Un repaso por las múltiples aristas del caso que ha dividido a Chile y todavía representa una herida abierta para la Iglesia en el país.
El Papa pide perdón. En las últimas horas, la voluntad de Francisco de “recalcular” y aceptar un su error al pedir “pruebas” a las víctimas de abusos sexuales en Chile, ha captado buena parte de la atención mediática mundial. Un gesto que habla de la humanidad aceptada en el pontífice. Para nada inédito, pero que ha avivado aún más un caso complejo y de múltiples aristas: Las acusaciones contra el obispo de Osorno, Juan Barros, como supuesto encubridor de los ataques contra menores cometidos por su mentor, el (otrora poderoso) sacerdote Fernando Karadima.
El “mea culpa” fue pronunciado a bordo del avión papal, en vuelo de Lima a Roma este domingo 21 de enero, como conclusión de una visita apostólica de seis días por tierras chilenas y peruanas. El caso Barros monopolizó buena parte de esa conferencia de prensa en el aire. La pregunta era obligada, luego que el propio pontífice había dicho espontáneamente, en Iquique, que cuando recibiese alguna “prueba” contra Barros “iba a hablar” pero que, mientras eso no ocurriera, consideraba que todo “eran calumnias”.
La explicación de Bergoglio durante el viaje fue articulada, amplia y precisa. Ni simplista, ni superficial. Pero, sobre todo, permitió conocer de su propia boca cuáles son sus convicciones más personales en un caso discutido. No se trata de las opiniones de un incauto desinformado, sino las de quien estudió a fondo el expediente y llegó a una conclusión en primera persona.
La más evidente convicción del Papa es que considera inocente a Juan Barros. Una certeza para nada nueva. Ya en octubre de 2015, el Vatican Insider reveló que el obispo de Osorno había ofrecido su renuncia, pero que el mismo Francisco había decidido no aceptarla porque ya entonces estaba convencido “de su inocencia”.
En ese momento, la polémica en torno al caso Karadima y sus implicaciones veía uno de sus múltiples ápices en Chile. Días antes se había filtrado aquel video que mostraba un Francisco molesto diciendo que la diócesis de Osorno sufría “por tonta” y porque “se dejaba llevar de las narices por los zurdos”. Irritación era producto que Bergoglio había analizado una y otra vez.
En realidad, el caso era una herencia. El sacerdote chileno origen de todo y ex párroco del prestigiosos templo El Bosque, Karadima, había sido hallado culpable por el Vaticano de abusos y condenado una vida de retiro en 2011. Eran tiempos de Benedicto XVI. En un hecho sin precedentes, el fallo eclesiástico fue anunciado públicamente en televisión nacional.
El ambiente mutó con rapidez, y comenzaron los señalamientos contra sus principales pupilos. Gracias a su poder, el sacerdote había logrado colocar a cercanos colaboradores en diversos obispados: el auxiliar de Santiago Andrés Arteaga Manieu, el de Linares Tomislav Koljatic Maroevic y el de Talca Horacio Valenzuela Abarca, además de Barros, entonces vicario castrense. El activismo de ellos a favor de su mentor ya causaba ruido, en medio de una más amplia crisis de la jerarquía episcopal chilena.
Pero estas acusaciones, que ya empezaban a ser mediáticas, parecieron quedar sólo en eso. Cuando el ministro de Defensa chileno pidió varias veces al nuncio Ivo Scapolo trasladar al vicario castrense Barros por considerarlo una figura cada vez más incómoda en las Fuerzas Armadas, se abrió la posibilidad de enviarlo a Osorno, una pequeña diócesis en el sur del país.
El Papa Francisco consideró la opción, y pidió informes. Tanto entonces, como hasta ahora, las acusaciones contra Barros en poder de la Curia Romana nunca fueron concluyentes. Algunas informaciones habían salido, aquí y allá, durante el juicio canónico a Karadima. Pero jamás adquirieron una entidad determinante. Al menos en los expedientes de la Congregación para la Doctrina de la Fe.
Sobre una cosa están todos de acuerdo, incluso las víctimas más activas: Nadie acusa al obispo de Osorno de abusador. Se lo señala como un “encubridor”. Se le atribuye haber estado presente en algunos ataques del también fundador de la Pía Unión Sacerdotal, además de haber supuestamente maniobrado para ocultar cartas y documentos dirigidos al Vaticano. Pero los testimonios de los acusadores quedaron sólo en el terreno público. Incluso la Doctrina de la Fe asegura haber solicitado a Chile denuncias circunstanciadas, sin obtener respuesta.
Es cierto, las víctimas desde Chile aseguran lo contrario. Dicen haber intentado hacer llegar a Roma sus informe y acusan haber sido bloqueados. Señalan directamente a los sucesivos arzobispos de Santiago, los cardenales Francisco Javier Errazuriz y Ricardo Ezzati.
En el avión papal, Francisco aseguró que “el testimonio de las víctimas siempre es una evidencia”. Así fue, de hecho, en la primera sentencia a Karadima. Tanto les creyeron a los denunciantes que condenaron al sacerdote. Y lo hicieron por sus testimonios certificados. Ahí los jueces vaticanos sí hallaron la evidencia necesaria. Tampoco tuvieron los acusadores problemas para hacer llegar sus relatos a Roma. Sus denuncias fueron procesadas según los protocolos vigentes. ¿Qué razón habría para creerles primero y descreerles después?
El problema es que, para convertirse en evidencia probatoria firme, los relatos de las víctimas deben cumplir ciertos requisitos judiciales. En estos casos de abuso, tan despreciables como condenables, no basta sólo con señalamientos genéricos. Una condena debe estar basada en hechos que permitan alcanzar al juez la certeza moral de la culpabilidad.
“No tengo evidencias para condenar. Y ahí si condenara sin evidencias o sin certeza moral, cometería yo un delito de mal juez”, remarcó el Papa a bordo del avión. Para él se trata de un problema de conciencia. Prefiere aceptar el escarnio público antes de incurrir en una falta grave.
Es claro, con Barros el Papa se juega la credibilidad del pontificado. Manteniendo al obispo en su lugar, la Santa Sede tiene más por perder que por ganar. En buena parte porque la Iglesia chilena se mostró tan mal preparada para afrontar la crisis que las víctimas ganaron, desde hace mucho, la pulseada mediática. Ellos lograron convencer a la opinión pública que el pastor de Osorno es culpable y que existe una conjura de omertá que lo protege. Sus argumentos podrían ser escuchados, ahora que la polémica de estos días ha hecho reflexionar a Bergoglio.
“Yo espero alguna una evidencia para cambiar de postura, tengo el corazón abierto a recibirlas”, dijo el líder católico en el avión. Si los testimonios son incontrovertibles, deberían abrirse paso desplazando a las convicciones del pasado. De eso son responsables el nuncio Scapolo y el mismo episcopado chileno. Pero mientras eso no ocurra, las cosas (parece) seguirán como hasta ahora.
Por otra parte resulta imposible soslayar que las víctimas (Juan Carlos Cruz, James Hamilton y José Andrés Murillo) demandaron a la Iglesia chilena en un juicio que exige una indemnización de 450 millones de pesos (más de 650 mil dólares). Y que, algunas de sus declaraciones, están relacionadas con ese proceso. Tampoco se puede ocultar su cercanía, a nivel internacional, con organismos en abierta cruzada contra la Santa Sede por el tema abusos.
También en el avión, Francisco reveló que en su momento “alguien de la Conferencia Episcopal (Chilena)” le recomendó hacer renunciar y mandar a años sabáticos a los obispos “karadimistas”. Quizás habría sido lo mejor, como decisión pastoral y de oportunidad. Pero el Papa mismo la desechó. Optó por la vía judicial, donde determinaciones deben sustentarse en certezas.
Pero nada impide que esas convicciones puedan cambiar. Como el mismo Bergoglio explicó en el avión: “Sentir que el Papa les dice (a las víctimas) en la cara ‘denme una carta con la prueba’, es un cachetazo. Ahora me doy cuenta de que mi expresión no fue feliz, porque no pensé en eso. Y entiendo, como dice el apóstol Pedro en una de sus cartas, un incendio que se ha provocado. Esto es lo que puedo decir con sinceridad. Barros quedará ahí si no encuentro el modo de condenarlo. Yo no puedo condenarlo si no tengo evidencias. Y hay muchos modos de hacer llegar a una evidencia”.
Texto publicado en: www.lastampa.it