Hay una imagen recurrente que aparece cuando se evoca la figura de Juan Carlos Onetti: un hombre tirado en una cama, quizás fumando, haciendo planes imposibles mientras su mirada se sumerge en el techo. La obra del autor uruguayo, nacido en 1909 y muerto en 1994 en España, es la de un soñador frustrado que encontró, en la imposibilidad de satisfacer sus deseos, la materia para crear historias densas, obsesivas con ciertas atmósferas y recurrentes en la derrota como una forma de explicar el mundo.
Desde sus primeros cuentos aparecidos en la década de los 30 hasta el punto final de su carrera, la novela Cuando ya no importe publicada en 1993, la obra del uruguayo no se puede entender sin analizar el devenir de la narrativa de América Latina en el siglo xx que tuvo una exposición nunca antes vista gracias al llamado Boom Latinoamericano y vertientes como el Realismo Mágico. Antes de que la modernidad literaria llegara a Latinoamérica había, salvo algunas excepciones, una reutilización de formas y motivos exportados desde Europa. El costumbrismo y el folclor dieron origen a obras que intentaron contribuir, desde distintas trincheras ideológicas, a la formación cultural y artística de países que aún buscaban una identidad nacional después de los procesos independentistas del siglo XIX.
Uno de los aspectos problemáticos al momento de relacionar al Boom con Onetti es las evidentes diferencias que existen entre el autor uruguayo y los miembros más representativos del grupo: Fuentes, Vargas Llosa, Cortázar y García Márquez. El Boom, en efecto, además de fenómeno editorial y comercial, significó el alejamiento de los moldes exportados desde Europa, copiados casi a calca. En lugar de buscar temas y estéticas lejos de sus lugares de origen, los autores del Boom ofrecen a los lectores la exuberancia natural de sus países, el sincretismo de la música, el paisaje desmedido, las gestas políticas de la segunda mitad del siglo xx y la recuperación del pasado indígena. En Onetti no hay un diálogo explícito con estos elementos. Sus cuentos y novelas pertencen a un ámbito más difícil de identificar, más ambiguo. La publicación y la influencia de sus libros sufrieron los mismos avatares que muchos personajes onettianos: un camino obstinado, sustentado en el acto de escribir desde los márgenes, habitar la periferia hasta el final. Mario Vargas Llosa, al recibir el premio Rómulo Gallegos en 1967 por su novela La casa verde, hace una encendida defensa de Onetti que, a la postre, había concursado con Juntacadáveres. Años después, en 2009, el peruano dedicará el ensayo El viaje a la ficción. El mundo de Juan Carlos Onetti, para saldar la deuda contraída en pleno auge del Boom. Sin embargo, hasta la fecha, por la densidad y exigencia de su obra, quizás Onetti sea aún poco leído por el público que devora las mitologías garciamarqueanas o discute la visión de sus países desde las obras de Carlos Fuentes y Vargas Llosa.
Onetti es un autor que pertenece, a plenitud, a la narrativa moderna. No es sólo por el desencanto de sus historias y la problematización de los valores proclamados por el desarrollo, sino por el contexto en el que ocurren. El escenario que prefiere el autor es la ciudad y las relaciones humanas que se entretejen, sin heroísmos, en la anónima habitación de una ciudad uniformada por el gris, mientras el mundo exterior ocurre como un ruido de fondo. Más cercano a Roberto Artl que a Borges, aunque con una prosa mucho más refinada que la del autor de Los siete locos, Onetti se sumerge en las vidas de los derrotados y los que pueblan, anónimos, las sillas de un bar. El ambiente de obras como Para una tumba sin nombre o El astillero es escrito en un tono que muchos críticos vinculan al exitencialismo. Es verdad, en casi cualquier personaje de Onetti, incluso en él mismo, es perceptible el pesimismo como una forma de vida. Al hombre, alejado de Dios, sólo le queda fumar, mirar por una ventana como sucede en el ejemplar inicio de La vida breve, en el que un hombre imagina o, mejor aún, confecciona una imagen a partir de las voces que se escuchan en una habitación vecina. El existencialismo va unido al ámbito urbano porque la ciudad es un territorio en el que los deseos existen pero muchas veces son irrealizables, casi utopías. El hombre, lejos de los ideales políticos o ideas trascendentales, está en medio de una lucha sorda por conseguir sus objetivos, aplastado por las preguntas, sin más brújula que su propio devenir en la vida. El escritor peruano Alonso Cueto en su interesante libro Juan Carlos Onetti. El soñador en la penumbra, pone sobre la mesa un vaso comunicante que añade significación a la relación del hombre con el entorno urbano: La comedia humana de Honoré de Balzac de la cual era admirador el autor uruguayo. En la inmensa obra del francés, más allá de los detalles y las biografías de los personajes, aparece la ciudad como un ente principal, un territorio que corrompe y enferma. En Onetti y Balzac las calles de la ciudad son parte de una selva implacable en la cual sólo es posible sobrevivir. En el asfalto, en los edificios y los bares de mala muerte se da cita una mezcla de vividores, prostitutas, desempleados y soñadores sin futuro cuyos rostros aparecen y desaparecen en las historias de ambos autores.
La genealogía de Onetti, como la de otros autores latinoamericanos de su tiempo, le debe más a la literatura norteamericana que a la de otras latitudes. Incluso, las atmósferas enrarecidas del uruguayo tienen claras referencias a la literatura policial, de la cual era ferviente lector; historias que, al menos en su tiempo, eran consideradas un mero entretenimiento. Volviendo a la influencia norteamericana, Onetti explora la senda abierta por William Faulkner. Incluso la escasa obra ensayística del uruguayo, quien capitaliza toda su expresión a través del trabajo de ficción, le alcanzó para rendir tributo al autor de Las palmeras salvajes en Réquiem por Faulkner y otros artículos. La ruta Onetti-Faulkner puede explorarse aún más atrás hasta llegar a Shakespeare quien sería, más o menos, el punto de inicio, considerando, por supuesto, que el dramaturgo isabelino, a su vez, recupera y condensa la tradición griega. La explicación que vincula a estas poéticas es el destino como un elemento que cerca a los personajes y los determina hasta el final. Faulkner va un paso más allá y coloca como los personajes de sus tragedias a los habitantes del sur estadunidense, en concreto los que deambulan en el pueblo imaginario de Yoknapatawpha. En Mientras agonizo, por poner un ejemplo que quizás perdura en la memoria de los lectores, un grupo de desheredados, intenta llevar a la matriarca muerta a su lugar de origen para enterrarla. En un punto del trayecto, al atravesar un río caudaloso, con el cadáver a cuestas, corren el riesgo de ahogarse, sin embargo, se mantienen firmes, convencidos de no abandonar su carga. A pesar del patetismo inherente del pasaje, se puede detectar una sobria dignidad que confiere el narrador a sus criaturas. Onetti lleva más lejos la tragedia de sus personajes porque los despoja de cualquier asomo de heroísmo. Las vidas mediocres de sus personajes son marcadas por un destino irrevocable. En “Justo el 31”, un cuento que, por cierto, es uno de los capítulos de la novela Dejemos hablar al viento, lo que muestra la integración y homogeneidad en la obra de Onetti, un hombre mira a Frieda, su amante. Ella ha prometido llegar antes del año nuevo y, ante su ausencia, el hombre la evoca borracha, sentada en el inodoro. Cuando al fin llega, el hombre atestigua cómo le dan una golpiza a la mujer que ha estado esperando. No hay idealismos, sólo una realidad sórdida que es descrita con prolijidad. Por esta razón hay una diferencia vital entre Faulkner y Onetti. Por más que el destino esté en contra y la pobreza sea un lastre que los asfixia, los personajes del autor norteamericano aún luchan en medio de la desgracia, aún le plantan cara. En Onetti hay una pasividad asombrosa y una aceptación de la desgracia. En uno de sus mejores cuentos, “Bienvenido Bob”, el narrador nos cuenta su noviazgo con una mujer mucho más joven. El hermano de ella, “Bob”, también más joven que el pretendiente, no está de acuerdo con esa relación y se dedica a hostigarlo. En una escena determinante, Bob se encara con él y le dice: “…Usted no se va a casar con ella porque usted es viejo y ella es joven. No sé si usted tiene treinta o cuarenta años, no importa. Pero usted es un hombre hecho, es decir deshecho, como todos los hombres a su edad cuando no son extraordinarios”. El otro, por supuesto, tiene ganas de enfrentarlo, de darle un puñetazo al menos, pero permanece pasivo, casi indiferente. Su venganza, en el final del cuento, es observar cómo la juventud de Bob se desperdicia, sus sueños se derrumban y cómo termina convirtiéndose en lo que había criticado en él: un hombre desecho por la vida.
En Onetti hay una realidad que pesa demasiado. No existen los malabarismos imposibles del Realismo Mágico, ni las aventuras extradordinarias del Boom. A pesar de la misión destinada al fracaso, los personajes de sus novelas y cuentos siguen intentando amar desde su pasividad, su desconfianza y su memoria. Por eso, ante la falta de interacción con el mundo palpable, la imaginación se desdobla como en la La vida breve cuando varios personajes ficticios cobran realidad y empiezan a interactuar con la persona que, a partir de sus frustraciones, los ha despertado. Onetti nos muestra con su obra obsesiva y rigurosa, que la única salvación posible radica en el acto de escribir y de soñar aunque, muchas veces, esos sueños permanezcan inacabados, asediándonos en las noches mientras el mundo nos corrompe y nos enferma.