El arte de gobernar es el ejercicio de la prudencia en su máxima expresión. Nada en los terrenos de la política es simple.
Sin afán de simplificar algo tan complicado como el fino arte de gobernar, describo tres competencias fundamentales (a sabiendas de que existen muchas más) que posee una autoridad que ha ganado legitimidad al paso de sus buenas decisiones.
Sabe “qué” es lo que pasa. Es decir, conoce y tiene el pulso de la realidad. Una cosa es lo que desearíamos que exista porque nos causa agrado imaginarlo y otra cosa distinta lo que en realidad sucede –¿Freud los llamaría principio de placer político y principio de realidad política?– Por supuesto, el populismo, entre algunos de sus encantos, se destaca por hacer de la ficción una realidad. No estoy pensando exclusivamente en quien preside la República, pienso también en los distintos gobernantes, cada uno a su nivel, en los Congresos, en líderes sindicales, empresariales… incluso en los modestos padres de familia que formamos el contingente más numeroso de quienes tienen la grave encomienda de la autoridad (sobra decir que existe la permanente tentación de ser un papá populista, un directivo populista… esas mieles a todos apetecen).
En la política (micro o macro) el defecto de no ver la realidad con nitidez se reduce a dos opciones: hipermetropía (imposibilidad de ver con claridad los objetos próximos, pero sin dificultad los lejanos) y miopía (imposibilidad de ver con claridad los objetos lejanos, pero sin dificultad los próximos). Los diagnósticos hipermétropes aciertan a lo lejos, describen con claridad, por ejemplo, que el problema de la patria es la “corrupción”. Su problema es que, a la hora de ver en corto, la asignan a un grupo, a una posición política, a una clase social, siendo que es tan presente en la vida social que cuando se implementan acciones específicas siempre yerran a causa de una mezcla de ingenuidad e ineptitud. Los políticos miopes son las más de las veces poco estratégicos, ocupados del día a día, obsesionados por su reputación en las redes no se permiten ser auténticos estadistas, les pasa lo que al primer hermano de la Fábula de los tres hermanos de Silvio Rodríguez.
Comprende “por qué” pasa lo que pasa. Los medievales, fundados en unos textos de Aristóteles, decían que el conocimiento era doble: “quia” y “propter quid”. El primero es un mero saber “que” algo sucede, el segundo consiste en un dar cuentas de las causas que lo generan, del “por qué”. Un albañil puede saber muy bien qué debe llevar una buena mezcla, pero no acierta a decirnos por qué. Para eso se necesita saber cuáles son los conglomerantes y qué propiedades tiene específicamente el cemento en contacto con agua, arena, piedra... Si se quiere, el primer conocimiento es de tinte “técnico”, el segundo, propiamente científico o filosófico.
¿El que gobierna debe ser filósofo, como pretendía Platón? No. No personalmente, pero sí debe rodearse de algunos que “sepan las causas” en toda materia de Estado: demografía, economía, diplomacia, recaudación de impuestos, arte, educación, etc. Me intriga la figura de Carlomagno, quien probablemente fuera más ignorante que la mayoría de nuestros diputados; y, aunque no supiera escribir, supo atraerse a Alcuino de York y a otros grandes a la Corte de Aquisgrán. El iletrado de Carlomagno resultó mucho más avezado que los actuales politiquillos que presumen sus posgrados en universidades de prestigio.
El que sabe las causas, acierta en la “causa de las causas”, es decir, la causa final, el “para qué” de todo cuanto hace. No sólo pues tiene una comprensión etiológica de la realidad, sino también teleológica. En política, el “fin” se dice con dos palabras: bien común. Y así como un pensador, retomando una idea de Blondel, debe buscar la santidad de la razón; así también un político ha de santificar su vida desde, en y para el bien común.
Propone los “cómos” para que pase lo que debe pasar. No porque alguno dominase los qués y los porqués ya tiene el arte de gobernar. Aquí sucede lo que en el matrimonio civil o eclesiástico: comienza con un rito, un contrato, un acto jurídico… pero se “consuma” entre las ordinarias y nunca bien valoradas sábanas. Y tan importante es el altar como el tálamo para que exista un matrimonio rato y consumado. Algo parecido sucede en quien gobierna, si sólo sucede lo primero, es más bien un “ideólogo”, un analista, un seguidor… si también lo segundo, un auténtico artista
Por supuesto, hay que persuadir, convencer, negociar, ceder… los cómos no son tan claros como los qués ni tan profundos como los porqués. Su naturaleza es incierta y escurridiza. Por eso el descenso a los cómos es la piedra de toque de los líderes. ¿Hay que reactivar la economía? Obvio que sí… pero, ¿cómo? ¿Es necesario que haya mayor cobertura y calidad en la educación que brinda el Estado? Claro que sí, nadie lo dudaría… pero, ¿cómo? Y así vaya usted juntando obviedades y dificultades. Al final, quedan muy cortos un ideólogo, un demagogo, un encantador de serpientes para resolver el problema. Estamos frente a un nudo gordiano y, recordarán la leyenda, se necesita una espada alejandrina.
Siempre en los equipos de gobierno ha habido hipermétropes, técnicos o ideólogos… lo peculiar de los tiempos que corren es que los equipos de gobierno están compuestos de ellos, sólo de ellos, pero eso sí, como hay que ser plurales, tenemos los tres tipos muy bien equilibrados (haga usted el ejercicio, mire cualquier gabinete y verá un tercio de personas en cada uno de estos grupos). ¿Hubo tiempos en que gobernar fuera más difícil que ahora? No lo sé. La gestión de las diferencias, la suma de voluntades, la capacidad dialógica, la legitimidad ganada a pulso, la credibilidad testimoniada con la vida y la exquisita prudencia política reclaman que hoy las autoridades sean verdaderos artistas. ¿Qué estamos haciendo desde las universidades para formar tales liderazgos?
Dr. Jorge Medina Delgadillo. Profesor Investigador UPAEP |