Francisco es un reformador. Lo asumió desde el inicio de su ministerio. No un simple maquillador de estructuras. Ni mero administrador en tiempos de crisis. A él le preocupa transformar los corazones. Sembrar cambios de fondo. Este ha sido el reto en sus tres primeros años de pontificado. En 2017 se ha dedicado a profundizar en la reforma. Dentro y fuera de la Iglesia. Un reto no exento de insidias. Se cierra un año intenso, durante el cual Francisco visitó cuatro continentes, se involucró en delicadas crisis internacionales, afrontó afiladas críticas y concentró su atención en aquello que considera importante: los desposeídos
«Los pobres son nuestro pasaporte al paraíso». Palabras que resumen con eficacia el núcleo de la predicación del Pontífice en este año. Las pronunció el 19 de noviembre, en la primera Jornada Mundial de los Pobres. Una celebración que él mismo instauró y constituye, ya, una de sus herencias más significativas. Ese día celebró la Misa con desposeídos de diversas naciones en la basílica de San Pedro y compartió la mesa con 1.500 de ellos en el Vaticano. No por casualidad, su mensaje por la jornada se tituló: No amemos de palabra sino con obras.
Congruencia. Una constante invitación a vivir, con acciones, aquello que se cree con el corazón. Una actitud que Francisco ha querido imprimir a su labor personal e institucional. Eso mismo pidió en su más reciente mensaje de Navidad dirigido a la Curia romana, el 21 de diciembre en la Sala Clementina del Palacio Apostólico Vaticano. Más que un repaso del año que termina, fue una colección de claves de lectura. Válidas para analizar el año que se fue, pero también para anticipar qué ideas de futuro tiene el Obispo de Roma.
En 2017, Francisco no evitó intervenir en situaciones internacionales de conflicto, como la crisis de Venezuela (donde quiso llamar a la cordura), la petición de erradicar definitivamente con las armas nucleares o, más recientemente, en la disputa por haber aceptado Estados Unidos a Jerusalén como capital de Israel.
«La Santa Sede está presente en la escena mundial para colaborar con las personas y naciones de buena voluntad y para repetir constantemente la importancia de proteger nuestra casa común frente a cualquier egoísmo destructivo; para afirmar que las guerras traen solo muerte y destrucción; para sacar del pasado las lecciones que nos ayuden a vivir mejor el presente, a construir sólidamente el futuro y salvaguardarlo para las nuevas generaciones», dijo el Papa en su discurso ante la Curia.
Los viajes de 2017
Así quedó plasmado en sus cuatro visitas internacionales. Comenzando por Egipto, una apuesta multiforme de paz. Rompiendo todo protocolo, Francisco aceptó hacer coincidir su viaje con una conferencia internacional por la estabilidad. Selló la reconciliación final con el imán de Al-Azhar y acercó posiciones con el papa copto Teodoro II.
En mayo le siguió la peregrinación al santuario de Fátima en Portugal, al cumplirse el centenario de las apariciones de la Virgen. Allí, a los pies de aquella señora de blanco, Francisco pidió abandonar visiones catastrofistas, para adherirse a una fe libre de condicionamientos. Además, canonizó a los pastorcitos Francisco y Jacinta.
La paz en ambientes hostiles volvió a ser protagonista en septiembre, durante el viaje a Colombia. Cuatro días para promover la reconciliación interna, tras los acuerdos entre el Gobierno y la guerrilla. La gira, que incluyó cuatro ciudades, le impactó tanto (por su organización y la entrega de la gente) que el Papa la considera la mejor de su pontificado. Un éxito para nada descontado, si se tiene en cuenta el polarizado contexto que la precedió.
De alto voltaje resultó también su recorrido por Myanmar y Bangladés. Un viaje originalmente pensado para incluir la India y que estuvo a punto de cancelarse tras un boicot subrepticio de las autoridades de ese país. Bergoglio pudo transitar más allá de las discusiones con un realismo que lo llevó, incluso, a evitar el uso de la palabra rohinyá en territorio birmano. Eso no le impidió defender con toda claridad los derechos de esta minoría musulmana, víctima de una verdadera limpieza étnica en la región. En Bangladés no solo los mencionó, lloró con ellos.
Resistencias a las reformas
El Papa asigna un valor clave a la diplomacia. Por eso decidió crear la tercera sección de la Secretaría de Estado, división exclusiva para quienes operan en el servicio diplomático de la Santa Sede. Una de las medidas más concretas de una reforma que avanza a paso lento. El mismo Pontífice lo reconoció, en su mensaje de Navidad, citando una «simpática y significativa» expresión de Frédéric-François-Xavier de Mérode: «Hacer la reforma en Roma es como limpiar la Esfinge de Egipto con un cepillo de dientes».
Una empresa delicada, un proceso que afronta no pocas cuestiones pendientes. No evitó mencionarlas, con particular crudeza, en su discurso a la Curia. En él exhortó a superar «la desequilibrada y degenerada lógica de las intrigas o de los pequeños grupos» que representan «un cáncer» de «autorreferencialidad» que se infiltra en los organismos eclesiásticos y en las personas.
Francisco fustigó a los «traidores de la confianza», personas elegidas para concretar la reforma pero que, al no comprender la importancia de sus responsabilidades, «se dejan corromper por la ambición o la vanagloria». Y cuando «son delicadamente apartadas» se declaran «equivocadamente mártires del sistema», víctimas de un «Papa desinformado» o de la «vieja guardia», en vez de entonar el mea culpa.
Santos… y aprovechados
El Papa saluda durante su viaje a Colombia al excomandante guerrillero Juan Carlos Murcia. Foto: CNS
Desnudando un conflicto aún no resuelto, señaló la presencia en la Curia de personas a las cuales «se les da el tiempo para retomar el justo camino, con la esperanza de que encuentren en la paciencia de la Iglesia una ocasión para convertirse y no para aprovecharse». Al mismo tiempo, no quiso olvidar a la «inmensa mayoría de personas fieles» que sirven cada día en las estructuras vaticanas «con admirable compromiso, fidelidad, competencia, dedicación y también con mucha santidad». En ellas confía para sacar adelante su misión.
En su mensaje, no dio nombres. Pero sus alusiones, bastante personalizadas, trajeron a la mente los casos de algunas salidas clamorosas de funcionarios vaticanos de los últimos meses. Destacan la de Libero Milone, ex revisor general de cuentas, quien presentó su renuncia el 19 de junio acusado de ordenar labores de espionaje sobre personajes de la Curia. O, más recientemente, la de Giulio Mattietti, subdirector del Instituto para las Obras de Religión (conocido coloquialmente como banco del Vaticano). Distinto fue el caso del cardenal Gerhard Müller, prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, a quien el Papa decidió no renovar en el cargo el 1 de julio. Nombró en su lugar al jesuita español Luis Francisco Ladaria Ferrer.
La reforma de la Secretaría de Estado va acompañada de un cambio de tono en la relación entre la Santa Sede y la Iglesia en los países. Durante 2017, el Papa recibió a episcopados de múltiples países, buena parte de ellos latinoamericanos. «He preferido tener un diálogo de escucha mutua, libre, reservado, sincero que va más allá de los esquemas protocolarios y el habitual intercambio de discursos y recomendaciones», explicó.
Una escucha sincera que se amplía a otras iglesias cristianas, con las que es necesario «deshacer los nudos de las incomprensiones y las hostilidades» y combatir «los prejuicios y el miedo del otro». Fórmula aplicable a otras religiones. Ese diálogo, cuando hay «sinceridad de las intenciones» y es «expresión auténtica de lo humano, no es una estrategia para lograr segundas intenciones, sino el camino de la verdad, que merece ser recorrido pacientemente para transformar la competición en cooperación», aseguró el Papa.
Crecer en la fe
En pocas palabras, la reforma del Papa pasa por la fe. La Navidad es una fiesta que lo expresa de modo cabal. Como Francisco señaló a sus colaboradores: «La Navidad nos recuerda que una fe que no nos pone en crisis es una fe en crisis; una fe que no nos hace crecer es una fe que debe crecer; una fe que no nos interroga es una fe sobre la cual debemos preguntarnos; una fe que no nos anima es una fe que debe ser animada; una fe que no nos conmueve es una fe que debe ser sacudida. Una fe intelectual o tibia es solo una propuesta de fe, para realizarse debería implicar el corazón, el alma, el espíritu y todo el ser. Dejando que Dios nazca y renazca en el pesebre del corazón, no entre los reyes y el lujo, sino entre los pobres y los humildes».