Desarrollo humano y social
El colapso de la democracia en Venezuela no comenzó ayer (2ª parte)
24 marzo Por: Herminio Sánchez de la Barquera Arroyo
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Como vimos en la entrega anterior, la Constitución de la República Bolivariana de Venezuela de 1999 nació como producto de un proceso abiertamente anticonstitucional en el que hubo muchos responsables, como los electores que se abstuvieron de acudir a las urnas y los Poderes de la República, que no supieron o quisieron oponerse a dicho proceso. Se presentó entonces el curioso caso de que dicha Constitución tuvo su origen en una especie de golpe de Estado (el proceso constituyente de 1999), además de que fue violentada aún antes de que entrase en vigor, con la complicidad del Tribunal Supremo de Justicia. Desde ese momento, todos los esfuerzos del gobierno de Hugo Chávez, Presidente de la República, pudieron arroparse en dicha Constitución para apuntalar y consolidar a un nuevo tipo de régimen: el régimen autoritario, presuntamente seguidor de los ideales de Simón Bolívar y, a la vez, por paradójico que parezca, de un ideario socialista.

Un elemento muy importante de esta marcha al autoritarismo fue la transformación de las fuerzas armadas venezolanas en la “Fuerza Armada Bolivariana”, con una milicia que constitucionalmente no estaba contemplada. Actualmente, la cúpula de esta fuerza militar se ha convertido en cómplice del régimen de Nicolás Maduro, lo que hace muy difícil la transición hacia un régimen democrático. También fue crucial el proceso de desmunicipalización del país, socavando los cimientos de un orden de gobierno que es el más cercano al pueblo y poniendo al servicio del régimen dictatorial a los órganos de democracia representativa que habían funcionado hasta entonces. En un país como Venezuela, cuya forma de Estado es el federalismo, todo lo que hemos narrado es veneno puro, pues lo que buscó y consiguió el gobierno de Chávez –al que siguió, en el mismo rumbo, el de Maduro- fue el debilitamiento del federalismo y el fortalecimiento de la centralización política. Es decir, fue un proceso paulatino, constante, de centralización del poder. Lo paradójico en este proceso, como bien señala Allan Brewer-Carías, es que fue llevado a cabo en nombre de una supuesta participación popular. Es decir, el pueblo mismo, bajo este esquema, rechaza la democracia representativa e instaura la participativa. Lo que ocurrió al final de este camino ya lo sabemos: la destrucción de la democracia. Nuevamente vemos un fenómeno que ya es cada vez más frecuente en nuestros días: la democracia posibilita la llegada al poder de personajes sin convicciones democráticas; una vez en el poder, se dedican a socavar paulatinamente las instituciones e instauran un régimen antidemocrático.

Esto quiere decir que la participación política no puede quedar circunscrita a la democracia directa ni puede estar encaminada a eliminar la representación. Lo que hemos visto en el ejemplo venezolano es que el fin del camino que emprenden los actores antidemocráticos está marcado por la exclusión política. La democracia no puede reducirse solamente a que el pueblo nada más sea llamado para refrendar o para tomar parte en consultas cuyo resultado todo mundo adivina desde el principio. Los elementos de la democracia directa pueden emplearse para enriquecer a la democracia representativa, pero no para substituirla.

Como ocurre con otros conceptos en la Ciencia Política, el de la participación política entraña ciertas dificultades, pues no existe una concepción unívoca que lo caracterice, además de que resulta complicado acotarlo y precisar sus alcances y diferencias frente a otros tipos de participación como la social, la ciudadana, la comunitaria, etc. Esto también depende del concepto que manejemos de “política” y de “democracia”, pues, por ejemplo, si por aquella entendemos una “lucha por el recto orden” (Von der Gablentz) en el amplio sentido de política de bien común, entonces toda participación merecería en última instancia el adjetivo de “política”. Por el contrario, en el caso de que circunscribamos el término “política” a la actividad partidista de acceso al poder, no toda participación podría calificarse como tal.

Así, Sydney Verba y Gabriel Almond, en 1963, desarrollaron una tipología para las diferentes graduaciones de la “cultura cívica”, entendida esta como la voluntad explícita de los individuos para participar en los asuntos públicos. Después de clasificar la participación cívica en “parroquial”, “subordinada” y “participativa”, veían en esta última la verdadera forma de participación y la única que le podría dar estabilidad a la democracia. Esto se relaciona con la idea de asumir cada uno las riendas del devenir político, pues cada ciudadano puede hacer oír su voz, organizarse y demandar bienes y servicios del gobierno. Es decir, se trata de ejercer influencia sobre las decisiones políticas y de vigilar su correcta aplicación.

Es necesario distinguir entre participación política en sentido de la colaboración en los procesos políticos y participación política en el sentido de tomar parte de los bienes materiales y culturales de una sociedad. Sin embargo, hay que anotar que en las teorías del desarrollo más modernas se busca relacionar estrechamente ambos aspectos de la participación política, añadiendo incluso un tercer elemento, a saber: la activa participación de la población en el proceso de desarrollo.

La palabra “participación” nos indica que se está “tomando parte”, pudiéndose distinguir una concepción instrumental y una normativa de la participación política. Hablamos de un enfoque instrumental al referirnos a todas aquellas formas de participación política que llevan a cabo los ciudadanos de forma voluntaria, personal o colectivamente, con el fin de influir directa o indirectamente a su favor en las decisiones políticas. Por lo tanto, se toma parte, se consideran valores y se defienden intereses. Los destinatarios, en una democracia, son quienes toman las decisiones políticas en las diferentes áreas y niveles del sistema político. Por otro lado, para el enfoque normativo la participación adquiere otra calidad, pues no solamente es un medio para un fin, sino también un objetivo y un valor en sí misma. En este sentido además de ejercer influencia en la marcha de la comunidad y de representar intereses legítimos de la misma, es parte de la realización personal del ciudadano en la gestión del bien común, es decir, es parte de la actividad política, de la lucha por el recto orden. Así, el enfoque instrumental de la participación está orientado hacia el conflicto y posee un carácter más individual, mientras que el enfoque normativo se orienta hacia el consenso y es comunitario y expresivo.

Lo que constituye un peligro para las democracias es que, bajo el pretexto de la participación del pueblo bueno y sabio, se excluya a todas aquellas personas o agrupaciones que no compartan la visión del grupo gobernante y se instrumentalice la participación política para soportar y legitimar decisiones previamente tomadas. El ejemplo venezolano es ilustrativo, además de que en otro punto debe llamarnos la atención: es recién de unos meses para acá que la oposición logró amalgamarse y dejar de estar atomizada, pues el peligro en una democracia no radica solamente en que el gobierno no tenga vocación democrática, sino en que la oposición no funcione. Pero debe ser una oposición que se defina a sí misma y que no solamente sea “anti algo”, pues para recuperar al electorado, que en gran medida pudo haber sido involuntariamente cómplice del colapso democrático, es necesario presentarle propuestas que lo muevan y lo hagan actuar. Todos somos responsables no sólo de luchar por la democracia, sino de consolidarla y de defenderla con la ley en la mano, y con las convicciones y el ejemplo en la vida cotidiana.

Dr. Herminio S. de la Barquera A.
Decano de Ciencias Sociales
UPAEP

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