En nuestra colaboración de la semana pasada, tocamos el tema de lo que es un “Golpe de Estado”, movidos por el hecho de que el Presidente López había mencionado, inusitadamente, que en México habría algunos conservadores que anhelarían uno. Nunca pensamos que pocos días después de la publicación del texto ocurriría algo en Bolivia que muchos “opinólogos”, incluyendo algunos politólogos serios, y no pocos políticos, se apresuraron a catalogar como un golpe de Estado. Para poder responder a la pregunta acerca de si lo ocurrido en aquella nación fue o no un tal cosa, lo primero que deberíamos hacer es decir qué entendemos por dicho fenómeno. Si retomamos la definición que aquí manejamos, diremos que: “Un Golpe de Estado es un acto de violencia en contra de las normas constitucionales de un Estado, con el propósito de substituir al régimen o al gobierno por medio de la fuerza militar o amenazando con emplearla. Se trata, por lo tanto, de un acto ilegal, que generalmente se trata de justificar invocando a valores superiores a la Constitución o argumentando que se desea defender a esta frente a graves peligros… Al contrario que una revolución, un golpe de Estado se lleva a cabo generalmente desde arriba, sin apoyo directo de los grandes grupos de la población. (…) (Se) trata de un acto ilegal, anticonstitucional, por medio del cual un gobierno es derribado por un grupo que ya estaba participando del poder… (Es un) rompimiento del orden constitucional…”
Creo que un problema que surge al tratar de definir si estamos o no ante un golpe de Estado es que muchos analistas solamente consideran la existencia de una sola variable: la participación o no de las fuerzas armadas (es más: muchos solamente hablan del ejército). Además, la línea que marca la separación entre un golpe de Estado y una crisis constitucional puede ser muy tenue. Una crisis generalmente lo es porque hay una radicalidad en las opciones en pugna; a esto hay que agregar que generalmente hay un fuerte cuestionamiento de la legitimidad y legalidad de la dominación política.
Lo que enturbia el proceso político en Bolivia y de paso el análisis de lo acontecido es el hecho de que los militares hicieron pública su “sugerencia” de que Evo Morales dimitiese, cuando esto no era necesario. Con que hubieran seguido con su postura de no reprimir a los manifestantes era suficiente, pues Evo hubiera entendido el mensaje. De hecho, en sus primeras declaraciones, Morales no habló de un golpe militar, sino de un golpe “cívico, político y policiaco”. A la cúpula militar le ganó el deseo del protagonismo, aparentemente.
La siguiente variable, que no encontramos en Bolivia, es que el movimiento que orilló a Morales a dimitir no fue nada más desde arriba, desde la posición de los que ya participaban del poder, sino que tuvo un amplio componente popular. Esto no es típico de un golpe de Estado.
Otra variable que tampoco se toma en cuenta en muchos análisis que han aparecido en los últimos días es que no solamente hay que considerar la participación de las fuerzas armadas, sino que esta participación, en un golpe de Estado, es por regla general violenta o con una amenaza más o menos velada de emplearla. Quizá estemos ante esta segunda opción, aunque teóricamente, una sugerencia se puede seguir o no.
Un elemento más para hablar de un golpe de Estado es que las fuerzas armadas o los golpistas ocupen el poder, es decir, que substituyan a quien lo detentaba. Esto no ocurrió –o no ha ocurrido todavía- en Bolivia, aunque se pueda alegar que la persona que quedó como Presidente, la señora Jeanine Áñez, pudiera ser personera de las fuerzas armadas, cosa que podría quizá comprobarse. O quizá no.
También dijimos que, en un golpe de Estado, al final del proceso emerge un orden político diferente, en el que la Constitución deja de estar vigente, y los nuevos gobernantes, los golpistas, gobiernan por medio de decretos o de leyes extraordinarias. Esto tampoco ha ocurrido en Bolivia.
Podríamos anotar otras variables típicas de un golpe de Estado: el gobierno golpista, que obviamente está fuera de la legalidad, disuelve al Congreso y al Poder Judicial, depone a gran parte de las autoridades y deja de celebrar elecciones. Eso tampoco ha ocurrido en Bolivia.
Por último: el hecho de que la nueva Presidente (que no “Presidenta”) haya tomado posesión sin tener el quorum legal en el Poder Legislativo, aunado al hecho de que este último no recibió las diferentes dimisiones y renuncias que se formularon y no resolvió sobre ellas, lo que por supuesto implica un problema grave de legitimidad para el nuevo gobierno, forma un conjunto de errores que profundizan la crisis constitucional, por lo que podría hablarse incluso de un rompimiento del orden constitucional. Es por eso que el Poder Judicial se apresuró a validar el nombramiento de la señora Áñez. Por lo tanto, si los tres Poderes siguen funcionando, como sea, no estamos ante las características de un golpe de Estado.
Un apunte para terminar. Tengo la impresión de que la nueva Presidente Interina de Bolivia no es muy avezada en temas de política; me intranquiliza que, al igual que muchos políticos latinoamericanos, mezcle la religión con el ejercicio del poder. ¿A qué viene entrar al Palacio de Gobierno con la Biblia en la mano? Sus declaraciones acerca de los mexicanos están bien en un programa de televisión como los que ella conducía, pero no deben estar en labios de una Jefa de Estado. Ya tenemos suficientes políticos dicharacheros y rijosos en el vecindario latinoamericano como para sumar ahora a otra más. Debe estar consciente de que posee una dudosa legitimidad de origen, por lo que tendrá que esforzarse por alcanzar una legitimidad por medio del ejercicio del poder para que pueda estar en condiciones de entregar buenas cuentas al final de su encargo: tranquilizar al país, controlar a las fuerzas armadas y a la policía, convocar a elecciones, garantizar elecciones limpias y mirar por una transición ordenada del poder. Esperemos que esté a la altura de tan difícil reto.
Dr. Herminio S. de la Barquera A. Decano de Ciencias Sociales UPAEP |