Mientras los días se mecen en el silencio de gargantas que reprimen un gemido angustiado, en las mesas de Palacio Nacional, de la Casa Blanca o de tantas otras sedes del ejecutivo de algún país se barajan números, cifras, porcentajes, montos, proyecciones y predicciones. Mientras que la ausencia de una persona con nombre, rostro e historia parte en dos las vidas de quienes la amaban, la agregación macro convierte sustantivos propios en cifras que despersonalizan, cosifican y reducen lo que es esencialmente irreducible. El número otorga la ilusión del anonimato: hablamos hoy ya de miles de muertes. Pero, ¿quién puede ver a mil muertos, quién puede sufrir mil muertes?
La pandemia puede ser vista ya como crisis de salud, crisis que silencia las vidas de personas, estrellándolas contra un virus del que todavía no sabemos lo suficiente o, por el contrario, como crisis económica que amenaza la forma misma en que vivimos actualmente.
Una importante cantidad de gobiernos están decantándose por la segunda interpretación—no olvidemos, vale decir, que los hechos desnudos, libres de interpretación, no existen cuando lo que estudiamos es la sociedad; existe únicamente, por ende, una interminable hermenéutica de lo social. Trump en Estados Unidos, Boris Johnson en el Reino Unido, Andrés Manuel López Obrador en nuestro país y, en la cima de la vulgaridad, Miguel Barbosa en Puebla, parecen haberse convertido en apostadores de alto riesgo. La sugerencia de Trump, simétrica a aquélla de Johnson al inicio de la pandemia, de regresar a laborar tiene evidentes tintes electorales: la fórmula de costo-beneficio debe ponderar la cantidad de nombres en una lista a cambio de reactivar la economía a tiempo para su reelección. López Obrador, así como su perro fiel, Salinas Pliego, exigen perder el miedo para combatir los propios demonios: el primero que ve el apoyo popular a su gobierno en franca hemorragia; el segundo sabe que nunca volverá a enriquecerse como lo está haciendo ahora. De Barbosa es mejor no hablar: se trata de la irresponsabilidad convertida en mentira criminal, cinismo que pone en riesgo la vida de miles.
Cuando se antepone un proyecto de ambición personal a la vida de miles; cuando el cálculo político hace caso omiso de la afectación que determinada política pública tendrá en términos de vidas humanas; cuando se planea en función de métricas costo-beneficio que pretenden maximizar votos al tiempo que se minimizan los costos (generalmente económicos) que habrá que pagar por mantenerse en el poder; cuando la humanidad pierde de vista la noción más básica de la dignidad de cada uno de quienes pueblan el orbe, especialmente cuando hablamos de los desplazados; entonces el ideal democrático puede ser dado por muerto, entonces la supervivencia toma el control y los seres humanos trocamos seguridad por vida auténtica, entonces se impone frente al individuo un espejo que le impide ver nada que no sea su propio rostro, ese que, al fondo, va reflejando la fealdad de un espíritu envejecido y enfermo
Contra el cálculo político, sólo la dignidad del nombre. Acostumbrados a ver cifras, es tiempo de recordarnos que detrás de las poco más de 24 mil muertes que el virus ha cobrado hasta hoy hay 24 mil nombres con una historia; detrás de cada nombre que ha quedado silenciado hay una vida que se ha apagado. Y si bien la muerte no puede más que entenderse como la condición sine qua non de lo humano, el horizonte que nos pone en contacto con la pregunta por el sentido de la vida, eso no es óbice para reconocer que por cada vida que se pierde siempre habrá alguien que llora, que sufre, que extraña a su padre o a su madre, a su hermano o su hermana, su abuelo o abuela, su amiga o amigo de tantos años.
La vida humana se teje hermenéuticamente. Podemos pensar esta crisis en términos de números, sin necesidad de reparar en nombres e historias. O podemos detenernos y tratar de sentir el alud del inmenso dolor que hincha la tierra, y llenarnos, por un segundo, del dolor de tantas familias que, día a día, visten su espíritu de luto. Sólo esta segunda hermenéutica abre la posibilidad de que, cuando termine la pesadilla, despertemos y podamos volver a ver al espejo y encontrar a alguien por quien sentimos afecto y respeto.
Dr. Juan Pablo Aranda Vargas. Profesor Investigador UPAEP |