Walter Redmond
Austin, Texas, EUA
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Encuentro de rectores
“La universidad: propulsora de una nueva sociedad”
CUPRIA-ANUIES
Consejo de Universidades Particulares e Instituciones Afines
Asociación Nacional de Universidades e Instituciones de Educación Superior
10 de abril de 2018
UPAEP, Puebla, México
...a veces he creído hasta seis cosas imposibles
antes del desayuno
La reina blanca
Señores rectores. Estoy muy agradecido por la invitación de dirigirme a tan distinguida concurrencia; la considero como un gran honor.
El mes pasado un estudiante en una universidad norteamericana, Lake Ingle, fue expulsado de la clase por la maestra por decir que según los biólogos hay dos géneros, masculino y femenino. Si el rector no hubiera intervenido, su inminente graduación hubiera sido diferida.
Hace medio año, una profesora asistente en una universidad en Canadá, Lindsay Shepherd, fue censurada por mostrar a su clase un video que ya había salido en la televisión. En el video el psicólogo Jordan Peterson criticaba una nueva ley que exigía el uso de ciertos pronombres de género. Shepherd fue llamada ante una junta de tres profesores quienes prohibieron que mostrara tales videos “controvertidos” y requirieron que, en adelante, sometiera sus planes de clase para su revisión. Shepherd había grabado la reunión en secreto y la difundió en un video que fue viral y suscitó una crítica no sólo de la falta de libertad de expresión en las universidades sino también del tipo de criterios que necesitaban tal protección.
Peterson mismo saltó a la fama mundial cuando se negó públicamente a acatar la nueva ley, y en un gran número de conferencias y entrevistas, desarrolló una crítica razonada de un progresismo que ha infectado “todas las humanidades y una gran parte de las ciencias sociales” con el objetivo de “sofocar la subestructura de la civilización occidental”.
¿Cómo se explican estas discordias? La verdad es que se ha librado una guerra a muerte entre dos culturas la cual se manifiesta en la enseñanza de las humanidades. Una élite cultural quiere llevar a cabo un make-over de la cultura común y corriente y ha dado lugar a una creciente resistencia “desde abajo”. La cultura innovadora “de arriba” ha estado ganando; la cultura tradicional ha estado perdiendo. La nueva cultura se ve como “correcta” y del porvenir; la del pueblo ordinario como históricamente superada.
El movimiento de arriba tiene antecedentes en la historia, sobre todo en la filosofía utopista del siglo XIX. Cobró fuerzas alrededor de 1968 cuando una contracultura (con los jipis) creía que se estaba liberando de los pareceres y valeres desgastados del pasado. El filósofo alemán Jürgen Habermas admiraba estos “movimientos contraculturales” (como los calificó), y pensó que conducirían a lo que llamó una “sociedad libre exenta de disonancias”.
Sin embargo, ha pasado lo contrario. En EUA los movimientos contraculturales que antes estaban abajo, subieron arriba, subieron al poder. La contracultura de 1968 llegó a ser la sobrecultura dominante. Ahora la cultura común y corriente se ve como una subcultura en un entorno cada vez más ajeno, hostil. El resultado de todo esto no es una sociedad carente de discordias tipo Habermas, sino lo que se ha llamado un totalitarismo blando. Yo jamás he visto tanto odio en mi país: vecino contra vecino, profesor contra profesor, cristiano contra cristiano.
El ideario de la sobrecultura ha estado cambiando a un ritmo siempre más rápido, alejándose más y más de nuestra herencia tradicional. Lo más alarmante es la denegación de la libertad de expresión. En California una nueva ley amenaza con cárcel a los que rehúsan emplear el lenguaje de género “correcto”; la comisión de derechos humanos de la ciudad de Nueva York reconoce al menos 31 géneros protegidos bajo su ley contra la discriminación. A los oradores conservadores se les han negado recintos en las universidades y sus conferencias han sido interrumpidas hasta con violencia.
La sobrecultura domina en tres centros de poder: (1) los medios de difusión (cadenas de televisión y periódicos “importantes”), (2) la industria del entretenimiento (Hollywood) y (3) el sistema educativo y en particular las universidades. Y las noticias que salen al extranjero están filtradas por su ideología.
Es importante comprender el aspecto académico de la sobrecultura. Se dice entre bromas y veras que los jipis de 1968 ahora son los profesores y administradores de las universidades. La gran mayoría de los profesores en las humanidades “están arriba” (no me refiero a facultades como el STEM: ciencias “duras”, tecnología, ingeniería y matemáticas).
Recientemente di una plática a un grupo sobre una filósofa alemana. En la discusión posterior, una mujer súbitamente se echó a llorar. Naturalmente le preguntamos qué le pasaba. Explicó que era pasante de doctorado en literatura. Para sobrevivir en el departamento, dijo, tenía que fingir que aceptaba el credo excéntrico de sus maestros. Esta doble vida intelectual le atormentaba: por un lado la realidad, y por otro lado una ideología grotesca (usó la palabra “bizarre”). Había invertido mucho tiempo y mucho dinero en sus estudios, dijo, y lo único que quería era escaparse de una vez-- con el doctorado en la mano.
La cultura de arriba, pues, moldea las humanidades. Pesa en ella la “política de identidad”: la verdad depende más del grupo a que la persona pertenece que de lo que piensa. Una mujer negra lesbiana aventaja epistemológicamente a un hombre blanco heterosexual. El criterio es la “interseccionalidad”: un esquema marxista rejuvenecido donde los opresores ya no son los capitalistas sino los varones, los blancos y otros indeseables, y las víctimas ya no son los proletarios sino “mujeres y minorías”. Las humanidades tienen el deber de ser activistas: atacar al patriarcado, combatir las fobias: homofobia, islamofobia, transfobia y muchas otras. En el fondo está el relativismo posmoderno: no hay verdad sino “verdades”, las de cada cual; la ciencia, por ejemplo, no se relaciona con la naturaleza sino con la política.
Pero la cultura de arriba actúa según sus propias fobias: leucofobia (aversión por los blancos), androfobia o misandria (odio a los varones), heterofobia (crítica a los supuestos homófobos), eurofobia (rechazo a lo europeo), cefirofobia (repudio al occidente)-- y sobre todo la oicofobia: el desprecio de nuestro “οἶκος”, nuestro hogar espiritual: la civilización occidental, la tradición judeocristiana.
¿Y la filosofía? Permítanme citar al filósofo John Silber, quien era Canciller de la Universidad de Boston y editor de la revista Kant-Studien. En su conferencia inaugural en el Congreso Mundial de Filosofía en Boston (1998), Silber valoró las ponencias que se iban a presentar en el Congreso (había leído los resúmenes). Las dividió en dos tipos de filosofía:
(1) La normal, la filosofía que, desde Sócrates, ha insistido en la racionalidad; es decir, la observación cuidadosa de la realidad y la argumentación escrupulosa, a fin de hallar las verdades teóricas y prácticas que deban dirigir nuestra vida intelectual y moral, tanto personal como comunitaria. Tal filosofía es semper et ubique, en todo tiempo y lugar; yo la llamo “philosophia perennis”.
(2) La otra filosofía: sus partidarios niegan nuestra común experiencia del mundo, la cual restringe nuestra fantasía y posibilita el conocimiento válido. A la merced de ideologías, estos maestros empujan sus ideas hasta una hipérbole absurda. Sus convicciones (Silber parafraseó a George Orwell) son disparates tan grandes que sólo un intelectual los podría creer.
Creo que Peterson puso el dedo en la llaga:
Estoy preocupado por los profesores [universitarios] porque han corrompido totalmente las humanidades, y las humanidades son el núcleo de la universidad. Y corrompiendo las humanidades están corrompiendo la estructura fundamental de nuestra civilización, y están diseminando eso a la cultura general. Y por ello no hay perdón.”
En cuatro años celebraremos el centenario de La tierra baldía (1922), el poema de T. S. Eliot que sacudió el sobrio mundo de la intelectualidad anglosajona. Eliot creyó que la esperanza del renacimiento, tras pasar por la razonabilidad de la ilustración y por el utopismo del siglo XIX, terminaba en un desierto de “futilidad y desesperación”. La causa, pensó, es la pérdida cultural. Hemos dejado atrás a nuestras tradiciones más profundas, a nuestras humanidades, a nuestra humanidad. Eliot comentó el fracaso de las ideologías de derecha y de izquierda; describió así a los reformadores de la sociedad:
¿Qué hordas encapuchadas son esas que hormiguean
Por llanuras infinitas, tropezando en tierra resquebrajada?...
¿Qué ciudad es esa más allá de las montañas,
que se raja y se une y revienta en el aire violeta?
Torres que se derrumban:
Jerusalén, Atenas, Alejandría, Viena, Londres.
Los bárbaros destruyen las capitales culturales: la judeocristiana (Jerusalén), la griega (Atenas), la helenista (Alejandría), la moderna (Viena), y la actual (Londres).
¿Qué diría Eliot si viera la escena humanista actual? ¿Seguimos en la tierra baldía-- o peor? Desde los años sesenta las películas no pintan utopías, sino distopías: devastación atómica, apocalipsis, pandemias de ébola, Manhattan convertido en calabozo, dominación por androides insensibles, Robocops y terminadores. Las dos clásicas novelas distópicas, Nuevo mundo feliz de Aldous Huxley (1931) y 1984 por George Orwell (1949) describen la utopía venidera: manipulación mediática, el control de la reproducción, el lavado de cerebros a partir de la niñez, la criminalización de los pensamientos-- y sobre todo newspeak-- la “neolengua orwelliana”-- cuando, por ejemplo, los gobernantes imponen los pronombres “correctos” y las universidades distribuyen listas de palabras “incorrectas”.
Hay que acoger, seguir acogiendo, los aportes de otras culturas y seguirlas enriqueciendo con nuestras humanidades. Pero hay que hacer esto “dialécticamente” (como diría Leopoldo Zea): integrando lo nuevo, no cercenando el pasado. Las humanidades no necesitan revolución, sino devolución: que nos devuelvan nuestro pasado cultural, que lo rescaten del olvido, de la distorsión y del desprecio, que lo engranen con la actualidad que vivimos. O como Eliot dijo, debemos (como cada edad) “reafinar la delicada relación de lo eterno a lo pasajero”.
La nuestra es una edad de desgarramiento, en mi país y en el mundo. Las humanidades politizadas están dividendo a la población, amenazando a su cultura. Nuestras universidades deberían impartir cursos humanistas; claro. Pero tienen una misión más profunda: ser --volver a ser-- algo que nos una, algo que ampare y fomente nuestra cultura.