Desarrollo humano y social
De populismo y democracia (última de seis partes)
13 octubre Por: Herminio Sánchez de la Barquera Arroyo
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Podemos decir que gran parte de la responsabilidad (o irresponsabilidad) por el fortalecimiento político y mediático de los populistas y por su llegada al poder descansa en los propios electores. Y es que los ciudadanos son capaces de muchas cosas: en un momento dado están a favor de la opción “A” y al poquísimo tiempo se muestran partidarios de la opción opuesta, como ocurrió en Brasil antes de la elección de Bolsonaro. Hoy pueden ser de izquierda furibunda y mañana, estrictamente conservadores. A Jesús lo recibieron un día con palmas, cánticos y mantos, y a los pocos días lo crucificaron. Muchos electores en nuestros días deciden la dirección de su voto en el último momento, literalmente: cuando están en la cabina, con la boleta en la mano y el crayón en la otra, lo cual no habla precisamente de un proceso de reflexión profunda, sino que se trata muchas veces de un voto decidido con el estómago y de acuerdo al humor del día. Y ya sabemos que no es un buen negocio encomendarles a las tripas la tarea del cerebro…

Otros elementos que han contribuido al fortalecimiento de las candidaturas populistas, de uno u otro color, son la atomización de los partidos políticos y la poquísima confianza que los ciudadanos de muchos países tienen en los partidos políticos tradicionales. La atomización y la desconfianza provocan, a su vez, que se fortalezcan los anhelos de la población por una dirección política centralizada y fuerte, lo que a su vez debilita de nuevo a los partidos tradicionales, como podemos observar en México actualmente. Esto es claramente una amenaza para la democracia. En Europa, los movimientos populistas se presentan como defensores de la formación de “islas de seguridad”, en un mundo caracterizado por el movimiento constante de refugiados, por la paulatina desaparición de fronteras y por la existencia de grupos poblacionales de menores ingresos, ante los que los más ricos quieren delimitarse físicamente, como ocurre en Polonia, por ejemplo. Y claro que es más fácil poner barreras que buscar implantar políticas públicas que busquen arraigar en la población actitudes de incorporación y respeto a los demás, o que traten de hacer menos escandalosa la brecha entre ricos y pobres.

De todo lo anterior depende qué papel jugarán las ideas populistas en una sociedad: si no hay tolerancia y respeto por quienes piensan distinto y por quienes son distintos, si la gente prefiere un régimen autoritario en lugar de cuidar y promover los valores de la democracia, si en lugar de buscar la caridad y la justicia se prefiere la venganza, el camino hacia un régimen en donde se pisotee el derecho estará trazado. Si el régimen autocrático oprime a mis vecinos y yo no digo ni emprendo nada en contra, ya nadie habrá que haga algo por mí cuando llegue mi turno.

Es muy posible que el panorama de los partidos tradicionales se mantenga como está ahora por largo tiempo, es decir, la debilidad de los partidos puede durar un buen rato. Es por eso necesario que esos partidos desarrollen una cultura de la alianza y de la coalición, pues solamente de esa forma saldrán de la insignificancia, del enanismo y del vacío de ideas. Sin embargo, tienen un obstáculo enorme enfrente: los populistas se han adueñado del discurso sobre el mañana, han sabido hablarle a la gente y entusiasmarla con las promesas de un futuro mejor, mientras que los electores identifican precisamente a los partidos tradicionales con el pasado, del que todo mundo reniega. Un discurso que hable de regresar al panorama pasado está condenado al fracaso. El problema aquí radica tanto en el discurso como en el líder carismático que se deba enfrentar a los demagogos populistas sin que sea identificado con las fuerzas del pasado. Esta es una tarea en verdad titánica.

El populismo es hoy una realidad; ciertamente, a nadie le gusta caracterizarse así. No conozco a ningún político que afirme, orgulloso, “¡Yo soy un populista!”. El estudioso austriaco Werner A. Perger afirma que el populismo es como el dolor de cabeza: nunca lo deseamos, nunca lo necesitamos, pero es una señal de que algo en nuestro cuerpo no está funcionando bien. Es una señal de alarma que nos indica que debemos hacer algo. Así es el populismo: una señal de alerta que nos debe mover a actuar en consecuencia. En la actualidad, el mundo ha cambiado muchísimo si lo comparamos con lo que ocurría hace 40 años, particularmente en lo que toca al juego combinado de actores políticos, económicos y sociales. Pero la globalización no ha logrado disminuir los índices de pobreza, por lo que los movimientos migratorios y otros fenómenos han recrudecido la sensación de inseguridad, lo que alimenta a la impaciencia y al descontento con los resultados de la democracia (o que al menos se perciben así). Como los regímenes democráticos son estructuralmente más lentos que los autoritarios, los ciudadanos pueden sentirse engañados y olvidados por los políticos, además de que parece que la corrupción ha aumentado en el mundo en los últimos años, lo cual acentúa la mala percepción de la política. Esto provoca, como hemos indicado, el deseo por mayor eficiencia, más fuerza y centralización de decisiones en manos de políticos con mano dura. Este “cansancio” de la democracia va acompañado de un desinterés del ciudadano por defender no solamente la democracia como régimen político, sino los valores que la deben acompañar.

Yascha Mounk propone tomar en serio la crítica de los populistas a la inaccesibilidad del poder político y a las férreas elites económicas y políticas; también hay que tomar muy en serio sus exigencias para lograr más y mejores mecanismos de democracia directa, así como la necesidad de buscar mayor transparencia y participación ciudadana. Lo que hay que evitar es el discurso de una lucha heroica entre el bien y el mal. Dejemos las imágenes maniqueas, simplistas, huecas e insuficientes a los cabecillas populistas.

Dr. Herminio S. de la Barquera A.
Decano de Ciencias Sociales
UPAEP

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