«No es fácil creer. Gritar a los cuatro vientos: “¡Los milagros existen!”». Verónica Stoberg lo tiene claro. Lo vivió en carne propia. Hace 14 años miró la muerte de cara. Pero la determinación de su familia y la cercanía de un grupo de religiosas la arrancaron del más allá. Gracias a la fe y a la intercesión de Faustino Míguez (1831-1925). Su historia hizo posible la canonización de este cura español, pero el camino no fue fácil. Incluso muchos años después de su inexplicable curación tras un cuadro clínico de muerte cerebral aún recibe críticas y preguntas incómodas. Su respuesta es sencilla: «Hoy el hombre tiene de todo, pero ha dejado de lado a Dios»
Chilena. Originaria de la capital, Santiago, Verónica llegó al Vaticano este domingo 15 de octubre con una mezcla de satisfacción y alivio. La canonización de aquel sacerdote, educador y botánico, representó para ella el final de un camino iniciado trágicamente ese 10 de septiembre de 2003. En la plaza de San Pedro pudo presenciar la declaración formal como santo del fundador del Instituto Calasancio Hijas de la Divina Pastora y de los Laboratorios Míguez. También pudo saludar al Papa Francisco.
Parte de la atención mediática por la canonización del nuevo santo se concentró en ella. Desde que se confirmó oficialmente su milagro y se anunció la canonización ha contado su historia cientos de veces. Lo hace de buena gana, pero le cuesta ocultar cierta incomodidad por tanta exposición pública.
«No es fácil vivir en primera persona un milagro. No es fácil gritar a los cuatro vientos: “Creo en Dios, Dios está con nosotros”. No es fácil. Incluso un periodista llegó a preguntarme si me habían hecho algún examen psiquiátrico. ¿De qué estamos hablando? Hubo una investigación médica», cuenta Verónica en entrevista con Alfa y Omega.
Su historia salió a la luz muchos años después de que ocurriese. Pero desde el principio, tanto su familia como los médicos tenían la convicción personal de que aquella imprevista mejora de salud no podía ser producto de la ciencia. Su esposo, Pedro, sus cuatro hijos y ella viven cada día agradecidos. Pero en su entorno no todos dan crédito. Y las redes sociales han sido utilizadas para el descargo hostil de los incrédulos.
Cuando la madre Patricia Olivares, directora del colegio de la Divina Pastora y compañera en la enfermedad, le preguntó si estaba dispuesta a colaborar en el proceso de canonización de Míguez, ella aceptó, pero no pudo evitar los temores. Sabía que iniciaría un largo camino tapizado de análisis médicos y tribunales eclesiásticos. «Ha sido mucho el cuestionamiento. Yo nunca he querido que mis hijos estén en esto, no quiero arrastrarlos. Me encuentro en una sociedad en la que no todos creen, he tenido preguntas feas, se han dicho cosas crueles. No ha sido fácil».
«Creo que el hombre de hoy tiene muchos adelantos, ha logrado muchas cosas y va a seguir logrando muchas más, pero está dejando a Dios de lado. Ahí está el problema. Si eres exitoso tienes dinero, pero dejas a Dios, pierdes todo eso. ¿Qué te queda? Nada. Pero si has logrado todo eso con Dios a tu lado, ¿qué te queda? Te queda Dios. ¿Qué te da él? La fuerza para continuar», reflexiona.
«No sé a qué santo te encomendaste»
Son palabras de una catequista que, a los 37 años, afrontó una prueba capaz de poner los pelos de punta al más rudo. Embarazada de Sebastián, su cuarto hijo, de repente comenzó a sentirse mal. Corría el octavo mes de gestación. En apenas unas horas el dolor en el estómago se volvió atroz. No cedía. No eran contracciones. Una vecina médico fue a revisarla y descubrió que su presión arterial era altísima. El médico, consultado por teléfono, pidió llevarla de inmediato al hospital.
Los médicos le practicaron una cesárea de urgencia. El bebé ya sufría asfixia por la sangre que inundaba los órganos internos. Lo reanimaron y colocaron en una incubadora. Sobrevivió, pero su madre estaba grave. Todavía en el quirófano, no se lograba dar con el origen de tanta sangre. Comenzó a sufrir un colapso multisistémico. Los cirujanos optaron por extender la incisión y llegaron hasta el tórax. Constataron el peor de los escenarios: el hígado había explotado. Una eclampsia sumada a una subida de presión le había provocado el síndrome de HELLP, un problema imposible de prever, pero que suele darse en madres primerizas muy jóvenes. No era su caso.
En los siguientes cuatro días su esposo no la dejó un minuto. Por fin el sábado decidió ir a su casa para ducharse, pero a mitad de camino recibió una llamada: «Pedro, tienes que volver porque la vamos a desconectar. Tienes que despedirte de ella porque ya no hay nada que hacer, le hicimos el examen de coagulación y no está coagulando». Las palabras del médico fueron lapidarias.
No volvió inmediatamente. Decidió ir a buscar a los hijos (entonces de 12, 8 y 7 años) para llevarlos a despedirse. Camino a la clínica, hizo un intento desesperado. Quiso ir a rezar, pero todas las iglesias de la zona estaban cerradas. Su hija mayor recordó que en su colegio había una capilla. Se encaminaron. Al llegar, la madre Patricia les abrió la puerta y allí, junto al altar, había una estatuilla del beato padre Faustino. Instintivamente, él se acercó y le suplicó: “Peladito [calvito], por favor, intercede para que no se la lleve Dios”».
Apenas pisó la clínica, al verlo, uno de los médicos le dijo: «¡No sé a qué santo te encomendaste pero Verónica está coagulando y vamos con ella inmediatamente a cirugía para tratar de cerrarla!». Había vuelto la esperanza. La madre Patricia comenzó la novena de Faustino Míguez y ya no se separó de Verónica. Era la única persona, además de su familia, que podía entrar a verla en la terapia intensiva.
«A pesar de mi estado de coma, yo sentía su presencia y la de mi esposo hablándome, yo sentía cómo su mano penetraba esa dimensión y me agarraba. Sentía esa fuerza. A veces, de repente, me cansaba y me dejaba llevar, quizás por la muerte, pero él me tomaba fuerte y me decía: “Sigue luchando, hazlo por los niños…”. Entonces reaccionaba de alguna forma», cuenta emocionada.
«Me quemaba y me agradaba»
Cada vez que la religiosa la visitaba, le colocaba en el pecho una reliquia de Míguez. Ella, pese a estar sedada, percibía todo. En sus sueños la esperaba. Y cuando depositaban el pequeño relicario redondo le transmitía una intensa energía justo en esa zona del cuerpo. «No se puede explicar. También sentía cuando me sacaban sangre, era un dolor muy fuerte, pero cuando me ponían eso me quemaba y me agradaba».
Tres meses pasó entre el coma grado cuatro y la sedación inducida. En total le practicaron 17 operaciones. En diciembre, vísperas de Navidad, le dieron el alta, aunque su herida aún no había cicatrizado completamente. Todavía entonces su recuperación parecía imposible. Primero le dijeron que no podría hablar por la intubación prolongada. Al poco tiempo comenzó a emitir sonidos, luego a moverse y caminar. Los mismos enfermeros exclamaban: «Esto es un milagro». Había una atmosfera de «aquí pasó algo».
Andrés Beltramo Álvarez
Ciudad del Vaticano