Desarrollo humano y social
7 minutos
23 enero Por: David Sánchez Sánchez
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De cómo el tiempo tiene el valor que le demos 

En cuanto se vieron por primera vez supieron que vivirían juntos. Jaime trabajaba como panadero y Teresa limpiaba varias casas a lo largo del día. Hipotecaron sus vidas al año de casarse para tener donde dormir. 

Los dedos de Jaime eran únicos para hacer el pan de leña con sabor añejo, si lo adornabas con dos rodajas de queso y un poco de jamón era puro placer. Aunque también tenía una cualidad pastelera, su pan de muerto y sus huesos de ángel no eran aptos para glotones ni diabéticos. Comerse parte del cielo siempre es un tentador manjar pero aun lo era más si se hacía devorándolo en las exquisitas porciones que simétricamente colocaba en las bandejas para exponer. Gustaba de escuchar la radio mientras trabajaba, a esas horas de la noche siempre había interesantes canciones para recordar. Cuando hacia peleas de harina con sus compañeros siempre perdía, tenía poca gracia para esos juegos, pero siempre lucia al terminar una sonrisa cómplice. Cuando descargaba hacia las tres de la mañana la furgoneta siempre salía con sus guantes negros a juego con la bufanda. Ese fue su último regalo de cumpleaños debido a sus continuos resfriados. Antes de proseguir con su trabajo solía sumergir un terrón de azúcar en agua fría  y añadirle un poco de té caliente. Junto a un pan de chocolate conversaba a mitad de la jornada sobre el costo de la vida, fútbol y política. Antes de abrir la tienda más madrugadora de la manzana, buscaba en el forro de su chaqueta alguna moneda para comprar la leche del desayuno. Nunca aparecían muchas por lo que le gustaba decir que tenía un agujero de dos dedos en ella que siempre devoraba las monedas más pesadas. El camino de regreso a casa siempre fue más dulce que sus huesos de ángel.

 

Teresa tenía una bata azul con unas flores blancas rozando lo abstracto que siempre lucia cuando limpiaba los cristales. El cartero, que siempre intentó conquistarla, le decía que desde abajo se asemejaba a una ninfa que estaba tocando el arpa en un balcón. Tenía las rodillas como deshuesadas de tanto pulir los suelos. Los fines de semana tenia trabajo doble ya que hacía de sirvienta en las comidas que ofrecían sus patrones. Los guantes para fregar le producían una alergia que enrojecía sus muñecas, Jaime le daba un suave masaje todas las noches con una pomada que la aliviaba de picores. Mientras limpiaba los baños siempre solía jugar a ser cantante asomada a los espejos que eran mucho más grandes que los de su casa. Desde hacía poco ganaba dos monedas más ya que hacia la manicura y daba masajes en los pies en la última casa que visitaba cada día. No le daba tiempo a hacer la compra así que recompraba algunos alimentos en las casas que limpiaba. Siempre se lo vendían a un precio más caro de lo habitual, sobre todo las legumbres que decían que eran de huerta privada. El camino de regreso a casa siempre fue tan armonioso como las melodías de una ninfa al arpa.

 

Era una pareja que trabajaba a destajo. El poco dinero que ganaban desaparecía irremediablemente en las letras mensuales. Pensar en hijos estaba fuera de las estadísticas pero cercano a sus corazones, ella rascaba cada día en la esperanza de  Jaime para sacar de allí un deseo de paternidad. Y es que el único momento en que podían estar juntos sin nada que hacer eran los siete minutos previos al desayuno hacia las seis y media de la mañana. Muchos piensan si vale la pena tanto esfuerzo solo para pasar esos minutos juntos. ¿Eso es vida? Ellos creen que sí.

  

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