No teman a los que matan el cuerpo, pero
al alma no pueden matar: teman a quien
puede destruir el alma y el cuerpo en el
infierno (Mt 10:28).
El mundo ha vuelto a la conmoción. Una sola temática, un enemigo mortal, un pulmón colectivo conteniendo la respiración. La crisis causada por el Coronavirus amenaza cobrar miles de vidas. Y, sin embargo, de la crisis profunda, de la crisis importante, pocos hablan.
La crisis que amenaza con destruir el mundo no es causada por un bicho capaz de cobrar las vidas de una proporción de los infectados. El problema de fondo no es que la crisis sanitaria esté o no siendo enfrentada, sino cómo la estamos enfrentado, cuál es el costo que estamos asumiendo para vencerla.
La evidencia se acumula a una velocidad pasmosa: aquí, un presidente que ignora la realidad, la ciencia, su responsabilidad, prefiriendo jugar (¿o asumir?) al loco, besar y ser besado, bañarse en el sudor popular. Allá, en Italia, convertida en epicentro de defunciones, una empresa amenaza demandar a otra que, ignorando la patente de la primera, decidió producir ventiladores, en impresión 3D, a fin de salvar vidas. Volvemos a México: miles hacen negocio con la crisis, vendiendo un desinfectante hasta en cuatro mil pesos, cubrebocas por hasta mil pesos, y todo sin el menor rasgo de pudor.
Los comentarios respecto de la crisis sanitaria del filósofo italiano, Giorgio Agamben, generaron controversia en días recientes. Agamben criticó duramente las “frenéticas, irracionales y completamente infundadas medidas de emergencia” en su país y en el mundo. El filósofo francés, Jean-Luc Nancy, amigo de éste, llamó al último a la prudencia, haciéndole notar que el coronavirus mata con una tasa de mortalidad treinta veces mayor que la gripa común (https://cutt.ly/OtzYNmW).
Agamben reviró unos días más tarde, haciendo énfasis en un tema de fundamental importancia. El miedo, aseveró, es el enemigo mortal de la libertad: “Una sociedad que vive en un estado perenne de emergencia no puede ser libre. Vivimos, en efecto, en una sociedad que ha sacrificado la libertad por las así llamadas ‘razones de seguridad’, condenándose a sí misma, por tanto, a vivir en un perpetuo estado de miedo e inseguridad” (https://cutt.ly/ItzYVVs). Agamben toca un punto neurálgico: lo verdaderamente peligroso no es lo que pasa hoy, sino lo que podría venir: el advenimiento de una sociedad higienista que, privilegiando la vida nuda, la supervivencia biológica, sacrifica la vida cívica, la vida comunal. Así, nos arriesgamos a ver “universidades y escuelas cerradas, ofreciendo cursos sólo online, poniendo un freno definitivo a las reuniones para discutir asuntos políticos y culturales, supliéndolas por mensajes digitales, sustituyendo en lo posible todo contacto—todo contagio—entre seres humanos, por máquinas”.
En su desmedida crítica a las medidas sanitarias, Agamben cae en un peligro omnipresente del intelectual: conceder demasiada importancia a las propias teorías. Sin duda, su obsesión con los estados de excepción le hace perder de vista la importancia de salvar vidas humanas, incluso a cambio de la renuncia de ciertas libertades. Sin embargo, la dura crítica a una sociedad que tiende a privilegiar la burda supervivencia sobre la auténtica vida es absolutamente actual, atinada, y urgente.
La crisis sanitaria es, pues, antes que nada, crisis humanitaria. Es una crisis de sentido común, de caridad, de empatía, de cortesía y del mínimo respeto a la dignidad humana. Estamos perdiendo la brújula a una velocidad que pone en entredicho que podamos salir de esta crisis sintiéndonos todavía personas.
¿Qué hacer? En mi opinión, es en la tensión entre responsabilidad frente a la crisis sanitaria, por un lado, y la terca prevalencia de lo humano, por otro, donde puede encontrarse un atisbo de respuesta. Hay que aislarse. De eso no hay duda. Hay que vaciar los centros de trabajo y tomar todas las precauciones necesarias. Pero, al mismo tiempo, hay que acercarse al otro. Hay que ver a quien no tiene nada, a quien no va a seguir cobrando este mes, quien ve la empresa que trabajó años por construir a punto de cerrar. Hay que abrazar con la voz, haciéndonos presentes en los problemas del otro, hablando a los viejos para reconfortarlos, hablando con nuestros hijos para hacer de la crisis un momento de educación. Hay que sentir con el otro, tener empatía, practicar la caridad, atreverse a descentrar el propio yo.
La actual crisis amenaza no ya las vidas de un puñado de personas, sino las nociones más básicas de dignidad, fraternidad y humanidad, las pocas joyas que las grandes civilizaciones han logrado preservar hasta hoy. Frente al oportunismo, la indiferencia y la crueldad respecto al dolor del otro, hoy más que nunca urge ver en el otro un fin en sí mismo, un proyecto de vida, un tú que me interpela y me exige devolverle una sonrisa y ayudarlo. En tres palabras: abrazar sin abrazarnos.
Dr. Juan Pablo Aranda Vargas Profesor Investigador UPAEP |