En la Grecia antigua, la relación de la política práctica con la ética no se percibía como un problema. Para Aristóteles, la política era la doctrina de las formas de vida del ciudadano en la polis; la ética se ocupaba de las formas de conducta y de la moderación en el trato entre personas, mientras que la economía era la vida en comunidad en una misma casa, la polis. Las tres disciplinas formaban parte de la filosofía práctica y estaban íntimamente relacionadas entre sí; su objetivo, según este filósofo, era la eudaimonia, la felicidad. Con esto no se refería a la sensación subjetiva de felicidad, sino a la realización plena de las posibilidades del hombre. La política, por lo tanto, como ciencia ética que es, busca la vida del ciudadano en bondad y en justicia, para posibilitar el bien personal y el bien común de la polis. Nos encontramos, así, no frente a un simple “vivir“, sino frente a un “vivir bien“.
En la actualidad se habla mucho de la “calidad de vida“, es decir, de esa referencia crítica para juzgar las condiciones de vida de una sociedad, que se distingue del llamado “estándar de vida” o de la “buena posición” como dimensión material, del bienestar y de la satisfacción como interpretación subjetiva del mismo. Es por eso que la calidad de vida representa un concepto multidimensional referido a las circunstancias de vida, es decir, a aquellas condiciones en que se realizan los intereses materiales e inmateriales (espirituales, intelectuales, morales, etc.) de una sociedad y de las personas que la forman. Por lo tanto, estamos hablando de componentes del bienestar tanto materiales como inmateriales, objetivos y subjetivos. De ahí que los indicadores que nos ayudan a medir dicha calidad de vida sean fundamentalmente la educación, el trabajo, el consumo, la situación del medio ambiente, la seguridad, la legalidad y la impartición de justicia, y posición social, entre otros, y que para poder hablar de un mejoramiento en las condiciones de vida de una sociedad tengamos que contemplar el aspecto cualitativo en el sentido de un ecodesarrollo, o como se estila en decir hoy en día –aunque el nombre quizá no sea tan afortunado- de un desarrollo sustentable.
Cuando hablamos, de manera más reducida, de bienestar material, por lo general pensamos que la posesión de bienes nos hace más felices, es decir, que la felicidad depende en gran medida de las posesiones que tengamos. Pero por otro lado, también conocemos personas que al parecer pueden estar muy satisfechas sin tener grandes bienes. En la historia de la humanidad ha habido incluso movimientos religiosos y culturales que basan la felicidad de las personas en la ausencia de bienes, o mejor dicho, en la renuncia a ellos: pensemos por ejemplo en Diógenes, en Gandhi o en San Francisco de Asís. En la actualidad, aunque las condiciones de vida en países como Suiza o Luxemburgo son envidiables en muchos sentidos, tenemos que ver más de cerca algunos detalles cotidianos de muchas de estas naciones desarrolladas, en donde las tasas de suicidios (como en Corea del Sur o Japón) son más elevadas que las de muchos países pobres. En encuestas recientes, se ha visto que los alemanes, aunque satisfechos con las cada vez mejores condiciones económicas de su país, se muestran crecientemente preocupados por el futuro. Y quien se preocupa en demasía por el futuro no puede disfrutar del presente. ¿A qué se debe esa preocupación? ¿A que nunca nos conformamos con lo que tenemos? ¿A que las necesidades crecen sin parar? ¿O es que las teorías económicas ya no funcionan?
En realidad, la teoría económica puede explicarnos por qué se presenta esta relación entre bienestar en aumento y felicidad decreciente. ¿Por qué nos gusta poseer cosas? Puede haber varias razones, pero al final hay una fundamental: nos causan satisfacción, utilidad y provecho. Por eso nadie quiere basura, pues no le vemos provecho alguno. Pero hay gente que sí obtiene utilidad de ella y entonces la busca, convirtiéndose la basura en un bien para ella. El grado de aprovechamiento que un bien nos proporciona está sujeto a varias reglas, que el economista alemán Hermann Heinrich Gossen (1810-1858) expresó en 1854 por medio de lo que se conoce como “las leyes de Gossen”. La primera de estas tres leyes afirma que toda satisfacción derivada del consumo de un bien disminuye conforme va aumentando la cantidad consumida de dicho bien, hasta que se llega a la saciedad o a la saturación. Es como cuando comienza alguien a comer una ración grande de chocolates: al principio sabe todo muy bien, pero paulatinamente llega uno a la saciedad. La forma en que esta disminución del agrado se presenta depende de muchos factores, como por ejemplo el tipo de bien y las preferencias personales (alguien a quien le guste mucho el chocolate tardará más en saciarse que alguien a quien no le agrade tanto).
La segunda ley que expuso Gossen dice que no se pueden satisfacer todas las necesidades hasta la saciedad; la satisfacción máxima se alcanza cuando las satisfacciones resultantes del consumo de los diferentes bienes se igualan entre sí. La tercera ley no tiene mucho que ver con este tema, pues afirma que la escasez es un requisito para el valor económico. Lo que podemos percibir con esto es que Gossen consideraba a la economía como una especie de teoría del placer y del dolor: las personas tratan de obtener el máximo de placer o de satisfacción a partir del menor esfuerzo (doloroso) posible. Las personas tratan de dominar la carestía de recursos tratando de optimizar lo que existe, como dice la segunda ley.
Siguiendo estas leyes, podemos observar en la actualidad que aparentemente el miedo a perder los bienes aumenta conforme crece la cantidad de bienes que poseemos. Es decir: a mayor bienestar, el miedo a perderlo se hace más importante, pues cada vez será más difícil substituir a los bienes perdidos. Esto quiere decir que, conforme el bienestar aumenta, la importancia que le damos a la seguridad también crece, no porque el mundo se vuelva realmente más inseguro, sino porque nuestra valoración de él cambia. Parecería que el miedo se vuelve irracional, aunque lo que ocurre realmente es que percibimos más grande el peligro.
Esto solamente puede cambiar si efectivamente, como lo temíamos, perdemos algún bien, pues entonces empezará a crecer el provecho de posibles ganancias de manera más fuerte que el temor a los perjuicios de posteriores pérdidas. Por lo tanto, más bienestar significa para muchos, a la vez, más inseguridad o más miedos, aunque nadie propondría, para acabar con esta sensación, renunciar a las cosas. De todas formas parece que, bajo ciertas circunstancias, menos puede ser más.
Dr. Herminio S. de la Barquera y A.
Dirección de Posgrados en Ciencias Sociales
Centro de Investigación en Ciencias Sociales (INCISO-UPAEP)