“Libre de la memoria y de la esperanza, ilimitado, abstracto, casi futuro, el muerto no es un muerto: es la muerte”.
J. L. Borges
De acuerdo a datos provistos por la consultora Etellekt en su cuarto informe (https://bit.ly/2jQWcBq) sobre “Violencia política en México 2018”, desde el inicio del proceso electoral se tiene registro de 305 agresiones contra actores políticos y familiares; de estas, 94 han desembocado en asesinatos, 35 de los cuales corresponden directamente a candidatos o precandidatos de partido. La pregunta inevitable es ¿la violencia que vivimos actualmente impregna al proceso electoral o es el proceso electoral el que potencia la violencia que actualmente vivimos? Más preguntas flotan en el aire: ¿Han sido estas agresiones y asesinatos producto exclusivamente de la delincuencia organizada? ¿Algún ajuste de cuentas exclusivamente entre actores políticos? Sin importar el origen, los crímenes no se pueden juzgar en función de su razonamiento inicial –crimen lógico, como diría Camus-: un asesinato, una agresión son condenables en todo sentido no importa de quién provenga o contra quién se ejerza.
Independientemente de las dudas, lo que es un hecho concreto es que desde hace poco más de doce años, el país está atravesado por múltiples violencias y éstas tienen variadas caras, víctimas y dimensiones. Son tiempos en donde paradójicamente se define en términos laxos la violencia pero también tiempos donde se ejerce con mayor brutalidad. El ágora pública debe hoy ser la arena de rescate ante los tiempos violentos –o violentados quizá-, las campañas políticas deben ser auténticos vehículos de civilidad entre adversarios, la política en democracia sirve para dirimir diferencias por la vía legal y pacífica, y esto no es retórica: el orden que se instituye a través de un marco legal, provee de certeza a los diferentes actores sobre el actuar de sus oponentes o adversarios -jamás enemigos, aunque nos tiente Schmitt-, provee de una ruta de acción para no desembocar justamente en la violencia, y si esto por infortunio pasara, en democracia, el Estado tiene el monopolio legítimo de la coacción física por si “alguien” o “algunos” no respetan dicha civilidad.
Hoy, sobra decirlo, en México los costos de ejercer la violencia se han “abaratado” en comparación a tiempos pasados. Nos horroriza, sin duda, la facilidad y la impunidad con la que se puede cometer toda clase de crímenes atroces sin resistencia institucional visible. A este paso, si no frenamos esta escalada, si normalizamos dicha atmósfera, rondaremos seguramente en los bordes del estado de naturaleza descrito por Hobbes. Se antoja en este sentido algo más que meras condenas públicas ante esta espiral infinita. Hay que apelar a un pacto de civilidad –lo que no quiere decir ser acríticos-, que contagie a las instituciones, que las transforme de la mano con la sociedad y en verdad empezar a dirimir los conflictos por la vía legal, que las instituciones sean verdaderos árbitros y no por el contrario, victimas pasivas de esta neblina que otros llaman violencia.
Mtro. Hugo Ernesto Hernández Carrasco
Centro de Investigación en Ciencias Sociales
(INCISO-UPAEP)