Desarrollo humano y social
Regalos peligrosos
08 diciembre Por: Juan Alejandro Badillo Cervantes
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Las celebraciones se acumulan en el calendario. Recuerdo que, en mi niñez, las fiestas se reducían a cumpleaños y a las navidades. Conforme fui creciendo el mundo se amplió y también las oportunidades para participar en algún evento para convivir y, sobre todo, intercambiar regalos. Graduaciones, días inventados para mover las ventas, mesas de regalos para recién casados, reuniones laborales que aparecen de la nada; aquel compañero que se cambia de ciudad y que convoca a un último convite que genera, casi por inercia, un intercambio de objetos comprados a última hora y que, pensamos, le pueden servir en su nueva aventura. En la actualidad el regalo se ha convertido en un compromiso constante e ineludible. Ya no más afectos desinteresados. Lo que rige es un compromiso, una regla silenciosa en la que un regalo tiene que ser correspondido con otro. Uno de los mayores dilemas surge cuando no conocemos a la persona a quien le debemos comprar algo. Hay un supuesto importante: ambos regalos deben conservar un precario equilibrio, es decir, deben ser equivalentes en calidad y, sobre todo, en precio. ¿Cómo reaccionar cuando nos regalan algo demasiado fastuoso mientras nosotros, a veces por avaricia o porque simplemente no tenemos dinero, correspondemos con cualquier chuchería esperanzados de que las expectativas no sean muy altas? Si nosotros somos los espléndidos nos sentimos traicionados al recibir una cartera de plástico comprada en un puesto ambulante o una tarjeta de regalo con la mínima denominación. Extendemos los brazos y sonreímos lo mejor que podemos a los bienhechores mientras algo hierve en nuestro interior. Quizás, una de las ventajas de los intercambios navideños es que se pierde esa reciprocidad inmediata. Se reta a la suerte y se extrae de una caja un papelito con un nombre. Si nuestro regalo es mediocre queda la posibilidad de que nuestra víctima no haya invertido mucho en el suyo y la justicia impere. Si el destino es cruel no tendremos que enfrentar, al menos de inmediato, la amarga mueca del agasajado. Por eso, pienso, en el mundo moderno, en el que la despersonalización de internet y otras maravillas nos sumergen en una burbuja cómoda y aislada, podemos ir a una mesa de regalos en la tienda departamental y comprar el regalo más barato de la lista. Total, los festejados se enterarán después o, tal vez, es nuestro más ferviente deseo, estén tan ocupados con los preparativos de la celebración que apenas reparen en los objetos envueltos que se acumulan en la sala. Un día después, en una especie de juicio sumario, abrirán uno por uno los presentes y pondrán, a los que no cumplieron con las expectativas, en una lista negra.

Sin embargo, a pesar de todo este contexto, los peores regalos, los más peligrosos, son los que nos damos a nosotros mismos. Si el trabajo nos exprime o aparece en el horizonte una tarea demasiado ominosa, nos recompensamos con pequeños placeres, victorias efímeras que nos dan, aunque sea por un momento, una sensación de paz. Son los peores regalos porque funcionan como placebos. El acto arcaico de comprar una película o –su reemplazo– la suscripción a un proveedor de video por internet, funcionan como velos que ocultan aspectos de nuestras vidas que son incómodos. ¿Para qué pensar en aquel proyecto que nos pidieron desde hace mucho en el trabajo si podemos concentrar nuestra atención en aquella camisa que nos tienta atrás de un aparador? Son esos regalos que se rompen de inmediato (alguna vez compré un reloj de pared–“made in China”, por supuesto– que funcionó un día antes de averiarse por completo), que pronto pasan de moda, que consumimos casi de inmediato, que permanecen por años en un rincón de la casa, acumulando polvo, estoicos y burlones, los que recuerdan nuestras miserias. 

 

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