“[…] Ya volverán destinos con otra explicación”.
Juan Gelman
Se dice que la palabra es como la moneda: entre más se emite, más se devalúa. El debate del domingo 22 de Abril entre los candidatos a la Presidencia de la República (¿o deberíamos llamarle “no debate”?) redujo el valor de la palabra, la convirtió en un trampolín de las respectivas estrategias electorales de los candidatos. El ciudadano sigue al margen, es una pieza del tablero, un receptor resignado de mensajes. En el medio de su sabida pero no menos solapada desgracia, la sociedad intercambia memes, encuestas, sondeos y uno que otro razonamiento para intentar digerir un ejercicio de pobreza argumental que nos deja con más dudas que aciertos, de cara a la elección presidencial.
Los implícitos del no debate aterran por su utilización y aceptación silenciosa; nos reímos como cómplices del “Bronco” y su propuesta para “mochar la mano” a los delincuentes. Proyectamos, como si fuera un chiste, tal deseo en los diputados, el presidente y uno que otro político local, porque es claro que la línea que separa la ética de lo público de la ética de lo privado se ha ido diluyendo marcadamente, ante el saqueo gubernamental y partidista: Pareciera que la rapacidad de los delincuentes se nos asemejase a un mal menor.
Lejos de ser el Estado de derecho el eje rector de nuestras vidas y nuestras soluciones, buscamos en la desesperación algo que solucione las frustraciones sociales -en lo público y lo privado- de tajo, para no tener que dar más explicaciones. Huéspedes de una espiral que parece auto reproducirse y no tener salida, la inseguridad pública ha logrado someter nuestras vidas privadas, para cambiarlas de hábitos, de sentidos. Tal es la impotencia que parece, por un momento, que la inseguridad está derrotando también en los hechos al discurso político; parece condicionarlo a propuestas que más que contundencia o certidumbre nos generan la peligrosa idea de que la violencia es la respuesta a los males que asuelan todos los ámbitos de la vida.
En el “no debate” también se discutió sobre corrupción y rendición de cuentas, pero lejos de escuchar propuestas, argumentos y juicios estructurados, asistimos a una cascada de acusaciones entre los candidatos. Del éxtasis de los dimes y diretes pasamos a la confusión y a la duda: ahora no se sabe si ellos combatirán la corrupción y la impunidad o más bien son parte de esa larga lista de victimarios del erario y la vida pública.
Los candidatos jugaron sus cartas, dejando de lado las propuestas. Y es que en un debate, como reflejo del hecho de que los electores generalmente votan más por emociones que por razones, se privilegian los ataques entre los adversarios que confrontar y defender las ideas con las que proponen gobernar al país: para López Obrador importó más mantenerse en su zona de confort que aclarar sus ideas; se ve que lo suyo no es ni la discusión ni el debate. Ricardo Anaya buscó posicionarse como el candidato anti-López Obrador, pero no expresó claramente cómo intentará frenar la inercia que nos tiene como país en esta situación tan delicada en materia de seguridad y de desgaste social. José Antonio Meade y Margarita Zavala, con discursos sin impacto significativo, y Jaime Rodríguez Calderón (“el Bronco”) diciendo “barbaridades”, como un suicida que no tiene nada que perder. En el debate se escucharon palabras; pero como un “no debate”, dichas palabras provocan en los hechos un silencio creciente sobre lo que verdaderamente importa: propuestas responsables y viables para los próximos seis años.
Hugo Ernesto Hernández Carrasco
Maestro en Ciencia Política
por la UPAEP