En las semanas recientes hemos vivido intensamente episodios tormentosos y grotescos que tienen como protagonistas a algunos dirigentes populistas y a sus gobiernos en diferentes partes del mundo. Hemos visto a Matteo Salvini en su lucha feroz contra los inmigrantes y náufragos, a Trump en su guerra comercial con China y tratando desesperadamente de entender la geografía de su propio país, a Bolsonaro insultando a la esposa del Presidente de Francia, a López Obrador cambiando de opinión acerca de la importancia del crecimiento económico, y a Boris Johnson tratando de pisotear al parlamento inglés.
Como en este espacio y en otros foros he externado mi preocupación acerca de un peligro real de que en México podamos vivir un colapso de nuestra joven e imperfecta democracia, les pido a mis amables cuatro lectores me permitan iniciar ahora una serie de colaboraciones para exponer algunas ideas acerca de la relación entre la democracia y los gobiernos y líderes populistas. No sé para cuántas entregas alcancen el espacio y el hígado, pero calculo que serán unas ocho. Así que podemos todos ahora prepararnos psicológicamente: yo para perpetrar los textos, y mis lectores, para digerirlos.
Como todo actor político, los populistas pueden estar en dos lugares: en el gobierno o en la oposición. Si están en la oposición, son personajes muchas veces pintorescos y casi siempre rijosos. Generalmente saben contagiar esperanzas de que, con ellos en el poder, el mundo estaría mejor. Generalmente se lanzan contra las elites políticas y económicas y contra el sistema establecido. Muchas veces son seductores, aman el contacto con su gente y no se sienten a gusto con expertos o académicos. Lo suyo no es el debate racional y con argumentos, sino con emociones y pasiones, por lo que no se tientan el corazón para mentir o inventar cosas. También tienen en común el gusto por los grandes escenarios y por los gestos a veces exagerados y las expresiones rimbombantes. Este estilo los coloca muchas veces en una excelente posición, desde la cual determinan la agenda política o los temas de discusión. Sus intervenciones políticas pueden ser chuscas (voluntaria o involuntariamente), como a veces pasaba con Hugo Chávez o sucede con Maduro, insolentes, como podemos ver con Bolsonaro o Duterte, o mostrar una supina ignorancia, que no se esfuerzan en ocultar, como en los casos de Trump o López. Muchas veces pueden, con sus palabras, animar la discusión política, aunque su nivel no suele ser muy alto.
Algo muy distinto sucede, empero, cuando los populistas están en el gobierno. Allí termina generalmente la diversión. Una vez instalados en el poder, los populistas acostumbran ser peligrosos, caros y sumamente dañinos. Si bien hay populistas de todos colores y posiciones, para mí son todos muy parecidos. El populismo, creo yo, es una forma de hacer política, y como por regla general los populistas no ven los escenarios a largo plazo, sino a muy corto plazo, no atienden a los fenómenos que vayan más allá del momento presente o inmediato, por lo que no están en posición de calcular efectos secundarios, no deseables, colaterales o que puedan aparecer a mediano y a largo plazo. A veces, pareciera que la realidad que observan ellos no se parece a la que ven otras personas, generalmente expertas en los temas.
Este divorcio de la realidad tarde o temprano cobra la factura, por lo que empiezan a aparecer daños, efectos y costos que nunca se calcularon, por lo que la reacción de estos personajes es común a todos ellos: la búsqueda de culpables, que generalmente son fáciles de encontrar: están en el campo de los que se oponen a los cambios, los enemigos de la justicia o del nuevo orden, los representantes del pasado.
Como casi siempre los populistas llegan al poder como efecto de una sociedad dividida (no son generalmente la causa de esta división, sino un efecto de ella), lo que ocurre es que profundizan dicha división y envenenan a la sociedad, volviendo a unos contra los otros. Curiosamente, aunque casi todos ellos no muestran mucho interés por los escenarios y las políticas internacionales, también pueden envenenar y estropear las relaciones con otros países. Creo que, en este sentido, Trump es el ejemplo más evidente. Boris Johnson es también un ejemplo que viene muy a cuento.
Así, Trump se ha dedicado a imponer aranceles a tontas y a locas, como una muestra palpable de que no entiende los mecanismos del comercio internacional. Y para hacerlo, no duda en decir mentiras, grandes y pequeñas. BoJo, en Inglaterra, se ha dedicado a inventar cuentas alegres para engañar a los incautos acerca de la conveniencia de abandonar a la Unión Europea. Además, siempre juró y perjuró que esta salida sería facilísima, un asunto de coser y cantar. Sólo era cosa de presionar con fuerza y salirse. Una vez liberados los pobres isleños del yugo de la Unión Europea, los niveles de vida en Inglaterra subirían como la espuma, el sistema de salud y la infraestructura en general vivirían épocas doradas. Y con estos cuentos llegó Johnson a ser Primer Ministro. Desde este poderoso cargo está tratando de forzar la salida de Inglaterra, sin importar que sea sin contrato de salida. Este escenario acarreará seguramente unas consecuencias terribles para la economía de Europa y, especialmente, de la Gran Bretaña, que quizá quedará reducida a una pequeña.
Así, desde hace un par de años han venido reduciéndose las inversiones en ese país, que se encamina con alegría y optimismo a una espléndida recesión económica, que les desdibujará a los partidarios del Brexit la sonrisa más rápido que tarde. Las enormes consecuencias geopolíticas, económicas, políticas, sociales y jurídicas del desastre son muy difíciles de cuantificar; lo único seguro es que las habrá.
Y la culpa, faltaba más, es de otros: de la Unión Europea, de los liberales, de los laboristas, del Parlamento. En nuestra siguiente entrega, analizaremos otros casos similares.
Dr. Herminio S. de la Barquera A. Decano de Ciencias Sociales UPAEP |