Con cada vez más frecuencia encontramos en el mundo actual movimientos de fuerte corte nacionalista, que alaban y ensalzan virtudes reales o supuestas de una determinada nación, a la vez que buscan trazar una clara delimitación frente a otras. En Europa, continente en el que las ideas nacionalistas parecían haber perdido fuerza bajo la sombra de la Unión Europea y de las tendencias globalizadoras, vemos un resurgimiento de ideas nacionalistas llevadas a veces al extremo de emprender la lucha por la independencia de ciertas regiones, como en el caso de Cataluña. Estos nacionalismos se enderezan en contra de la inmigración de refugiados y de los alcances de la globalización, pues ven en estos fenómenos una severa amenaza en contra de características que se asumen como distintivas, históricas e irrenunciables de las naciones receptoras. Muchos regímenes autoritarios recurren también al nacionalismo para justificarse y legitimarse, o para lograr el apoyo de la población al enfrentar momentos de crisis de diferentes tipos.
Podemos definir al nacionalismo como una forma de pensamiento político o como un movimiento social que se dirigen territorial y axiológicamente a la nación o al Estado nacional, presuponiendo una identificación consciente y una solidaridad con la comunidad nacional (Gisela Riescher).
Hay nacionalismos incluyentes y excluyentes. El primero de ellos es una forma moderada de conciencia nacional o patriotismo que busca incluir a todos los grupos políticos y culturales. Es por esto que este tipo de nacionalismo juega un papel señaladamente importante de carácter integrador y legitimador, dentro de un sistema político determinado. Para los nacionalismos incluyentes, sus puntos de referencia son, por ejemplo, la tradición republicana, las instituciones políticas democráticas, el Estado social, la fortaleza y los éxitos de su política económica y la reputación internacional.
Por su parte, los nacionalismos excluyentes se distinguen por un sentimiento de valor exacerbado que exalta las cualidades nacionales propias, a las que se considera superiores respecto a las de otras naciones. Por eso, cundo ocurren excesos nacionalistas en regímenes dictatoriales y totalitarios, o incluso en países democráticos en donde existen amplios grupos de ideas ferozmente nacionalistas, encontraremos fenómenos como las deportaciones masivas, la exclusión e incluso la eliminación de minorías étnicas o culturales, o el discurso supremacista.
De acuerdo a la historia particular y al origen de los nacionalismos, podemos encontrar que la identidad de la nación se percibe de diferentes formas. Así, la nacionalidad y las características étnicas, culturales y religiosas se perciben de distinta manera. Pensemos, por ejemplo, en que en México es muy normal que en Septiembre todo el mundo adorne con banderas mexicanas las casas, automóviles, oficinas, etc. Sin embargo, esto es impensable en Alemania, dada la historia reciente del país, por lo que solamente veremos un mar de banderitas durante los mundiales de futbol (mientras la selección alemana siga viva, se entiende).
El nacionalismo moderno nace como consecuencia de la Revolución Francesa, aunque los movimientos del siglo XIX tienen una diferencia frente al modelo francés: están más orientados a la pertenencia étnica, como en el caso de la “nación cultural” alemana o los “renacimientos” irlandés y búlgaro. La Revolución Francesa acentuaba el tema del ciudadano, no tanto del “francés”.
Una característica importante de los movimientos nacionalistas es que no están necesariamente atados a un determinado tipo de sistema político o de régimen. Por eso tenemos ejemplos con influencia de la Ilustración en la segunda mitad del siglo XVIII (Francia y los Estados Unidos de América); en siglos siguientes encontramos nacionalismos tanto en monarquías como en sistemas coloniales, postcoloniales, socialistas, fascistas y nacionalsocialistas. Las democracias, desafortunadamente, tampoco están libres de ser azotadas por movimientos nacionalistas, con mayor o menor intensidad.
Los nacionalismos exacerbados pueden incluso conducir al colapso y desaparición de un Estado, como pasó en el caso de la antigua Yugoeslavia, que no pudo mantener su cohesión después de la muerte, en 1980, de su fundador Josip Broz (“Mariscal Tito”). En otros casos, sin embargo, pueden conducir a la unificación de entes nacionales y formar un nuevo Estado nacional, como en el caso de la unificación italiana (“Risorgimento”). En algunas épocas de la historia, como por ejemplo a fines del siglo XX y principios de este, hemos podido constatar el surgimiento de movimientos que, si bien no son necesariamente “antinacionalistas”, sí podemos percibirlos como una suerte de movimiento en contrario, Un ejemplo es el supranacionalismo artístico y cultural de La Ilustración (como en la música y las artes plásticas) o el que encontramos en la Unión Europea. En el mundo actual de la globalización podemos ver igualmente un crecimiento de la capacidad “cosmopolita” de muchísimas personas y grupos, que se convierten, por así decirlo, en ciudadanos del mundo. En esta forma de actuar y de pensar no caben los nacionalismos.
Cuando el nacionalismo se entiende como una fuerza de integración o de unión de grandes grupos, subrayando aspectos tales como la lengua, el origen, la igualdad de carácter y de cultura, así como la pertenencia a un Estado nacional, vemos una delimitación hacia afuera. Pero esto, bajo ciertas circunstancias, puede degenerar en un egoísmo nacional, una exageración de los intereses de la nación propia despreciando a los de otras, un ordenamiento superior de la comunidad nacional sobre los derechos de la persona y a un sentimiento de que la nación propia está muy por encima de las demás. Es bajo este contexto que son totalmente comprensibles las duras palabras del cardenal alemán Reinhard Marx, quien hace unos días aseguró: “Ser nacionalista y católico, eso no se puede”.
Dr. Herminio S. de la Barquera y A.
Decanato de Ciencias Sociales
Grupo de Investigación en Ciencias Sociales (INCISO-UPAEP)