Desarrollo humano y social
Epidemias y pandemias en la historia de la humanidad (3ª parte)
06 abril Por: Herminio Sánchez de la Barquera Arroyo
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Uno de los virus más peligrosos y mortíferos en la historia de la humanidad es el que desencadena la viruela (“Orthopoxvirus variolae”). Se trata de una de las enfermedades más contagiosas y letales para el ser humano.

El nombre proviene del latín “variola, variolae”, que significa “de varios colores”, “con manchas”, y fue utilizado por vez primera por el obispo Marius de Avenches (en la actual Suiza), hacia el año 571, para designar a dicha enfermedad. En el siglo XI, el médico y traductor Constantius Africanus difundió de manera decisiva dicho nombre.

La viruela es en América tristemente célebre, pues se trata de la primera epidemia de origen europeo que azotó, en el siglo XVI, a la población de diversas regiones. Como el virus que la provoca no existía en el Nuevo Mundo, la mortandad fue terrible.

Al parecer, la viruela llegó a las Antillas por medio de unos indígenas de esa zona que regresaron de un viaje a España y que allá se contagiaron, por lo que, al desembarcar, transmitieron dicha enfermedad a los habitantes de las islas, desencadenándose una epidemia que acabó con un porcentaje enorme de la población. Es posible, poco después, que uno de los hombres que venía con Pánfilo de Narváez haya sido el que trajo la viruela al territorio que actualmente es México.

Las víctimas, entre la población indígena americana, se contaron por millones. Incluso el gran guerrero Cuitláhuac, quien había derrotado a los españoles en la célebre batalla de la “Noche triste” y que estaba organizando con gran celo y efectividad la resistencia, murió en Noviembre de 1520, para fortuna de los conquistadores, debido a la viruela.

Los investigadores parten de que la población americana sucumbió en mayor número a la viruela y a otras enfermedades traídas por los europeos en el primer siglo del contacto, que debido a las guerras.

Los cálculos varían desde un cuarto de la población, en algunas regiones la mitad y en otras, quizá hasta un 90%, como en algunas de las islas antillanas. Las cifras varían entre los 5 y los 8 millones de personas fallecidas por la viruela. Hubo incluso en el siglo XVIII (a partir de 1775) una fuerte epidemia en las costas del Pacífico en América del Norte, que cegó igualmente la vida de muchísimos indígenas.

Sin embargo, parece que la epidemia de “cocoliztli” causó incluso más muertes que la viruela. La palabra náhuatl que la designa significa “mal” o “enfermedad”, y se refiere a una fiebre hemorrágica que azotó territorios de los actuales México y Guatemala en 1545 y 1576. Si bien no se ha identificado exactamente qué enfermedad pudo haber sido, un equipo de investigadores publicó en 2018 un estudio en el que presentan argumentos que señalan, con altas probabilidades, a la salmonelosis (la bacteria “Salmonella Typhimurium” o alguna similar) como causante de las mortales epidemias.

La salmonelosis también fue traída probablemente por los europeos; el agente patógeno se contagia generalmente debido al agua y a la comida. Con una población que nunca había estado en contacto con dicha bacteria, los enfermos padecían fiebres altas, dolores en el estómago, diarrea y hemorragias copiosas, por lo que muchas personas morían en cuestión de días. Curiosamente, los documentos de la época mencionan que, a diferencia de los indígenas, los españoles no morían de dicha enfermedad.

Se calcula que el cocoliztli provocó, si juntamos ambos brotes (1545 y 1576), la muerte de unas 15 millones de personas. De todas maneras, no existen pruebas contundentes de que la salmonelosis no existiese ya en territorios de la América prehispánica.

Otra epidemia que arrancó muchas vidas, aunque notoriamente menos que las que acabamos de describir, es la llamada “Gran peste de Londres”, en los años 1665 y 1666, que significó la muerte de unas 100 000 personas, incluyendo 70 000 en Londres, es decir, una quinta parte de la población de la ciudad. Estas cifras son mucho menores que en otras pandemias, pero se trató de unas de las últimas epidemias graves en Europa antes de la “Influenza española” de 1918.

Se trata en esta peste del mismo agente patógeno que en la “Muerte negra” del siglo XIV. La bacteria al parecer llegó a Inglaterra en un barco con un cargamento de algodón proveniente de los Países Bajos, en donde, desde hacía varios años, ya corría la peste ocasionalmente.

En Inglaterra, los primeros en caer víctimas de esta enfermedad fueron los habitantes pobres que vivían cerca del puerto. Cuando la peste llegó a Londres, la corte y la gente mejor acomodada huyó hacia otras ciudades, pero un pequeño número de médicos, clérigos y boticarios decidió quedarse a hacerle frente a la situación, al igual que el alcalde de la ciudad.

Las tiendas y negocios fueron cerrados, se organizó con mucho cuidado la forma en que los cadáveres serían enterrados. Las autoridades pidieron a los habitantes mantener fuego encendido en las casas, pues se sospechaba, como ya lo habían constatado los médicos papales en el siglo XIV, que el calor en exceso reducía las probabilidades de contagio (en efecto, las pulgas requieren, para estar activas, de una temperatura ni muy fría ni en exceso calurosa).

Además, se pedía que se quemasen en las casas substancias olorosas, y que la gente, incluso los niños, fumaran tabaco, pues también se creía que eso ayudaba para detener la marcha de la peste. Hacia mediados de Julio de 1665, morían en promedio, en Londres, unas mil personas a la semana, y en Septiembre se llegó a las siete mil, pero entonces empezó a declinar paulatinamente el número.

En Febrero de 1666 se consideró prudente que el rey y su séquito volviesen a Londres, y la peste ya no recobró la fuerza del año anterior. El gran incendio de Londres, que casi destruyó la ciudad en su totalidad, significó el fin definitivo de la peste, pues una enorme cantidad de ratas (con sus correspondientes pulgas) encontró la muerte en medio de las llamas.

Este incendio ocurrió entre el 2 y el 5 de Septiembre de 1666 y destruyó más de cuatro quintas partes de la ciudad, sobre todo los barrios medievales. Unas 100 000 personas perdieron su hogar, aunque las víctimas mortales fueron comparativamente pocas.

Aquí nos encontramos con una figura curiosa y torpe: el alcalde de Londres Sir Thomas Bludworth, quien pertenece a la misma categoría de políticos que Jair Bolsonaro, Donald Trump o Andrés Manuel López, porque, cuando sus asistentes lo despertaron con la noticia de que la ciudad ardía y que había que tomar medidas inmediatas ante la tragedia que se veía venir, salió, vio las llamas y exclamó despreocupado: “Pish! A woman might piss it out!” (algo así como: “¡Bah! ¡Una mujer puede hacer pipí y apagarlo!”). Y se regresó muy tranquilo a seguir durmiendo. Dos días después, la ciudad ya estaba consumida por el fuego. No cabe duda: si en esos momentos se hubiese organizado una procesión de tontos, Mr. Bludworth iría bajo palio…

Dr. Herminio S. de la Barquera A.
Decano de Ciencias Sociales
UPAEP

 

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