Desarrollo humano y social
Santa Hildegarda de Bingen
24 septiembre Por: Herminio Sánchez de la Barquera Arroyo
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Permítannos nuestros fieles lectores hacer esta vez un paréntesis en los temas, a veces harto desilusionantes, de política y seguridad. Hablemos hoy de un personaje que también intervino con fuerza en asuntos de la política y que pertenece a los espíritus más preclaros y fascinantes de la Edad Media: Hildegarda de Bingen, cuya fiesta anual se celebró el pasado 17 de Septiembre. Ya en su época fue célebre como abadesa, poetisa, compositora, vidente, mística, conocedora de la medicina y de la herbolaria; era, como diríamos hoy, un genio universal. El Papa Benedicto XVI le otorgó el título de “Doctora de la Iglesia” en 2012, junto a San Juan de Ávila (1500-1569).

Nuestro personaje nació posiblemente en la población alemana de Bermersheim en 1098, creció y se educó en el monasterio mixto de Disibodenberg bajo la guía de la abadesa Jutta, a cuya muerte en 1136 asumió la dirección de la comunidad. Entre 1147 y 1150 fundó el monasterio de Bingen y en 1165 el de Eibingen, que aún existe como tal y que lleva su nombre; ahí se resguardan sus reliquias. Ya desde niña manifestó la capacidad de tener visiones, facultad que la hizo famosísima en su época. A pesar de su naturaleza enfermiza, emprendió dilatados y frecuentes viajes, en los que se manifestó como una predicadora sumamente estimada. De ella se conservan innúmeras cartas, que la revelan como una importante consejera de pontífices y príncipes. Celebérrima por sus amplios conocimientos de medicina y de ciencias naturales, murió en 1179, el 17 de Septiembre. Es patrona de los lingüistas y de los estudiosos de las ciencias naturales.

Las apariencias engañan: en el párrafo anterior hemos pergeñado de un plumazo la vida de esta santa, cuando Hildegarda en realidad pertenece a esa categoría de personajes cuya biografía requeriría enormes volúmenes cargados de erudición. Ella imprimió su sello personal a la agitada vida de su tiempo, colaborando con la Iglesia en la difusión del Evangelio y en la cosecha de abundantes frutos espirituales, participando por lo demás activamente en el desarrollo de la cultura y enriqueciendo a sus contemporáneos con sus consejos y visiones proféticas. Santa Hildegarda fue protagonista del gran Siglo XII, clímax del periodo románico: dicha centuria atestiguó, entre otros acontecimientos, la construcción de la catedral de peregrinos de Santiago de Compostela (1071-1112), contempló la conclusión de la iglesia de San Ambrosio en Milán (comenzada en 1080 aproximadamente) y de la maravillosa iglesia de San Saturnino en Tolosa (1080-1160); vio surgir, con admiración, a la enorme tercera gran abadía de Cluny (1088-1130) y a la admirable abadía de la Magdalena en Vézelay (1096-1120). El siglo XII es uno de los más fructíferos en la Historia europea y se caracteriza por un amplio florecimiento cultural; la reputación de este siglo “renacentista” en gran medida se debe al considerable vigor intelectual, a la profundidad filosófica y a la intensa actividad artística y cultural de la vida monástica.

Santa Hildegarda pertenece a los grandes místicos del Medioevo. En sus visiones, sobre todo las que consigna en su última obra, intitulada “Libro de las obras divinas”, afirma que Dios permite a ciertas personas vislumbrar, como si fuera a través del espacio entre dos cortinas y de manera muy rápida, algunas verdades de fe. La obra amplísima de Hildegarda y su excepcional fama tienen su sustento en su vida contemplativa, impregnada por un profundo conocimiento de la Biblia y su vivencia diaria. Ella se definía a sí misma como ignorante, como sencillo instrumento de la voluntad divina: “simplex homo, humilis forma”. Aun cuando sabemos que los monasterios eran grandes fuentes de cultura, la preparación de Hildegarda estaba muy por encima del promedio. Su lenguaje, al explicar sus visiones, es de gran fuerza poética y de una profunda elocuencia. Según ella, desde la infancia tenía visiones, pero comenzó a escribirlas en 1141, es decir, a los 43 años de edad. Su primera obra es muy famosa y se titula “Scivias” (“Conoce los caminos del Señor”); la última es el ya mencionado “Libro de las obras divinas”, que comenzó a escribir en 1163.

Hildegarda describe sus visiones de manera muy gráfica y colorida, evocando, por ejemplo, las historias de la Creación y de la Salvación, en una especie de cosmología poética, de “novela cósmica”, como dice Regine Pernaud, en la que aparece la historia del Hombre y de su Salvación. Su “Libro de las obras divinas”, por ejemplo, habla de un mundo cuya Creación constantemente se renueva y que está traspasada por “fuerzas cósmicas como reflejo de los misterios divinos y de inagotables maravillas”, como ella misma afirma. El Hombre es como un microcosmos, en el que los ritmos del tiempo se repiten, en el que la Creación misma se repite, y cuya historia es la historia de las relaciones de las criaturas con su Creador. Ella afirmaba que la finalidad de la Creación consiste en que las voces de las criaturas se unan en un canto de alabanza a su Creador. Cuando la palabra y la música se unen en el canto, la música eleva la santidad de la palabra y hace que el cuerpo entre en resonancia, de tal manera que el sentido de la palabra puede penetrar rápidamente en el alma.

Santa Hildegarda también fue compositora. Comenzó a componer música a una edad muy tardía, parece que después de los cuarenta años. Entre 1151 y 1158 coleccionó sus composiciones con la intención de que fuesen interpretadas por sus religiosas de Bingen. Llamó a estas obras “Symphoniae harmoniae Celestium revelationum”, esto es, sinfonías armoniosas de la revelación celestial. Se trata de un título que remite a su inspiración divina, así como a la idea de que la música es la forma más elevada de las actividades humanas, que refleja los sonidos inefables de las esferas celestes y del canto de los ángeles.

Sus actividades como profetisa fueron incluso aceptadas por la Iglesia en vida de Hildegarda, lo cual dice mucho de la fama y buen nombre de que gozaba. Así, escribía el Maestro Odo de París, en 1148: “Se dice que Hildegarda fue educada para el Cielo, que mucho le es revelado, que trae consigo grandes escritos y que descubre nuevas formas de canción…”

Apoyada en una riquísima vida espiritual, la santa de Bingen participó activamente en la vida de su tiempo y no dejó de registrar lo que el Cielo le dictaba, apoyada por su fiel secretario, el monje Volmar, y, ya hacia el final de su vida, por una joven monja de nombre Richardis. Es en estos días cuando su trabajo se intensifica, dada la creciente fama de la que gozaba por su santidad y por sus revelaciones. Era tan respetada, que se permitió increpar sin más al Papa Anastasio IV, a quien le espetó: “¡Hombre, la visión de tu entendimiento se debilita! ¿Por qué no arrancas el mal desde la raíz?” Sabemos que se mantenía en comunicación constante con las personalidades más influyentes de aquellos días, como San Bernardo de Claraval, los Papas Eugenio III, Anastasio IV y Adriano IV, con el rey de Inglaterra Enrique II y con los emperadores Conrado III y Federico “Barba roja”. Predicó en la plaza pública muchísimas veces, por ejemplo, en Colonia, Trier, Metz, Wurzburgo y Bamberg.

Santa Hildegarda de Bingen es admirable, entre otras cosas, por su capacidad para actuar en el mundo material, político y temporal, así como por su intensa dedicación a la vida espiritual. Ahí está precisamente la fuente de su fuerza, ahí, en los manantiales del espíritu, pues era de cuerpo débil y enfermizo. Ella es por lo tanto un ejemplo de que sí se puede ser práctico sin caer en el pragmatismo, de que la vida tiene que orientarse por la reflexión y por los motivos espirituales. Esto vale tanto para las personas como para las organizaciones. El faro que indica el camino a los marinos nunca podrá ser impráctico ni estorboso.

Dr. Herminio S. de la Barquera y A.
Decano de Ciencias Sociales
UPAEP

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