Como hemos comentado y mostrado en las colaboraciones anteriores, muchos son los estudiosos que temen que estemos ante un cambio de época, caracterizado por un debilitamiento paulatino de las democracias liberales y el ascenso del populismo de diversas orientaciones. ¿Qué tan certeras son las señales de que, en efecto, algo así está ocurriendo? ¿Qué tan fuertes son los argumentos que ven acercarse al apocalipsis de las democracias?
Para comenzar a responder a estas preguntas, debemos darnos cuenta de que la historia de las democracias modernas data de pocos años a esta parte. Es cierto que la lucha por alcanzar un régimen democrático ha costado mucha sangre y esfuerzos, pero la carrera exitosa de la democracia a nivel global comenzó recién en los años 70 del siglo pasado, con la llamada “tercera ola de la democratización”. Para esas fechas, solamente algunos países podían ser catalogados como democracias: la Europa occidental, los países de América del Norte (excluyendo a México) y algunos países del lejano oriente, como Nueva Zelandia, Australia y Japón. Esto quiere decir que a mediados de los años 70 solamente un tercio de los países tenían un régimen democrático en la práctica (en el papel, casi el 100%). Para inicios del siglo XXI, en dos tercios de los países se llevaban a cabo elecciones más o menos libres (pero en todo caso con mejores normas que 35 años atrás). Las democracias liberales eran, por supuesto, menores en número. Por “democracia liberal” entendemos a todo régimen democrático que no solamente incluye y satisface el criterio de las elecciones, sino que se caracteriza también por la protección efectiva de los derechos de las personas.
Después de la caída del Muro de Berlín y de la “Cortina de Hierro”, muchos creyeron que se avecinaba una nueva época. Esta sensación estaba alimentada por la esperanza de que los países postcomunistas se lanzarían a una feliz carrera en pos de alcanzar una vida democrática. Desafortunadamente, este sueño no se hizo realidad, si observamos el estado lamentable de los regímenes políticos que la mayoría de estos países sufren, empezando por Rusia. Un ejemplo de este marcado optimismo es la frase de Francis Fukuyama, en el sentido de que no solamente estábamos viviendo el final de la Guerra Fría o el fin de una determinada época en la historia de la posguerra, sino que se trataba indudablemente del final de la historia, es decir, el punto de llegada de una evolución ideológica del Hombre, lo que traería consigo la expansión mundial del modelo democrático liberal, propio de Occidente, que se convertiría en el régimen definitivo de gobierno.
Esta visión esperanzadora parece que no se cumplió, pues la expansión de la democracia primero se detuvo para dar lugar después a una “suave recesión”, como lo expresó Larry Diamond. En efecto: desde el año 2000 han ocurrido unos 25 colapsos de sistemas democráticos, como lo demustran los ejemplos de Bolivia, Venezuela, Nicaragua, Rusia, Turquía y Ucrania. Tampoco la llamada “Primavera árabe” del 2011 fue lo suficientemente exitosa para reavivar las esperanzas. Basta ver las lamentables condiciones políticas de esos países, particularmente de Egipto, para comprender el fracaso de muchos de esos movimientos.
Este panorama nada optimista ha perdido incluso a su antiguo campeón: los Estados Unidos eligieron como su presidente a un individuo que no se siente en absoluto comprometido con los valores de la democracia occidental, sino que se ha retraído, como un caracol, en su concha, cerrando los ojos a lo que pasa en el escenario internacional y mostrando una enorme indiferencia frente a las amenazas reales o supuestas a las que parece enfrentarse la democracia en el mundo. Y con esto no queremos decir que los Estados Unidos hayan sido los impulsores de la democracia, pues muchas veces han respaldado a regímenes no sólo antidemocráticos, sino también brutales. Lo que ocurría era que en entramado institucional de ese país se tomaba como ejemplo de un bien aceitado juego de pesos y contrapesos, que evitaba la concentración del poder.
Otro punto importante que en nada ayuda a inyectarle ánimos a los pesimistas es que China, el país competidor de Estados Unidos, ha mostrado algo que se suponía que no era posible: ser una potencia económicamente exitosa y a la vez una dictadura que no duda en echar mano de la brutalidad para acallar a sus opositores, que casi siempre surgen de una clase media que se ha ido formando y fortaleciendo. El ejemplo de lo que en estos días ocurre en Hong-Kong es ilustrativo.
Una característica que mencionan algunos politólogos como Yascha Mounk –de quien hablamos en nuestra entrega anterior-, es la creciente distancia que se abre entre la democracia y el derecho. Lo que caracteriza a las democracias liberales es que buscan garantizar la división de poderes, la participación en asuntos públicos de la población y la protección de los derechos fundamentales de las personas frente al posible abuso por parte de las autoridades. Pero Mounk cree que esta unión entre democracia y derecho está seriamente amenazada, pues los populistas buscan la democracia, pero sin derechos. Eso lo vemos muy claramente en México: el Presidente de la República descalifica a quienes, haciendo uso de sus derechos, se defienden de medidas que el Presidente considera correctas. Es decir, desconoce el derecho de las personas a defenderse por medio del que generalmente es la última línea de defensa de las instituciones democráticas: el poder judicial. En Italia, Matteo Salvini ofendía a los jueces cuando sus resoluciones no lo favorecían. Donald Trump hace lo mismo. Otro ejemplo curioso es Grecia, en donde puede haber protección a los derechos del ciudadano, pero sin democracia, es decir, sin una real participación ciudadana.
Sin embargo, no todos los estudiosos de la democracia y del populismo comparten la visión catastrofista o las profecías atemorizantes de los científicos que aquí hemos mencionado. Veamos algunos ejemplos, que concluiremos en la entrega de la semana próxima.
Algunas de las críticas a estas formas de analizar las relaciones entre democracia y populismo son las que esgrimen Pippa Norris, experta en populismo, y Erik Voeten. Según estas críticas, algunos autores no manejan adecuadamente los datos duros y, por lo tanto, sus conclusiones no son válidas. Así, ella no ve una sola manera “europea” de percibir el “rendimiento” de la democracia respectiva, además de que no solamente los jóvenes parecen darle la espalda a los vaores democráticos. ¿No votaron, por ejemplo, muchos electores de la tercera edad por Donald Trump? ¿Y por el Brexit? Tampoco encuentran el fundamento de la afirmación acerca de que en Occidente las instituciones que protegen a las personas estén en franca decadencia.
También hay que tomar con reservas la afirmación de que estemos entrando a una “Edad del populismo”, pues es muy probable que estemos ante un ciclo en la historia del populismo. Algunos expertos, como Cas Mudde, han demostrado que no es posible identificar una tendencia muy clara que nos haga pensar en una creciente fuerza de los populistas, analizando resultados electorales, número de partidos populistas y su influencia en los contenidos de la política. Pero hay que mencionar que estas afirmaciones de Mudde son de 2013, cuando ya se hablaba del arribo de los populistas, y los más recientes resultados electorales contradicen las tesis de dicho autor, aunque lo que no sabemos aún es si dichos resultados son una consecuencia de las crisis políticas y económicas y entonces debamos verlos como partes de esos desarrollos cíclicos.
En nuestra próxima entrega analizaremos más argumentos en contra de las visiones apocalípticas en las relaciones entre la democracia y el populismo.
Dr. Herminio S. de la Barquera A. Decano de Ciencias Sociales UPAEP |