda Vargas.
Profesor Investigador
UPAEP

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