Me llama mucho la atención, seguramente también a usted, amable lector, la proliferación del yoga en nuestro ecléctico Occidente. El yoga –según la RAE es masculino, no femenino– es definido como el conjunto de disciplinas físico-mentales originales de la India, destinadas a conseguir la perfección espiritual y la unión con lo absoluto. Los pequeños aforismos o sutras más antiguos son los escritos por el sabio Patanyali hacia el siglo III a.C., aunque su práctica es probablemente anterior a dichos escritos.
El hinduismo es una de las religiones más antiguas de mundo y de las más ricas en símbolos, metáforas, divinidades y rituales. Grandes estudiosos del hecho religioso han dedicado serias investigaciones a los Upanishads y al Bhagavad-gita, al parecer las fuentes fundamentales que contienen la doctrina a la cual remite la práctica del yoga.
El yoga es una práctica mística. Y como toda práctica mística hindú, busca la “unión” con el Absoluto, busca la unión de la conciencia individual con la divinidad. Según los textos sagrados, hay un camino óctuple para alcanzar esta unión, es decir, hay ocho caminos que el fiel ha de recorrer para conseguir ese encuentro con lo divino: 1) prohibiciones (a la mentira, al robo, a la violencia, al apego de los bienes materiales); 2) mandatos (higiene mental y física, disciplina, recitación de mantras –fórmulas pronunciadas para la liturgia– y la docilidad hacia lo divino; 3) la postura (“asana”) que el fiel debe conservar para favorecer el estado de meditación durante mucho tiempo para que ni el dolor ni la incomodidad lo perturben; 4) el control de la respiración para favorecer estados relajados; 5) el control de los apetitos como forma concreta del desapego a este mundo y sus deleites; 6) la concentración mental; 7) la meditación; 8) y la contemplación (“samadhi”) donde se alcanza la perfecta unión con lo divino.
Leyendo unos sutras de Patanyali uno ve con claridad que el camino que propone el yoga es un camino que supone una fuerte ascesis mental, donde todo el torrente de pensamientos y afectos ha de inhibirse. Hay una suerte de parada en seco de todo cuanto sucede en nuestra interioridad, para poder lograr una concentración y conexión con el origen, una reabsorción de nuestra totalidad anímica con la fuente verdadera de la plenitud. El famoso mantra “om” (la sílaba más sagrada), simboliza esta unión con el mundo espiritual.
Respecto a la postura más famosa del yoga, la flor de loto (padmasana), encontramos grabados muy antiguos e incluso estatuillas donde ya podemos ver a distintas divinidades en esta posición. No obstante, las distintas “asanas” han sido desarrolladas según distintas tradiciones al interior del hinduismo, destacando el “Hata yoga”, que hace transiciones lentas de una postura a otra. En cualquier caso, y con independencia de la técnica, todas las posturas son funcionales a lograr la meditación, y ésta, a la unión con la divinidad.
El origen mitológico del yoga fue nada más y nada menos entre los dioses Visnú y Shiva (junto con Brahama, forman la trinidad o Trimurti básica de la religión hindú). Visnú, dios de la conservación, ve danzar a Shiva, dios de la destrucción, y Visnú vibró sintiendo gran felicidad y éxtasis; Shesha, la serpiente que sostenía a Visnú sintió tales movimientos y le preguntó qué pasaba; Visnú le explicó la causa de su felicidad y Shesha pidió encarnarse para también poder experimentarlo y así fue como los dioses le concedieron su deseo. Algunos afirman que el propio Patanyali es una reencarnación de Shesha.
Los mitos se funden con la liturgia y con las prácticas de meditación en la religión hindú. Toda posición corpórea facilita y promueve una disposición mental, y toda disposición mental busca una relación específica con la o las divinidades. En algunos relatos incluso se llega a afirmar que Shiva, el dios danzante, “estaba absorto en un yoga interminable”. Y no es descabellado pensarlo así, pues el poder destructor de Shiva también se vuelve poder destructor en el fiel que practica el yoga, destruyendo los deseos, los pensamientos, la incesante movilidad que nos inquieta e intranquila. Esa destrucción trae la paz y la quietud al alma.
Una vez estaba hablando con un amigo especialista en filosofía y teología hindú y me contaba cuán serio, importante y atado está el yoga con toda la cosmovisión hindú. El yoga es oración, es meditación, es contemplación, es imitación divina… nunca, ni por asomo, es para un fiel hindú un ejercicio gimnástico ni una práctica desestresante para retornar al trajín de las oficinas donde laboramos todos los días. Esta trivialización que hace Occidente de esta práctica religiosa, para muchos hindúes es una secularización que les ofende, una práctica sinsentido. Y aquí es donde me quiero detener un poco más para reflexionar sobre nuestro posmoderno sincretismo.
Imagine usted que la práctica del rezo del rosario traiga, como beneficios colaterales, la mejora en nuestra concentración, en nuestra vocalización e incluso en la mejora del cálculo mental. Imagine que la práctica de adoración eucarística traiga aparejados otros beneficios colaterales en la circulación sanguínea y en el fortalecimiento del músculo dorsal por estar hincados; imagine que la recepción del sacramento de la reconciliación tenga como efecto secundario la disminución de la neurosis en el penitente. ¿Estaríamos de acuerdo en instrumentalizar estas prácticas religiosas para conseguir tales efectos? ¿No acaso estaríamos confundiendo “fin” con “efecto colateral”, y convirtiendo este último en el fin del rito? ¿Estaríamos de acuerdo en sacar las prácticas religiosas de su contexto y llevarlas a los gimnasios y a las fábricas, suprimiéndoles de tajo todo su contenido religioso, y dejándolas como meras técnicas de relajación y concentración?
En general pienso que así se secularizó el yoga. Buscamos beneficios colaterales y los convertimos en fines, prescindiendo del verdadero propósito para el cual fue creada la práctica. Hoy usted ve que hay colegios que incluso promueven Mindfulness, y no digo que no existan esos efectos de concentración, sólo quiero decir que el origen de esas prácticas es religioso, y son una forma secularizada de apropiación. Hoy el yoga se vende como aconfesional y ateo, donde son bienvenidos todos, y eso constituye una forma de trivializar al hinduismo. En el supermercado hoy usted se puede comprar un tapetito de plástico para el yoga, y el kit le puede incluir algún par de pesas para hacer pilates. También oigo de vez en cuando a algún alumno decir que lo que le sucedió a fulanito es “karma”. En fin… hemos banalizado al hinduismo, hemos trivializado sus tradiciones, hemos hecho un coctel teológico-explicativo con su vocabulario, adoramos a sus dioses con nuestras posturas sin saberlo o sin quererlo, buscamos ciertos beneficios de su alimentación sin asumir su ascética… hasta el sexo ahora es tántrico. ¡Ya estuvo bueno de tanto eclecticismo majadero y ramplón! Este eclecticismo nos hace mal a todos: a los pseudopracticantes del yoga y la meditación, como a los que en la India miran esas prácticas como un todo que le da sentido a sus vidas.
No nos bastó secularizar nuestra propia tradición, nuestra propia religión. El secularismo va por más: va por lo ajeno, para despojarlo de su sentido religioso e incorporarlo a nuestra rutina consumista y vanidosa. Urge repensar nuestras apropiaciones, urge redescubrir la belleza de nuestra propia tradición.