La pornografía es parecida al alcohol o al tabaco: goza de una legalidad que le da carta de ciudadanía en las sociedades democráticas y plurales actuales dadas ciertas circunstancias del producto y del consumidor. La pornografía infantil está penada lo mismo que la pornografía fruto de la trata de personas en cualesquiera de sus modalidades. Estos son, grosso modo, los límites. Lo demás está legalmente permitido. Ahora bien, en cuanto al consumo de tabaco, no porque yo sea mayor de edad y pueda comprar una cajetilla, eso significa que el tabaco sea bueno, que no me haga daño e incluso que, pasados los años y tras complicaciones médicas, la seguridad social deba destinar recursos a paliar las consecuencias de decisiones personales. Algo parecido quiero mover a la reflexión en las siguientes líneas.
Consumidores. Llegados a este punto se requiere tanta objetividad como sinceridad. Hoy la gran mayoría estamos en mayor o menor medida en contacto con la pornografía, tras una búsqueda deliberada o tras un hallazgo no intencionado, de modo activo o pasivo, consciente o inconscientemente, hay una sobreexposición a la pornografía sin precedentes. Según información que he consultado (The Stats on Internet: Pornography de DailyInfographic) 12% de todos los sitios web son de pornografía; cada segundo se gasta más de 3,075 dólares en pornografía, es decir, que multiplicando esa cifra por los 86,400 segundos que hay en un día, los consumidores destinan poco más de 5 mil 300 millones de pesos al día (¡dos rifas de avión presidencial!) –eso sin contar que el gran consumo de pornografía es free porn–; 25% de las búsquedas en navegadores de internet son de tipo pornográfico –por cierto, 116 mil búsquedas al día contienen la expresión “child pornography”–; el 35% de todas las descargas diarias de internet son porno; la edad promedio en que un norteamericano comienza a ver pornografía es 11 años; 34% de los usuarios de internet tuvieron experiencias de exposición no deseada –a través de pop up ads, links y emails– a contenidos pornográficos, etcétera. Por supuesto, esta industria se rige por la ley de la oferta y demanda.
Si lo anterior nos muestra crudamente “cuánto consumimos”, es necesario preguntarnos, como sociedad, “qué consumimos” a través de la pornografía. Para decirlo brevemente: consumimos masivamente la objetuación de la mujer. No quiero decir que no exista pornografía de otro tipo pero, en general, la pornografía es la universalización de una perversión social que consiste en una discriminación de género: “considerar como objeto a quien es un sujeto”. Algunas representantes del feminismo radical, como Catharine MacKinnon, han llevado al debate legislativo prácticas que antes fueron justificadas por la cultura dominante machista. Una de estas prácticas es la pornografía como discriminación por causa de sexo y forma específica del tráfico de personas.
Una cultura que expone y, lejos de impedir, fomenta la objetuación de la mujer, tarde que temprano paga la factura, y la cuenta se está pagando a un precio altísimo. A sabiendas de que la pornografía no es el único vehículo de objetuación de la mujer, hay que denunciarla como el micromachismo más difundido en Occidente. Y, en efecto, no hay mejor laboratorio para corroborar las ideas de Foucault sobre la relación dominador-dominado que el material pornográfico. Y es que, por esencia, la pornografía no tiene por propósito la mostración de la ternura íntima, del consuelo, de la acogida incondicional de la alteridad, del ser-para-otro, sino más bien la mostración del otro como objeto de consumo, objeto de deseo y objeto de sometimiento.
Marx, Freud y Nietzsche, los tres “filósofos de la sospecha” según Ricoeur, habrían lanzado sus más grandes críticas al fenómeno actual de la pornografía. En efecto, en la consideración de la mujer como objeto está una denigración y mercantilización de la subjetividad humana tanto o más escandalosa que la que se daba en las fábricas inglesas que tanto indignaron al joven Marx; en el tratamiento de las mujeres como objetos anónimos e intercambiables de la mirada voyeur está una perversión que refleja una preocupante inmadurez psicosexual que por su estadística es ya una sociopatía; en las prácticas de sometimiento, consumo y denigración de la mujer hay más soporte obediencial y recepción de carga de los prejuicios sociales que lo caracterizado por el “camello” del Así habló Zaratustra.
Pero es significativamente llamativo que un ambiente cultural que nace de las rebeliones de estos tres filósofos y de una sensibilidad social despertada por la presencia de muchos colectivos feministas, no repare en la afrenta que supone la industria pornográfica.
Vuelvo a repetir: la pornografía no es el único vector que alimenta el odio contra la mujer. La violencia, lo sabemos, es multicausal. Pero sí es una muestra extraordinariamente representativa de lo que sí sería una “cultura heteropatriarcal machista”, pues a través del porno esa maldita cultura se recuerda a sí misma (millones de veces al día) que la mujer es objeto, objeto a usar y desechar por parte de un macho, cuya relación con la mujer es la satisfacción de un deseo y no la valoración y reconocimiento de una libertad y dignidad. Como dirían los norteamericanos, la relación entre la cosificación generada por la pornografía y el aumento de la violencia contra las mujeres es el “elefante en la habitación”; es una verdad tan pero tan evidente que termina por pasar inadvertida en el debate actual sobre violencia de género.
A mi gusto se abren varios caminos. Creo que es necesario que la academia y las distintas profesiones –psicología, sociología, estudios de género, criminología, neuropsiquiatría, filosofía, etc.– comiencen un riguroso estudio que determine el grado de causalidad que se da entre la sobreexposición masiva y prácticamente universalizada a la pornografía con el actual y lamentable estado de deterioro y descomposición que estamos presenciando. Al igual que ustedes, me ha indignado el caso de Fátima. Es malvado, depravado e inhumano arrancarle los sueños, la inocencia y la vida a una niña. Cuando seguía las noticias no dejaba de preguntarme si había y en qué medida, exposición a material de pornografía infantil detrás de ese deseo que terminó en un macabro suceso que nos conmocionó a todos.
Otro camino es el activismo social. Ya es hora de parar el carro a la objetuación de la mujer. Urge que los colectivos hagan conciencia social, entre otras causas de la violencia, de ésta que aquí se ha analizado. Tengo esposa, tengo hijas, tengo madre, tengo tías, tengo sobrinas. Mi felicidad y sentido de vida tienen rostro femenino. Por ellas, y por el bien de todos en la sociedad, basta ya de objetuación de la mujer. Una sociedad que fue indiferente con la pornografía ahora nos pide que no permanezcamos indiferentes ante la violencia. Pienso que para conseguir lo segundo es importante, entre otras cosas, atender lo primero.
Un último camino es el legal. Presentar una iniciativa ciudadana, o que legisladoras y legisladores de distintos partidos cierren filas y tomen la estafeta, o hasta que el Presidente emita un bando en materia educativa o de comunicaciones. El problema actual es que queremos aumentar el capítulo de penas –la eterna tentación–, como si el aumento de años de cárcel –en un país con una altísima impunidad– fuera de verdad a contribuir en algo a la solución del problema. Atendamos todas las causas que nos han llevado a este lamentable punto de nuestra historia. Yo enuncié la que juzgo una causa, pero es necesario investigar muchas otras más y hacer marcos normativos completos, realistas y efectivos.
Dr. Jorge Medina Delgadillo. Profesor Investigador UPAEP |