La literatura se asocia, casi de inmediato, a la imagen de un libro y a miles de palabras desfilando en blancas hojas de papel. Las palabras –los símbolos que interpretamos– son marcas que parecen señales inmóviles en un páramo. Sin embargo, esa tinta impresa es capaz de generar imágenes, potenciar la imaginación y desdoblar la realidad en múltiples posibilidades.
Jorge Luis Borges, escritor argentino nacido en 1899, uno de los más influyentes para la literatura mundial, perdió definitivamente la vista en 1955, justo cuando fue designado director de la Biblioteca Nacional. No fue un accidente repentino sino un proceso gradual que él calificó como un lento atardecer. La enfermedad, heredada de su padre, pronto se convirtió en una marca de su destino y una obsesión en sus poemas, ensayos y cuentos.
Cualquiera pensaría que la ceguera es un serio obstáculo para la actividad de cualquier escritor. Borges, a pesar de su fama de autor contenido, más cercano a la solemnidad que a la pirotécnica verbal, logra en su cuentos y poemas imágenes deslumbrantes, llenas de color. En uno de sus mejores cuentos, “Las ruinas circulares”, describe el cielo que se derrumba con “el color rosado de la encía de los leopardos”. En uno de sus poemas más conocidos, “El oro de los tigres”, Borges compara la pérdida de la visión con la escena de un hombre mirando a un tigre. El animal se pasea tras los barrotes y el espectador comprende que, el último color que desaparecerá de su horizonte visual, es el oro atrapado entre las franjas negras, diluyéndose a cada momento. A partir de la caída definitiva del telón, Borges emprenderá la exploración de sus mundos a través de sus otros sentidos y de su capacidad de fabular.
Operaciones para corregir las cataratas o el desprendimiento de retina, son luchas destinadas a la derrota, como las historias de los héroes literarios preferidos del autor argentino: Quijotes enfrentando esquivos molinos de viento. Entonces Borges se convierte en el símbolo de la sabiduría. Un hombre que, ajeno al mundo visible, repleto de formas corpóreas, sensuales, volátiles, se refugia en el mundo del pensamiento y la capacidad introspectiva. La expresión de un ciego, su mirada aparentemente vacía, siempre parece ir más allá. Imagino ese gesto apacible mientras Borges –incapaz de escribir– dicta el último libro de cuentos: La memoria de Shakespeare que se publica en 1983. Los cuentos, comparados con los que conforman su obra anterior, aparecen libres de cualquier adorno o floritura. Desnudos y directos, se asemejan a un discurso oral, aquel con el que dio inicio la literatura.
Como en uno de sus cuentos fantásticos, Borges usa su pérdida visual para regresar en el tiempo e instalarse en un pasado remoto, ajeno al discurso superficial del mundo. Alberto Manguel, uno de los mayores especialistas en la historia de la lectura, conoció a Borges en Buenos Aires. Mangel, trabajaba en una librería la cual era visitada por el autor que, para entonces, ya era un personaje conocido en Argentina. El ciego le pidió que lo visitara en su casa para leerle fragmentos de obras literarias. Mangel accedió de inmediato y pasó muchas tardes leyéndole a aquel hombre que estaba sumergido en la oscuridad, pero cuya memoria asombrosa hacía que, al poco tiempo de empezar la lectura, interrumpiera a su ayudante para completar, palabra por palabra, como si tuviera el libro abierto ante sus ojos, el final del verso o de la historia. Quizás la memoria es otro tipo de luz.