Desarrollo humano y social
Individuo, pueblo y comunión
08 marzo Por: Juan Pablo Aranda Vargas
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Después de lo vivido el día de ayer, del sentimiento de solidaridad generado por las voces cantando al unísono, demandando seguridad a un gobierno timorato y estulto; después de la sensación de sacudida, del despertar de un grupo fundamental de la sociedad que decidió lanzarse a las calles, irradiándolas de vida y emoción; después de sentir que la casa de gobierno es casa del pueblo, que donde está el pueblo el fantasma de la soberanía popular planea silencioso; después de la jornada de ayer no basta quitarse la emoción y la pasión igual que el saco o la camisa, dejándolos en el perchero y cambiándolos por ropas más cómodas.

La pregunta se impone, ¿qué sigue? O, mejor dicho, ¿qué debe seguir?

Sin atreverme a formular una respuesta definitiva o integral, me parece que el pensamiento cristiano puede enseñarnos algo importante sobre la relación entre la parte y el todo, entre persona y comunidad, entre masa y tiranía.

Joseph Ratzinger es enfático al afirmar que el cristianismo comienza en el individuo. No utiliza el término “persona”, más teológico, sino el de “individuo” [einzelne], propio del pensamiento liberal. La razón es simple: para Ratzinger, el cristianismo supone la derrota de la tiranía de la masa, de ese poder que se esconde entre los números para ignorar toda norma. El cristianismo repudia la tiranía de la opinión pública, cuyo más detestable resultado describió Alexis de Tocqueville, y Elizabeth Noelle-Neumann formalizó con su teoría de la “espiral del silencio”. Más aún: fue la masa quien entregó a Jesús (Mc 15:13-14; Jn 18:40). La fe cristiana no es, por lo demás, fe en “esto” o “aquello”, sino fe en alguien, fe que sólo puede producirse a través de un encuentro personal (Ap 3:20). El cristianismo, así, rechaza cualquier intento de imponer la fe o, en los términos formulados por Rousseau, todo proyecto que busque obligar a los individuos a ser libres.

Sin embargo, un cristianismo individualista está muerto. El encuentro con una persona supone ya la radical incompletitud humana, la necesidad de encontrar en el otro aquello que soy pero que, paradójicamente, todavía no soy. El cristianismo es, pues, comunidad, [koinonía], es punto de reunión. Supone, necesariamente, el descentramiento del yo (Gal 2:20), sin el cual la auténtica vida cristiana es imposible. El paradigma de esta comunidad es, por cierto, sobrehumano: en el misterio trinitario, en el “Hagamos al hombre a nuestra imagen” del Génesis, se esconden los rasgos antropológicos que fundan la comunidad humana en la natural sociabilidad humana.

Así pues, ni una individualidad que disfraza todo anhelo común bajo el velo de un egoísmo productivo, ni el colectivismo que asfixia el justo derecho de la persona humana a ser autónoma y a ser reconocida en dicha autenticidad (cf. Charles Taylor), sino la tensión productiva entre ambos. O, en palabras de Henri de Lubac, una paradoja, que no es otra cosa que objetividad. Personalismo cristiano, pues, en el cual un término de la ecuación no puede sobrevivir sin el otro.

¿Aporta algo el personalismo cristiano a la coyuntura que vivimos? A mi parecer, dos enseñanzas son interesantes.

Primero, la masa está siempre en peligro de volverse tiránica. No sólo tiende la masa a una excesiva nivelación, buscando una igualdad a la baja, es decir, presiona a la sociedad hacia la mediocridad, sino que, fuera de control, puede caer en el momento absoluto de la voluntad hegeliana, aquella que se rebela contra toda particularidad, ya a través de una violencia que consume el mundo o retirándose del por completo de este. La marcha mostró liderazgos, mismos que deben continuar a fin de convertir la protesta en propuesta. La masa nunca se convierte en pueblo: siempre es facción. Sólo una labor de transformación del descontento en vida cívica será capaz de producir los efectos deseados.

Segundo, la autoridad, en tanto servicio, posee innegablemente una dimensión pedagógica. Mandar es educar. De lo contrario, el mando se convierte en opresión, en alienación. Los liderazgos deben sacar al individuo-masa y convertirlo en persona, cuya libertad debe ser, paradójicamente, devuelta a la sociedad. Ni siquiera un aristócrata como Platón creyó benéfico aislar al sabio: quien ha sido liberado de sus cadenas para salir de la caverna debe volver, porque, Sócrates instruye, el bien buscado es el de la ciudad, no el del individuo.

El guardián como perro fiel, y el guardián como maestro, son las dos grandes dimensiones de la autoridad: el servicio y la formación. La universidad hizo bien en apoyar el despertar de los estudiantes. Es de celebrar la participación, hombro con hombro, de alumnas, alumnos, profesoras, profesores y personal administrativo. La tarea auténticamente universitaria, empero, apenas comienza. Formar guardianes, formar líderes, formar autoridades, requiere un compromiso con las humanidades que sigue siendo prioridad en desarrollo. Debemos no sólo llenar horas, sino cautivar mentes; no dejar lecturas, sino llevarlas a la vida en el aula; no verificar conocimientos, sino generar espacios para la creación de una ciudadanía saludable.

Claudicar o recular de esta obligación conducirá, probablemente, a que sea necesario hacer despertar a los estudiantes una y otra vez. Contra esta estrategia, que busca apagar incendios más que plantar árboles que controlen la sequía, la educación humanista se erige como la mejor arma contra el individualismo que entumece, así como contra el colectivismo que atonta.

Juan Pablo Aranda Vargas
Profesor Investigador
UPAEP

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