La palabra “universidad” se sigue utilizando en nuestros días y proviene de la denominación latina medieval “universitas magistrorum et scolarium”, es decir, “comunidad de maestros y escolares”, en el sentido de “los que enseñan y los que aprenden”, o, como lo expresó Wilhelm von Humboldt, “universitas litterarum”: “comunidad de las ciencias”. Las universidades, como instituciones de educación superior, se consagran al fomento, al cultivo y al desarrollo de las ciencias por medio de la investigación, de la enseñanza y del estudio, pero también pueden ofrecer a sus estudiantes la posibilidad de obtener cualificaciones orientadas estrictamente a la práctica.
La historia de las universidades conoce diferentes escenarios, pues en el mundo islámico había instituciones similares, por ejemplo, en El Cairo y en Timbuctú, que llegaron a niveles altísimos de desarrollo. En el escenario europeo, si bien es difícil señalar exactamente fechas de “fundaciones” o de otorgamiento de privilegios, tenemos a la universidad de Bologna desde aproximadamente el año 1088, París (por el 1150) y Oxford (por las mismas fechas, quizá un poco posterior). En el Nuevo Mundo están la Universidad Santo Tomás de Aquino, en Santo Domingo (1538), la Real y Pontificia Universidad de México (1551) y la Universidad Mayor de San Marcos (Lima, 1551). Esta última es la más antigua del continente, pues, a diferencia de las otras, del mismo siglo XVI, no ha dejado de funcionar desde su fundación.
Las universidades se constituyeron con una forma de organización corporativa, por lo que desde prácticamente su origen fueron desarrollando un celo muy especial en defensa de su autonomía. Es por esto que este sentimiento sigue vivo, pues no hay nada más preciado para un investigador, para un docente o para un estudiante que la libertad.
En nuestra colaboración anterior hablábamos de las diferentes funciones que se desarrollan en el ámbito de la vida universitaria y explicamos solamente la primera categoría, que es la de las funciones substantivas, es decir, las que son esenciales de toda universidad. La segunda categoría es la de las funciones adjetivas: son aquellas que están en función de las substantivas. Aquí es en donde entran las actividades administrativas, que no tienen razón de ser por sí mismas, sino en función de las substantivas. En tercer lugar están las funciones de apoyo, que son las que ayudan a que las demás funciones de la universidad se realicen sin problemas, como por ejemplo: las tareas de intendencia y las de seguridad y vigilancia. Por último, las funciones de regulación son las que controlan el transcurrir ordenado de todas las actividades, como por ejemplo las tareas de contraloría o de auditoría.
Según lo anterior, los criterios para el correcto funcionamiento de una institución universitaria no pueden ser de otro tipo que los que corresponden a la función esencial, a la substantiva. Todas las demás no pueden estar más que supeditadas al cumplimiento de dichas funciones esenciales, que son muy diferentes a lo que puede y debe realizar, por ejemplo, una fábrica de papel o un banco. Es cierto: todas son importantes y dignas, pero las que son exclusivas de una universidad son las que aquí hemos enumerado: la investigación, la docencia y la difusión, es decir, nuestras funciones substantivas; estas son las que nos hacen diferentes a otras instituciones y empresas. Así, los estudiantes no son “clientes” ni los docentes “empleados”, sino que son, sencilla y dignamente, estudiantes y docentes o profesores. En una empresa de cualquier tipo, valen particularmente dos máximas: “Al cliente, lo que pida”, y “El cliente siempre tiene la razón”. ¿Tienen validez estos preceptos para una universidad responsable? Evidentemente que no. Se trata, por lo tanto, de una diferencia de percepción y de dignificación. Sin los docentes y los estudiantes, ninguna institución podría llamarse “universidad”. Los criterios que nos deben guiar en nuestras labores diarias son, por lo mismo, de carácter académico, obviamente en concordancia con lo administrativo y con lo correspondiente a las otras dos funciones, pues tenemos que ser ordenados y responsables en el gasto de recursos limitados y que además no son de nuestra propiedad.
Dentro de este universo de funciones, los profesores universitarios tienen que cumplir con sus labores de investigación y docencia. Para ello necesitan contar con la infraestructura necesaria que posibilite dichas tareas: en primer lugar, espacios adecuados de trabajo, siendo imprescindible una biblioteca bien dotada. Esta es una de las principales carencias de las universidades en nuestro país: la falta de bibliotecas y, dolorosamente, la ausencia de una conciencia acerca de la importancia vital que tienen. Y se requiere, además, de tiempo: tiempo para estudiar, tiempo para investigar, tiempo para preparar clases, tiempo para calificar, tiempo para asesorar, tiempo para cumplir las tareas editoriales, tiempo para reflexionar y tiempo para escribir.
Los profesores investigadores, según lo que estamos viendo, tienen que cumplir con labores de investigación y docencia, y también deben publicar, pues sólo de esta manera cumplirán cabalmente con las funciones que hemos enunciado arriba: investigar, enseñar y difundir. Se investiga para publicar y difundir; se publica porque se ha investigado. En este contexto, los doctores tienen graves responsabilidades: nuestros trabajos de investigación, de docencia y de difusión deben realizarse al más alto nivel posible. Debemos desarrollar y mostrar rigor en la investigación y en la argumentación, debemos buscar realizar trabajos relevantes. Debemos huir, además, de otro grave problema que caracteriza al sistema educativo mexicano: el “abaratamiento” de los grados académicos, pues ya existen doctorados de un año (“al vapor”), y muchas instituciones de dudosa seriedad ofrecen todo tipo de grados académicos con todo tipo de facilidades. Afortunadamente, la UPAEP ha sabido mantenerse alejada de tales tentaciones, poniendo en alto sus valores y sus responsabilidades frente a la sociedad. Es por eso que las funciones, responsabilidades y obligaciones de los doctores, de los profesores investigadores, son numerosas y de gran trascendencia social. Sólo la responsabilidad, la vigencia de los valores que hemos heredado y el cultivo de la excelencia académica nos guardarán de los peligros arriba señalados. Y, en colaboración con quienes cumplen con las otras funciones organizacionales, debemos formar profesionales de alta calidad y con elevado sentido social, es decir, debemos contribuir a la instrucción, educación y formación del estudiante, y todo con el máximo nivel posible.
Por último, hay subrayar un pensamiento importante: nuestra labor está encaminada a la superación de nuestra sociedad y de la humanidad en general. Procuremos que nuestros alumnos se preparen para la vida, no nada más para titularse y para pasar exámenes de la manera más fácil posible. Este pensamiento del aprendizaje para la vida ya lo hizo notar Marco Tulio Cicerón (106-43 a. C.), cuando afirmó: “Non scholae, sed vitae discimus” (“No aprendemos para la escuela, sino para la vida”).
Dr. Herminio S. de la Barquera A.
Decano de Ciencias Sociales
Centro de Investigación en Ciencias Sociales (INCISO-UPAEP)
Desarrollo humano y social
Las tareas académicas en las universidades (2ª parte)
10 marzo Por: Herminio Sánchez de la Barquera Arroyo