Desarrollo humano y social
Agustín I, Emperador
08 octubre Por: Herminio Sánchez de la Barquera Arroyo
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En nuestra columna de hace una semana hablamos de la exitosa carrera militar de don Agustín de Iturbide, que luego devino en carrera política. Hoy tocaremos el tema del ascenso al poder y de la caída y muerte del libertador.
La vida de Iturbide refleja los turbulentos años que transcurren entre el grito de independencia hasta la práctica desaparición del movimiento independentista, el cambio de circunstancias en los criollos conservadores y su súbito interés por la independencia de la Nueva España, la falta de ideas concretas de cómo gobernar este país si ningún miembro de la familia real española viniese, el fracaso del primer intento de gobierno monárquico, el derrumbe del prestigio militar y político de Iturbide, que pasó de ser un aclamado héroe y emperador a ser tachado de traidor, sobre quien pendía, sin saberlo él, la pena de muerte. Así es la política: impredecible a veces; así son los hombres: ingratos y oportunistas, muchas veces. Y esto, naturalmente, también vale para don Agustín.
Entrado que hubo el Ejército Trigarante a la Ciudad de México, se proclamó la independencia, formándose una Junta Provisional Gubernativa, formada por 34 personas, que decretó el Acta de Independencia del Imperio Mexicano y que nombró una regencia con poderes ejecutivos. Uno de los cinco miembros de este órgano colegiado era Juan de O’Donojú, otro de ellos era el mismo Iturbide, quien la presidía. Para fortuna de este, aquel murió súbitamente el 8 de Octubre siguiente, al parecer de pleuresía, muy oportuna, por cierto, por lo que obviamente no faltaron los rumores que hablaban de un envenenamiento. Aquí está quizá una de las raíces del “sospechosismo” mexicano, del que habla el académico de la lengua Santiago Creel.
La desaparición de O’Donojú dejó las manos libres a Iturbide, pues ya nadie ejercía un control político sobre él. Aunque desde los Tratados de Córdoba ya se hablaba de un Imperio Mexicano en forma de una monarquía constitucional, había muchas divisiones al respecto, pues los partidarios de la monarquía optaban, en parte, por algún miembro de la casa real española; otros se inclinaban por Iturbide, a quien ya se le había vitoreado, al parecer en Puebla, como Agustín I. Había además un importante grupo de republicanos.
Cuenta la historia que un sargento, Pío Marcha, encabezó un motín popular que buscaba la proclamación de Iturbide como emperador. El Congreso acogió la propuesta y, el 19 de Mayo de 1822, proclamó a don Agustín Emperador de México. La situación no era fácil, pues la regencia había determinado eliminar algunos impuestos para darle un respiro a la población, particularmente a los más pobres, pero eso significó al mismo tiempo la disminución de ingresos para el gobierno. Las tensiones entre el Congreso y la regencia ya eran de por sí muy fuertes, pues no se ponían de acuerdo en nada: ni en materia fiscal, ni en lo relativo al número de efectivos que debería tener el ejército, ni en el delicado tema de qué hacer debido a la negativa de España de reconocer la independencia del país. Así que el Emperador, que había sido presidente de la regencia, heredó los problemas y desencuentros que ya había entre el Poder Ejecutivo y el Legislativo. Esa fue la historia de prácticamente todo el siglo XIX en México: un Congreso levantisco y no muy efectivo, y un gobierno con pocos recursos y que no aceptaba la intromisión del primero. Además, gobernar un país tan grande no era nada fácil: la extensión del Imperio era de casi 5 millones de kilómetros cuadrados: desde Costa Rica, en el sur, hasta Tejas, California y Nuevo México en el norte.
A esos problemas habría que agregar otro, quizá más desagradable y que en pocos años se rebelaría como verdaderamente grave: los Estados Unidos de América, que era para muchos republicanos un ideal de cómo debería gobernarse y organizarse un país, empezó a mandar señales de que estaba interesado en los extensos territorios, despoblados, del norte mexicano. Su agente en México, Joel R. Poinsett, de triste memoria para los mexicanos pero un verdadero héroe para los estadounidenses, jugó un papel importantísimo en la introducción del rito yorkino de la masonería a México, en el derrocamiento de Iturbide, en el ascenso de Vicente Guerrero a la Presidencia y en su caída, a la vez que presionaba para adquirir los ahora estados de Tejas, las Californias, Coahuila, Nuevo México, Sonora y Nuevo León. A este nefasto personaje se le debe la difusión de la Flor de Nochebuena en los Estados Unidos y de allí en el resto del mundo, por lo que allá se le llama “poinsettia”.
El Emperador abdicó en 1823, en parte por la incapacidad de su gobierno de unificar a las diferentes facciones políticas que se disputaban el poder tanto en las regiones como a nivel nacional, por las intrigas de Poinsett y de los masones, por el empuje de los grupos republicanos, por su propia falta de estrategia política y por haber reconocido demasiado tarde el peligro que representaba Antonio López de Santa Anna, quien comenzaría su tradicional historia de asonadas, levantamientos y desconocimientos.
Marchó al exilio, provisto de una pensión vitalicia, junto con su familia. La condición era que permaneciese en Italia, pero, al enterarse de que España y la Santa Alianza fraguaban planes para la reconquista de México, regresó al país para ofrecer su espada al gobierno (al menos eso fue lo que dijo). Ignorante de que estaba fuera de la ley al pisar suelo mexicano, fue apresado en el recién creado estado de Tamaulipas, cuyo Congreso local ordenó cumplir rápidamente el decreto federal, por lo que el antiguo militar, libertador y emperador fue fusilado en Padilla, Tamaulipas, el 19 de Julio de 1824. Sus últimas palabras, antes de recibir la salva mortal, fueron: “¡Mexicanos! En el acto mismo de mi muerte, os recomiendo el amor a la patria y la observancia de nuestra santa religión; ella es quien os ha de conducir a la gloria. Muero por haber venido a ayudaros, y muero gustoso, porque muero entre vosotros. Muero con honor, no como traidor: no quedará a mis hijos y su posteridad esta mancha: no soy traidor, no.” Sus restos fueron trasladados en 1838 a la Capilla de San Felipe de Jesús, en la Catedral Metropolitana, en donde reposan hasta nuestros días.
La letra original del Himno Nacional, estrenado en 1854, llevaba una estrofa alusiva al libertador: “…de Iturbide la sacra bandera, ¡mexicanos!, valientes seguid…” En 1943 fue suprimida oficialmente. Como si con eso se pudiese borrar la historia.
Iturbide es una muestra de nuestro infantilismo historiográfico: los personajes de la historia mexicana son, o resplandecientes hasta el paroxismo, o tenebrosos hasta la ignominia. No hay seres humanos, sino dioses y demonios. No hay personas con virtudes y defectos, con luces y sombras, sino santos y villanos. ¿Es repulsivo alguien que haya buscado la monarquía o la república centralista? ¿Es virtuoso quien se incline por la república y el federalismo? En todos los bandos hubo gente de valía y también gente abyecta, y es eso lo que nos falta discernir. Juárez, Hidalgo, Guerrero, Gómez Farías, Villa, Calles y Cárdenas tuvieron aciertos y errores, cometieron injusticias y también hicieron cosas loables. Iturbide, Maximiliano, Alamán, Miramón, Mejía y Díaz también fueron seres humanos, con rasgos sumamente generosos y también con defectos. ¿Cuándo los aceptaremos a todos como lo que fueron, personas humanas, y no como habitantes del Olimpo o del averno? ¿Cuándo tendremos calles, avenidas y embarcaciones que lleven sin distingos los nombres de grandes personajes, sin importar que hayan perdido o ganado? Creo que eso ocurrirá cuando lleguemos a la mayoría de edad en el estudio de nuestra historia. Eso sí: hay también personajes difícilmente defendibles. No me atrevo a hablar a favor de figuras como Victoriano Huerta. A él sí, ni cómo ayudarlo.
 


Dr. Herminio S. de la Barquera y A.
Decanato de Ciencias Sociales
Grupo de Investigación en Ciencias Sociales (INCISO-UPAEP)

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