Desarrollo humano y social
Cuestión de bien
31 enero Por: David Sánchez Sánchez
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De cómo no sabemos el alcance de un gesto

Píndaro, aquí no se había fijado aún en la joven mexicana que vendía tamales con chamarra doble de miga de trigo. Sus pasos cada mañana por aquella calle eran acelerados por nunca llegar a cumplir el compromiso que cada día le ofrecía a su reloj de pulsera en cumplimiento de su trabajo. Era el único reloj de pulsera de toda su calle, habían sido traicionados el resto de los mecánicos y digitales por los celulares. Llegado a la esquina, en aquel mes de agosto ajeno de huracanes, nuestro Píndaro vio un torcido rostro de una cabeza semi hundida. No era posible otra dueña que Marita para esa combinación física. El calor de los tamales producía más vapor que la vieja locomotora Cucaracha a la que su abuela dedicaba su canto en las festividades. Esa tela difusa escondía su rostro entornado del resto de la calle, la temperatura era para ella la salvación de una fría mañana, sol mediante. Píndaro odiaba los tamales, aún más, los ignoraba. No había para él mejor desayuno que un huevo frito acompañado de una leche fría achocolatada. Siendo tan desastre como era su barriga siempre andaba pregonando palabras de hambre y ni siquiera sabía mezclar fuego con aceite.

Una de esas mañanas tan frías como la noticia de una infidelidad descubierta de forma imprevista, selló sus pies en el asfalto. Marita tenía la mirada más nostálgica que todo el Renacimiento hundido en pleno centro del océano Índico buscando con la punta de sus dedos rozar la superficie. Decidió comprarle tamales. Con el tiempo descubrió que Marita juntaba el dinero para un gran proyecto y debía ayudarla a ello comprándole cada mañana uno de esos bocados amasados con nostalgia. Como no tenía su paladar preparación para tal platillo buscó donde entregarlo. A lo lejos en la siguiente esquina un cuerpo desnutrido no pedía para comer, pedía comer. Los tamales cada mañana viajaban de mano en mano dos calles abajo. Dos manos los vendían, dos manos los entregaban y una mano los recibía. El ¨Manco Jorge¨ pedía desde hacía dos años en la misma esquina de diferentes ciudades, siempre trazaba desde la Catedral dos cuadras a la izquierda y dos hacia el norte para la elección del lugar. Aquel sabor nunca llegó a su gusto.

Píndaro se sorprendió una mañana al no ver el puesto de Marita, con el tiempo le dijeron que con el dinero guardado ella emprendió camino de emigrante; solo tardó seis meses en ir al funeral de un cuerpo atropellado al paso de una frontera que había vuelto a su tierra con la palabra decepción. Era Marita. ¿Para eso sirvió su compra diaria?¿para dar alas a un sueño de riesgo de muerte? Creció su decepción al no ver al ¨Manco Jorge¨ en la esquina de siempre. Lo encontraron desfallecido por inanición sin que nadie reclamara su cuerpo. ¿Dependió su vida de los tamales que le regaló y cesando estos cesó su vida?¿le hizo dependiente de su ayuda?

La vida no alegraba a Píndaro, toda su buena voluntad había terminado en muerte. Decidido se fue a su casa y se hizo unos huevos con una leche fría de chocolate, pero para cenar, pues si toda consecuencia de su actos resultó ser lo contrario había que comenzar por cenar un desayuno.

 

De lo que nunca llegó a enterarse Píndaro fue que esos tamales que compró para los sueños de una joven y que llegaron a la mano de un manco, sirvieron para alimentar el riesgo de muerte de un niño que hijo de manco y lactante de tamales triturados llegaría a ser con el tiempo uno de pintores más afamados de un achocolatado país. Cuando se convirtió en un afamado artista nunca dejó de pintar su famosa serie de tamales hoy vendidos por millones de dólares y que sirven para abrir por el país centros de acogida y comida a gente sin hogar que acogen a cientos de personas. Sin el gesto de Píndaro los ojos del joven artista nunca habrían llegado al sol del día siguiente, hijo del bien común.

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