Dentro de unos cuantos días iniciaremos un cuatrimestre más en nuestra universidad, lo cual me ha motivado a escribir esta vez un texto que no habla de política, historia o temas de seguridad, sino de algo sobre lo que no recapacitamos mucho, quizá por tenerlo siempre a la mano: nuestro idioma. Una lengua viva es un fenómeno dinámico, que cambia –para bien o para mal-, que importa y exporta vocablos y modismos, que se relaciona con otras lenguas, que tiene limitaciones y posibilidades, que es diferente a otras lenguas. Una lengua muerta, como por ejemplo el latín, no está muerta porque no se hable, sino porque ya no cambia, ya no tiene hablantes nativos.
Los cambios en el idioma se deben a numerosos factores: las limitaciones propias de cada lenguaje, que entonces busca las posibilidades que otros ofrecen; la necesidad imperiosa de adaptarse a nuevas realidades, a nuevas cosas o fenómenos; al cambio debido a modas o hechos pasajeros, a la caducidad de las cosas y de algunas costumbres; a la ignorancia de la gente, que muchas veces no sabe cómo emplear su propio idioma; a las influencias culturales del extranjero, etc.
Una universidad, como institución que nace arropada en una sociedad con quien comparte características culturales e históricas, también vive estos fenómenos de cambio y transformación. Dentro de los muros universitarios también se observan las influencias culturales de otras sociedades, países e idiomas. A esa modalidad lingüística que caracteriza a un determinado grupo social o profesional se le llama “jerga”; los franceses dicen “argot”, vocablo que también se emplea en español, como galicismo.
Pero también aquí, en las universidades, se reflejan la ignorancia y el descuido que una sociedad tiene al manejar su idioma –o sus idiomas-, así como al emplear vocablos que de pronto se ponen de moda. Así, por ejemplo, en nuestro país y en otros países latinoamericanos se estila decir “ofertar” por ofrecer, al grado de que ya se le considera un americanismo. Hay quienes opinan que “ofertar” significa ofrecer algo con descuento, mientras que “ofrecer” significa sin descuento; simplemente se emplea ofertar en lugar de ofrecer: la universidad “oferta” tales programas. Barbarismos semejantes son aperturar en lugar de abrir y accesar en lugar de acceder. México, además, es el único país de habla española que conozco en donde las verduras no se cuecen, sino que se cosen, por ejemplo, cuando se emplea el imperativo: “¡Cóselas!”, en vez de “¡Cuécelas!” Otra curiosidad de nuestro lenguaje cotidiano es emplear “regresar” por “devolver”: “¡Regrésame mis cosas!” Regresar es lo contrario de ir, no de dar, por lo que debemos decir “Devuélveme mis cosas”. Lo contrario de dar es devolver, ambos verbos transitivos, mientras que regresar es intransitivo.
¡Y la doble r! ¿Qué tal cuando los arquitectos pronuncian “tablarroca” pero escriben “tablaroca”? ¿Y por qué no “tabla roca”? ¿O esa cosa incomprensible que se llama “doble semiremolque”? ¿Por qué “semi”? ¿Existe el verbo “semirremolcar”? ¿Por fin: doble o semi? Y además debería escribirse con “rr”.
Algunos otros modismos son propios del lenguaje universitario, de la “jerga” universitaria, digamos, y de la sempiterna influencia del inglés. Por ejemplo: “Voy a aplicar en la Universidad ‘Paquito Gallegos’”. ¿Aplicar qué? ¿Una inyección, un examen, una multa, un castigo, una sanción? Es que aplicar es verbo transitivo. Debo decir que voy a postularme en la universidad, y allí ya me aplicarán el examen de admisión, si es ese el caso.
¿Y qué me dicen mis amables cuatro lectores de “curricula”? Esta palabra, en latín, es el plural de “curriculum”, vocablo que en esa lengua es neutro, por lo que su plural lo hace en “a”: curricula, como “templum” lo hace como “templa” o “medium” como “media”. Así que decir “la curricula de la asignatura” es un disparate doble: curricula es palabra neutra y plural, no femenina singular. Podemos decir, aunque no impresionemos tanto a nuestros interlocutores, currículum y currículums, o currículo y currículos.
Algo que me ha sorprendido mucho es que en algunas ceremonias universitarias no se dice “la decana”, sino “la decano”, lo cual me resulta inexplicable. ¿Por qué no decir entonces “el decana”? Pero esto no es nada: hace unas semanas escuché “hemos vivenciado” (sic.); asumo que quien lo dijo quiso decir “hemos convivido”.
La influencia del inglés se deja ver en “flayer”, es decir, “flyer”, en inglés, cuando en español existe “volante”, palabra que quizá para muchos sea difícil de pronunciar o de entender…
Algo que también se dice por ignorancia y porque seguramente se oye más impresionante es el verbo “couchear” o “coachear”, muy “fashion” en estos días, derivado del verbo inglés “to coach”. En español podemos emplear, según sea el caso, entrenar, acompañar, asesorar, instruir o capacitar. Si alguien no sabe cuál de estos verbos escoger, con gusto lo coucheamos en el “pul” de Ciencias Sociales.
La influencia cultural del inglés es, como vemos, muy considerable. La podemos advertir no solamente en palabras sueltas sino también en numerosas frases. Una que he escuchado muy frecuentemente es “hacer sentido”, traducción literal y equivocada de la frase en inglés “to make sense”. La traducción correcta debe ser “tener sentido”, que, por cierto, es la forma patrimonial del español. La Academia Mexicana de la Lengua indica, además, que el verbo “hacer” no tiene ninguna acepción que nos permita emplearlo con el significado que tiene en la frase “hacer sentido”, mientras que “tener” implica poseer, comprender o dominar algo. La frase “hacer sentido”, entonces, no tiene sentido.
También se me complica mucho entender el vocablo rebuscado “prerrequisito”. Si un requisito es algo que se necesita para algo, entonces el prefijo “pre” sale sobrando. ¿Habrá entonces un “postrequisito”?
Lo que se me hace horrible y me niego terminantemente a emplear (y sobre todo a que me lo apliquen) es el verbo “retroalimentar”. Prefiero “realimentar”. Me explico: “retro” significa “hacia atrás” o “desde atrás”. Por eso, hay cañones de avancarga y cañones de retrocarga: los primeros se alimentan del proyectil y del propelente por la boca, los segundos, por la parte de atrás, por ejemplo, por la culata. Así, en un proceso de comunicación, lo que se hace es “realimentar”: el emisor dirige un mensaje al receptor y luego este hace lo mismo, repitiéndose el proceso, por lo que ambos se “realimentan”, es decir, se vuelven a alimentar. Dejo a la libre imaginación de mis cuatro fieles lectores el pensar cómo tendrían que hacer para “retroalimentarse”, cosa harto dificultosa.
Lo que podemos ver es que el idioma es algo vivo, que cambia, que se mueve, que no siempre responde a una lógica y que tenemos que cuidar. Ojalá estas líneas sirvan para motivarnos a todos en la universidad, sacro recinto del saber, a emplear bien nuestro idioma, no de forma purista y rebuscada, sino con conocimiento y flexibilidad. Como todas las lenguas, el español tiene sus limitaciones, pero también puede hacer cosas que otras no pueden. Eso es normal, totalmente normal. Tratemos, pues, de hablar y escribir con claridad y soltura, lo que se puede hacer si empleamos la reflexión, el cuidado y el amor por nuestra lengua, milenaria, rica y hermosa.
Dr. Herminio S. de la Barquera A.
Decano de Ciencias Sociales
UPAEP
Desarrollo humano y social
La universidad y el uso del idioma
11 agosto Por: Herminio Sánchez de la Barquera Arroyo