Siguiendo nuevamente a Clausewitz, la estrategia es el empleo del combate para el fin de la guerra. El estratega, por lo tanto, debe dominar la táctica, pero los éxitos tácticos son para él exclusivamente medios ordenados a un fin superior. Estos fines superiores a largo plazo normalmente sólo pueden ser vislumbrados por el estratega, quien por lo tanto debe saber que a veces tendrá que renunciar a ciertos éxitos tácticos, puesto que no siempre se pueden aprovechar todas las oportunidades para derrotar a un adversario político. Pero hay que saber que ningún adversario seguirá siendo siempre necesariamente un adversario. Existe, sin embargo, una diferencia esencial entre el estratega militar y el estratega político: el primero tiene una tarea concreta, que es eliminar al enemigo y ganar la guerra; con esto, su tarea está hecha y su deber está cumplido. El político, por el contrario, debe hacer la paz y asegurarla por el mayor tiempo posible, aunque no sabrá cómo pensarán las siguientes generaciones. Tomando en cuenta esta dinámica, deberá buscar la meta propuesta, a la que llamamos “bien común”.
Este término es, como muchos otros, muy discutido en la Ciencia Política. En los enfoques normativos es de trascendental importancia, en donde la configuración y el derecho se consideran como elementos igualmente importantes. En otros enfoques esto no es así, sobre todo cuando se considera a la política solamente como lucha por el poder. ¿Y qué es el bien común? Es, según Otto von der Gablentz, el estado en el que todas las fuerzas de una comunidad han alcanzado el más favorable equilibrio para un desarrollo pacífico duradero. Por lo tanto, es un principio dinámico y no excluye conflictos, pero trata de resolverlos con arreglo de la función que cada grupo tiene. El político, por lo tanto, no debe dejar fuera nada de lo que pertenezca al bien común, por lo que necesariamente surgirán tensiones: el que aspire a la duración, frenará ante los cambios; el que persigue el desarrollo integral, avanzará. Al hablar de Bien Común estamos reconociendo que la sociedad nace de las naturales limitaciones del hombre personal, pues no puede bastarse a sí mismo, ni en lo biológico ni en lo espiritual. Así que la sociedad existe para complementar al hombre, para posibilitarle el llegar a su fin personal, temporal y definitivo. El filósofo mexicano Efraín González Luna afirmaba que, si el bien es el cumplimiento de la naturaleza del ser, su realización y su perfección, el bien común de la sociedad tiene que ser necesariamente el conjunto de condiciones de la vida social que más capaciten y permitan satisfacer este fin, para asegurar al hombre personal la realización de su naturaleza, el acceso a su bien, el cumplimiento de su destino.
Un elemento importante en estas consideraciones es la formación política. La palabra “formación” designa a la vez a un proceso y a un resultado: el hombre practica la formación, pero también posee formación. La formación política sirve para conducir al conocimiento de la propia tarea o función, debido a lo cual no podemos separar los cuatro tipos de saber según Max Scheler (1874-1928), que son: saber de redención, saber cultural, saber de gobierno y saber profesional. En cuanto a la formación del equipo dirigente, Max Weber exige del político tres cualidades, según consigna en su obra “La política como vocación”: entusiasmo, clarividencia y sentido de responsabilidad. Por “entusiasmo” entendemos que el político no debe huir de la lucha por el poder, sino mostrar una naturaleza apasionada. La clarividencia significa que la visión puede ejercitarse, mientras que el sentido de responsabilidad puede desarrollarse. No olvidemos que el político realiza un servicio y a la vez ejerce una autoridad. No es lo mismo guiar que administrar. El político debe conocer a la sociedad en la que actúa, tanto en su distribución de fuerzas como en sus motivos. Debe además considerar a las personas como seres humanos y debe desarrollar su propio sentido de responsabilidad.
Como podemos darnos cuenta, todas las anteriores consideraciones y reflexiones que hemos hecho partiendo de la urbanidad política nos llevan a los criterios de la conducta política. Dicha cuestión debe plantearse desde adentro, debe planteársela el hombre político, ya sea como dirigente o como ciudadano, para poder encontrarse consigo mismo y con su función. No es nuestra intención hablar de “política moral”, sino de “buena política”, es decir, “política correcta”. Nuevamente citando a Kant en su obra “La paz eterna”, podemos distinguir entre los dos conceptos: “… el moralista político proporciona criterios abstractos de moral que fracasan en la práctica; el resultado es que endereza los criterios hacia la defensa de una política que él ha hecho sin ellos (…) El político moral… cuida sin prejuicios de la comunidad que le ha sido confiada y trata de ser humano en este marco. No busca bien común alguno fuera de los intereses, pero los examina por sí mismo en el lugar correspondiente”. Es así que no hay una moral para el ciudadano y otra para el político, en una dicotomía entre ética de la intención y una ética de la responsabilidad. La moral política no se distingue de la personal, ni la moral interna a la política se distingue de la que le es externa.
Por su parte, el pueblo debe formarse un juicio acerca de sus gobernantes y entender los criterios según los cuales actúan; aquí el problema más importante es reconocer en dónde están los límites de la obediencia. ¿A quién elegir? ¿Debo o no participar en política? Es por eso que Platón manifestaba que la única forma de persuadir a un hombre honesto de participar en la política es diciéndole que así evita que dominen los malvados. Pero si dominan los malvados, ¿hasta qué punto les debo obediencia? Este es uno de los temas más interesantes y polémicos del pensamiento político occidental, particularmente en la Edad Media y hasta el siglo XVII inclusive.
Para el político, a su vez, el problema se encuentra en el uso de la fuerza, por lo que en caso necesario debe estar en condiciones de poder hacer valer el monopolio de su aplicación legítima.
En cuanto al más importante criterio de la ética política, diremos que es la libertad del hombre, pues todo hombre es persona y está llamado y destinado a configurarse y afirmarse en virtud de su responsabilidad personal. Es así que la justicia personal es la primera exigencia de una ética política.
Ante la pregunta que nos hemos planteado en torno a las relaciones de la ética con la política, es necesario recordar que existen enfoques que consideran a la política simplemente como lucha por el poder, mientras que los enfoques normativos afirman que se debe buscar la realización del bien, es decir, que es la gestión del bien común; la primera postura es llamada “realista”, mientras que la segunda es la “normativa”. Dolf Sternberger (1907-1989) hablaba de que la política tiene tres raíces: la primera es la Politológica, cuyo representante es Aristóteles; la segunda es la Demonológica, con Maquiavelo; y la tercera es la Escatológica, de San Agustín. La segunda de estas raíces concibe a la política como lucha por el poder; la tercera está ligada a una perspectiva como historia de salvación en cuya plenitud alcanzaremos una paz universal y una justicia perfecta. Sternberger critica a esta última por ser, aunque aceptable, imposible, y a la Demonológica por ser posible pero totalmente inaceptable. En cambio, en la Politológica se unen aceptabilidad y posibilidad, pues el punto de partida es la persona humana como sujeto de la política.
Siguiendo a Nietzche (1844-1900), Oswald Spengler dibuja al estadista como aquel que hace política, que actúa y que no cae en la pasividad y la contemplación, reuniendo el “poder hacer” y el “poder mandar”. La política se ve de este modo desde la perspectiva de la decisión y del poder. Se trata de una actividad que se ejerce para ocupar puestos de dirección o para ejercer influencia en las decisiones de quienes detentan el mando, por lo que es necesario que el político sea capaz de colaborar para introducir en los grupos la disciplina indispensable a la cohesión y a la permanencia del conjunto; el político desempeña una tarea que consiste en definir el poder y en ejercer sus prerrogativas. Pero también es la política un proceso de creación de “valores”, pues determina las reglas y los fines a alcanzar. La importancia de estos valores es tal, que se justifica el funcionamiento de relaciones de autoridad y de obediencia. Si bien la política no crea todos los valores – casi todos y los más importantes se encuentran en la conciencia y en la naturaleza humana –, sí les asigna una dimensión tan grande que se elevan al rango de fines en las relaciones de poder.
Dr. Herminio S. de la Barquera A.
Decano de Ciencias Sociales
UPAEP
Desarrollo humano y social
La ética en la función pública (segunda parte)
20 enero Por: Herminio Sánchez de la Barquera Arroyo